Un recorrido por el imaginario asnal y por los diversos senderos que en la literatura y el arte el burro ha sido protagonista y referente. El aburramiento y la ternura asnofórica en sus diversas situaciones estéticas, líricas y plásticas.
Los caminos Literarios del burro
Aitor Arjol
El burro es uno de los prodigios de la naturaleza que más ha ayudado al hombre en las audacias del campo. Animal de tiro. A veces terco. Otras tantas bondadoso. Siempre curioso. Con las orejas prestas como antena parabólica frente a cualquier infortunio que sucediera, de tal forma que ejercía como compañero inseparable junto a los mastines, en los rebaños de ovejas que iban de uno a otro lado de la península durante tantos siglos de trashumancia. Pero también pintaba más que blanco y negro en las viejas casas de mampostería y adobe de los pueblos, hoy abandonados por la memoria de la España vacía.
En aquellos pueblos abandonados que hoy pueblan la geografía española, o como dicen en la «Celtiberia» donde la densidad llega a ser menos de un habitante por kilómetro cuadrado, cuentan que no tuvo infancia allí donde no hubiera un burro, por muy poco agraciado que fuera el pollino en cuestión. Un animal para casi todo. Para darle de comer en los entresijos de la cuadra. Al que había que uncir con otro compadre más experimentado para que aprendiera las labores cotidianas del labrador. El que no era demasiado amigo del uso de la brida pero a cambio solía ser más manso que la sonrisa de una suegra bendecida por el párroco. El que madrugaba al mismo tiempo que los primeros albores del día. El que sembraba, araba y ayudaba en la trilla. El que emitía largos rebuznos como sinónimo de alegría, sorpresa o sabia indiferencia. El jumento a lo largo del filo de los caminos de caballerizas, para intercambiar productos de primera necesidad en la población que era cabecera de la jurisdicción correspondiente. El burro inventado para el hombre o la deuda del hombre con el burro inventado por el primero.
De ahí que resulten profundamente cercanos estos versos que Gloria Fuertes –la poeta de los niños por excelencia- dedicara al «pobre burro» que se hartaba de trabajar tirando de un carro o atado a una noria, pero con tanta dignidad que convenía elevar su animalidad a la condición de ayudante o persona:
El burro nunca dejará de ser burro.
Porque el burro nunca va a la escuela.
El burro nunca llegará a ser caballo.
El burro nunca ganará carreras.
¿Qué culpa tiene el burro de ser burro?
En el pueblo del burro no hay escuela.
El burro se pasa la vida trabajando,
tirando de un carro,
sin pena ni gloria,
y los fines de semana
atado a la noria.
El burro no sabe leer,
pero tiene memoria.
El burro llega el último a la meta,
¡pero le cantan los poetas!
El burro duerme en cabaña de lona.
No llamar burro al burro,
llamarle «ayudante del hombre»
o llamarle persona.
En otra ocasión Gloria, con la mirada siempre puesta en la infinita imaginación de los niños, también llevó al burro a la escuela, a la misma sobre la que Antonio Machado tenía recuerdos infantiles, como las moscas ibéricas que a contrapié rodaban por los cristales del aula:
Una y una, dos.
Dos y una, seis.
El pobre burrito
contaba al revés.
¡No lo sabe!
—Sí lo sé.
—¡Usted nunca estudia!
Dígame ¿por qué?
Cuando voy a casa
no puedo estudiar;
mi amo es muy pobre
hay que trabajar.
Trabajo en la noria
todo el santo día.
¿No me llame burro,
profesora mía!
El burro tierno y gentil compañero del resto de los niños que por allí andaban, sentados en sus duros pupitres y con la sombra del tintero en sus pupilas. El que no podía contar porque en casa carecía de tiempo para estudiar, ya que allá eran pobres, solo comían chocolate en onzas en alguna festividad y el resto de días había que trabajar sin liarse con el terciopelo de los sueños.
La misma imagen de ternura e infancia respirada en el vacío nos dejó el inolvidable «Platero y yo» escrito por Juan Ramón Jiménez. Las peripecias cotidianas del burro homónimo que se mezclaban con los recuerdos infantiles de aquel poeta en Moguer. Durante más de un centenar de capítulos de estructura circular. Con el principio y la conclusión marcados por la presencia simbólica de una mariposa, así dejaba descrito a Platero el bueno de Juan Ramón en el primer capítulo:
«Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas…
Lo llamo dulcemente: « ¿Platero?», y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal…
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel…
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
—Tien’ asero…
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Con aquella obra de tan notable factura y con la poesía de Gloria Fuertes, el burro se trasladó del campo a los ojos abiertos y cerrados de buena parte de la generación nacida en los años posteriores a la posguerra. Es decir, se hizo un poco hermano en las escuelas, asido a la natural predisposición a soñar de los escolares envueltos en sus vapores de las estufas de invierno.
Pero todo aquello debió esfumarse peor que de buena gana. Tanto el burro como sus pertenencias y relación sempiterna con el hombre. La propia inherencia del progreso económico y social, y a su vez este último mal avenido con el campo o ámbito rural, vinieron a dar al traste con la otrora presencia del burro.
El campo se vació de burros. Los pueblos quedaron más abandonados que la ofrenda de rodillas a un santo. Las eras nostálgicas. Sus otrora calientes aposentos ahora lucen vacíos y en la más triste ruina. Cuestión de asomarse por las ventanas de las viejas casas y observar la oscuridad de las cuadras, a menudo temiblemente sostenidas por endebles vigas. Sin burros, borricos, rucios o garañones. Sin la sombra de lo que fueron en otros tiempos eran.
Lo más paradójico y trágico del asunto es el que tiempo terminó de sustituir los animales por burros de otra determinada especie: nosotros mismos como zoquetes, estúpidos, torpes, percebes, rudos, brutos, imbéciles, tercos, lentos de entendimientos o faltos de lucidez.
Así les terminó de ir a los nobles burros, que además de su atareada vida en el campo, quisieron asimilarles a otras tantas innobles características que abundan en el hombre. Pobres pollinos. ¡Qué tan torpe asociación para unos animales tan serios y presentes en el noble arte de la palabra!
La historia de la relación entre los burros y la literatura es más larga y dilatada que un ciprés centenario. Dara para siglos de anécdotas y enfoques, desde que fueran domesticados y se extendieran por Oriente Medio varios milenios antes de Cristo.
En los anales de la mitología figuraba como el protagonista con cuyos rebuznos salvó a Vesta de las ganas carnales de Príapo, pero no gozaban de buena fama entre los egipcios, para quienes el burro estaba asociado a Tifón –divinidad relacionada con los vientos huracanados- y además simbolizaba la antiquísima virtud de la ignorancia. Inclusive los romanos sintieron alguna suerte de aversión hacia ellos, y lo consideraron como sinónimo de mal agüero.
El burro fue el protagonista de la primera y única novela latina de la que se tiene constancia, la «Metamorfosis» de Apuleyo, también llamada «El asno de oro» cuando en los tiempos del Renacimiento adquirió una popularidad inusitada en el mundo occidental.
Apuleyo, uno de los escritores romanos más importantes, narró en esta obra las peripecias de Lucio, un portentoso y aventajado joven que sentía una inusitada inclinación por las virtudes de la magia. En virtud de las mismas, viaja a Tesalia y en uno de tan esotéricos instantes se transforma accidentalmente en un burro. El resto de la narración comprende un rosario de anécdotas a ratos trágica pero siempre rodeada de una aureola de comicidad y picaresca, hasta que Lucio vuelve a cobrar su forma humana con la ayuda de la correspondiente divinidad.
Sin abundar demasiado en la historia de la literatura, y considerando las ilimitadas posibilidades de los burros en ella, tampoco podía faltar el inevitable contraste entre el flaco rocín de don Quijote de la Mancha–llamado Rocinante- y el jumento de su escudero Sancho Panza, a quien en la obra Miguel de Cervantes no le atribuyó nombre alguno en concreto y se refirió a él con el genérico de «rucio».
En las aventuras del caballero andante y su inquebrantable servidor, se sigue persiguiendo la tradicional asignación de ignorancia y terquedad al burro, al mismo tiempo que se atribuían todas las virtudes al caballo de don Quijote. Sancho Panza, sin embargo, siempre estuvo presto a defender la integridad de su rucio en todo momento, señalando que «verdad es que no tengo rocín; pero tengo un asno que vale dos veces más que el caballo de mi amo… A burla tendrá vuesa merced el valor de mi rucio; que rucio es el color de mi jumento.»
Sea como fuere, estas y otras anécdotas son visibles en «Hermano asno», un libro ideado por el periodista Eliseo García Merlo y el fotógrafo Desiderio Mondelo, en el que recuperan la verdadera dignidad de los burros, pese a la mala fama de estos últimos que aún permanece en el imaginario colectivo.
«Hermano asno» precisamente lo que hace es recoger la historia del burro desde los orígenes hasta su importancia en diferentes ámbitos de la literatura, el arte, la religión, las fiestas populares o la cultura rural. Un insólito viaje que incluye, como ambos autores indican en el respectivo dossier de la obra, entre otros:
«Un recorrido a través de la Historia, de Mesopotamia a hoy, revisando la relación entre asnos, humanos, civilización, jerarquía, castración, maltrato y sumisión. Como protagonistas estelares, figuras como Alejandro Magno, Cleopatra, Adolf Eichmann, Pedro Cabrón y Francisco Franco.
Un repaso a la Literatura desde la primera obra escrita, el Poema de Gilgamesh, a los desgarrados versos del colombiano Raúl Gómez Jattin, el Putas, pasando por el primer éxito editorial de la Humanidad: un libro de chistes. Como ejes centrales, Shakespeare, Platero, Unamuno, Larra, Quevedo, Apuleyo y el Quijote, una obra imposible de entender, si no es como metáfora asnal. Una panorámica del Arte, desde las pinturas murales de las tumbas egipcias, con la primera representación del maltrato al asno, hasta la sublimación del burro en la obra de Goya, sin olvidar a Velázquez, Giotto, Forges, Gila y El Roto.»
Un burro que además se introduce en los sorprendentes caminos de la religión, la ciencia o las matemáticas, hasta recobrar el paisaje que tanto Gloria Fuertes como Juan Ramón Jiménez quisieron transmitir sin ir más lejos, a los adultos de hoy y que ayer fueron niños con los ojos tan despiertos como un festival de cine. Por suerte, en la literatura hay burro para rato.