Aitor nos vuelve a colocar de nuevo en aquella dirección de temas y lecturas febriles surgida de esa dupla genial que fueron y son Jorge Luis Borges y Bioy Casares. Una invitación a actualizar el asombro.
Un tal Bustos Domecq
Aitor Arjol
No hace mucho llegaba a mis manos un bellísimo ejemplar, procedente de una librería de segunda mano de la que soy fiel asiduo desde hace unos cuantos años. El libro como tal, venía de Cuba y había sido vuelto a encuadernar para gloria y bendición de quienes amamos las viejas ediciones.
El título de la obra ya resultaba prometedor en sí: «Nuevos cuentos de Bustos Domeq», escrito al alimón, es decir, conjuntamente por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Quién iba a imaginar que estas dos bestias literarias escribirían en común más allá de la estrecha amistad que los unía, como si fueran dos lidiadores cada uno en el extremo de un capote.
Para mayor enjundia, la obra venía catalogada como el número 3214 de una edición publicada el 27 de junio de 1077 en los talleres de una recóndita calle de Buenos Aires, a través de Ediciones Librería la Ciudad y con unas delicadas ilustraciones de Enrique Fernández Chelo.
¿Quién sería el tal Bustos Domecq? ¿Un personaje creado a todas luces y seriedad por la inefable pareja de Borges y Casares? ¿Tal vez un gaucho urbano? ¿O un jugador de ajedrez y hablante en lunfardo durante las pausas del juego?
Pues consciente de que no hay mayor ignorancia que lo que no se sabe, y tal vez por el afán de terminar de devorar las obras de uno y otro, lo abrí con la inercia propia de un caballo al galope y leí de cabo a rabo. De una sentada. En un par de horas a lo sumo. Con una sonrisa a dentelladas y la expresión final de sentirme satisfecho por la heterogeneidad de los nueve relatos que contenía el libro.
Todos ellos dispares y de temática aparentemente aislada, pero con varios puntos en común: hilaridad; actitud esperpéntica del narrador; situaciones que caminan entre la comicidad y el regusto a rancho de campo; y, personajes salidos de cualquier biombo surrealista. También era patente el amplio registro y abundantísimo uso de localismos entretejidos en cada relato, lo cual encajaba con la voraz erudición de Borges y la pericia de Bioy Casares.
Los cuentos son precisamente nueve. Nueve cuentos y nueve sátiras a beneficio perpetuo del autor. A cual más extraño y goyesco. A ratos lleva a la acidez y perplejidad de Leopoldo Marechal en su Adán Buenosayres. Otros a la sagrada convicción con la que se expresaban Camilo José Cela o Francisco Umbral.
Quizás el más simbólico de los cuentos y que otorga peso al conjunto según la crítica, sea «La Fiesta del monstruo», donde el narrador desliza a lo largo del relato los acontecimientos que se suceden durante el transcurso de una marcha hasta mismísimos balcones de la Casa Rosada, desde donde el «monstruo» precisamente ofrecerá un discurso con motivo del día del Trabajador.
Pero además hay otros que sueñan la duermevela de la curiosidad, a la espera de que el lector le atribuya el valor realmente merecido, más allá de los cánones impuestos por académicos tortuosos y aburridos. Es el caso de la breve narración que cierra el libro, «El enemigo número 1 de la censura», donde es el propio Bustos Domecq quien se descubre como narrador en primera persona, escribiendo en una desvencijada Remington el prólogo a una Antología editada por el famosísimo Ernesto Gomensoro, y a la que ha sido invitado a participar tras un encuentro en la quinta de este último.
Sin embargo, como hijo de padre aragonés me sorprendió enormemente el cuento «Deslindando responsabilidades», donde se narran las peripecias de Maese Pedro Zúñiga el «Molinero», poeta baturro que en los aledaños zaragozanos entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, se le discute la autoría de algunas creaciones en verso, para mayor escándalo en las gacetas aragonesas de la época. Entre tales desventuras, no solo se desmadeja la atribución al poeta de «sabrosos romances de recio sabor popular Quesillos y requesones, De conejo el escabeche y Gran señora es la toronja«, sino que abunda en la enumeración de otras chanzas, como cuando amén de otros detalles biográficos, en plena invasión napoleónica el conde de Labata ofrece su hospitalidad a un general francés y el «Molinero» aparece allá besando la mano del «gabacho» en señal de respeto, al mismo tiempo que le canta una jota.
Por ello me sentí como quien hubiera descubierto la isla del tesoro de Stevenson en las alas de un búfalo: aquel cuento localizado plenamente en tierras de Aragón, sin que los pasos de los escritores bonaerenses hubieran llegado siguiera hasta la ribera del Ebro. Semejante atisbo o guiño humorístico también enlaza con lo que en su momento señaló el escritor y profesor Javier Barreiro Bordonaba al respecto: «nos hablan del extenso conocimiento que de la toponimia local y de ciertas de las particularidades aragonesas poseen los autores. El que éstas hayan trascendido la zarzuela, el sainete y la literatura costumbrista para llegar a la ciudad del Plata, puede ser motivo de reflexión pero también de orgullo. Aunque pocos aragoneses lo sepan, don Jorge Luis, además de Alejandría, China, Islandia, Persia, la India y otros ámbitos más o menos legendarios, también se ha ocupado de nosotros».
¿Pero de dónde venía Bustos Domecq realmente? Pues no era la primera vez que un escritor oculto invadía las mentes de Borges y Bioy, ni ellos los únicos que hacían uso de los heterónimos para deslizarse por otras metáforas y pensamientos más audaces. H. Bustos Domecq se sumaba a otros dos lúcidos inventos, los de Gervasio Montenegro y Benito Suárez Lynch.
Un heterónimo es el nombre falso que un autor emplea para expresarse con una personalidad fingida o completamente diferente, yendo más allá del simple pseudónimo que simplemente consiste en firmar la autoría de las obras con otro nombre, sin llegar a crear una personalidad literaria en el último de los casos. En el ámbito literario la presencia de unos y otros ha sido una constante, como si de un conciliábulo de brujas a medianoche se tratara, quizás para lavarse las manos en caso de exigir a los autores responsabilidad moral o penal por sus atrevimientos estéticos, o simplemente para atribuirse una docena de galones como premio a su supuesta audacia.
Cuando nos referimos a heterónimos uno de los primeros que sobrevuela en canas, calvicies y pelambreras metaleras es el de Fernando Pessoa, el gran poeta y escritor de las letras portuguesas. El maestro de la soledad y del desasosiego fue un verdadero maestro en eso de crear personalidades fingidas, incluso con vida propia y al margen de su grandísimo creador. Entre los heterónimos de Pessoa llegaron a contabilizarse hasta 70 desdoblamientos de diferente relevancia e implicación, si bien los más conocidos son los de Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares o Antonio Mora.
De Álvaro de Campos se cuenta que el escritor portugués quiso recrear la figura de su gran amigo y poeta Mario de Sá-Carneiro, quien se suicidó a una temprana edad en París, aunque a este heterónimo lo describiera como un hombre alto, elegante, cosmopolita, seguidor del futurismo y aficionado al opio. En el otro extremo, Alberto Caeiro había nacido en Lisboa, casi toda su vida transcurrió en el campo y es era el más poeta y filósofo de todos los heterónimos creados, hasta su también supuesta muerte producto de la tuberculosis. Nada que ver con el excéntrico Ricardo Rais, amante de los grandes clásicos, monárquico hasta la médula y hasta sobreviviente a la muerte de su creador en una de las novelas escritas por José Saramago.
Otro de los mayores aficionados a los heterónimos fue Antonio Machado, quien creó a Juan de Mairena y Abel Martín, de profesión profesor de gimnasia y maestro respectivamente. A través de ellos, el poeta sevillano siguió dando continuidad a la célebre metafísica y ámbitos temáticos ya presentes en su poesía anterior.
Más allá de los nombrados la lista de artífices se pierde hasta la última sombra del desván, pero por si acaso conviene recordar los ideados por Boris Vian: Vernon Sullivan, Navis Orbi, Varon Visi, Bison Ravi… O también José Bastida, el protagonista de la novela «La saga/fuga de JB» escria por Gonzalo Torrente Ballester.
Pero volviendo a la publicación de los «Nuevos cuentos de Bustos Domeq» en 1977, el escritor oculto tras las personalidades de Borges y Bioy Casares, llevaba más de cuarenta años manifestándose entre página y página. En las informaciones periodísticas de aquella época, el diario El País ya informaba de aquella publicación gracias al apoyo de una librería cercana al domicilio de Jorge Luis Borges: «Este misterioso Honorio, que es el nombre que la hache insinúa, lleva dos apellidos supuestamente ilustres: Bustos, como un caudillo -argentino de la provincia de Córdoba, y Domecq, un bisabuelo de origen francés; firmó varios textos que el lector recordará, como Seis problemas para don Isidro Parodi y sus célebres Crónicas, que al fin desvelaron la personalidad doble de sus autores reales. Ahora, tras diez años de silencio, se reúnen en un nuevo libro los nueve últimos cuentos escritos por Borges y Bioy para su personaje, (…) gracias a una cuidada edición de los libreros de La Ciudad -una pequeña librería vecina al domicilio de Borges, en la que el escritor mantiene muchas tardes una tertulia informal- e ilustrada por Fernández Chelo con grabados muy apropiados al tono argentino hasta la caricatura.
Tres argentinos como perdigones: dos reales y uno ficticios. Pero con las mismas manías, acidez y tendencias humorísticas. Asimismo sabios conocedores de cualquier situación local que se les pusiera sobre la mesa, con la misma facilidad que una partida de naipes. Borges y Bioy Casares, a quienes la vida había unido cuando la Martona –empresa de lácteos- les encargó que se refirieran por escrito a las excelencias del yogur. Y el hidalgo Bustos Domecq. La curiosidad por los heterónimos está servida.