A LAS BRUJAS NO SE LAS LLEVA EL DIABLO
Aitor Arjol
La madrugada tiembla en los postigos de la ventana. El cierzo golpea sin mayor delicadeza el semblante solitario de un hombre dormido, ajeno a toda circunstancia. Viento negro. Viento sin agujero y como él, todos los vecinos del pueblo sobrevienen a la aureola del sueño.
Un gato negro asoma su cabeza por el alfeizar y observa al hombre, en su sopor profundo. La ventana está cerrada pero el vaho de la respiración gatuna atrapa brevemente una vaga silueta en los cristales. Las pupilas gatunas se cercioran de que no hay amenaza de despertares, ni de aquel espontaneo ni del resto de pusilánimes. Pega un brinco a pie de calle y de una carrera desaparece en dirección al castillo. Después le sigue un silencio aparente. Cinco minutos. Tal vez diez. O quince. Una sombra diminuta pega un brinco. Luego otra. Así hasta media docena o más de formas en la penumbra, a saltos regulares y en la misma dirección que el gato. Sapos verdosos y arrugados. Además de otro gato grisáceo. Y escobas en lontananza sobrevolando a escasa altura los cielos apresurados. Escobas ralas que no más consisten en un palo abrazado en torno a una mata de esparto seco, sobre las que cabalgan siluetas sinuosas y de grácil versatilidad por los aires.
Todas las apariciones convergen hacia el viejo castillo, en cuyo antiguo y descarnado patio de armas la noche se ha detenido sospechosamente. Algunos recodos están iluminados por un fuego fatuo y penetrante. Los primeros aullidos de la convocatoria se escuchan a lo lejos, a medias entre las bocanadas frías y el raso indómito de las estrellas. Poco a poco se van congregando. Sapos, gatos, escobas, presencias, pezuñas del espanto y desdentados por cuyo hueco maxilar brilla un oro diabólico. Allá arriban. A un emponzoñado festín. A resolver las cuitas. A devolver a las almas su verdadera esencia. A invocar al rey de la noche, que espera sentado sobre un armazón de madera a modo de trono y ataviado con ricos haberes y la respectiva cornamenta.
El rey o gran macho cabrío definitivamente comanda la legión de brujas y espíritus, llegados de todas partes y variadas formas hasta el conciliábulo, sobre cuyos pies una colina disfrazada de castillo esconde el siniestro encuentro, que se repite entre luna y luna, desde hace tantos lustros que ni la memoria de los lugareños atiende a buscar un origen determinado. Por eso y demás de lo descrito, sus habitantes duermen como producto de algún encantamiento, que no es otro que el sopor inducido por las brujas para que no adviertan atisbo de lo celebrado, ni durante el desconcierto nocturno ni al día siguiente del que no recordarán pesar alguno.
Lo mismo sucederá con cualquier avispado lector que cabalgue por estas líneas, pues en el fondo no advertirá de semejante atmósfera salvo lo imaginado en párrafos anteriores. Una atmósfera tétrica sin lugar a dudas, presumiblemente creíble, que impregna a cañonazos el semblante actual de Trasmoz, un pueblo perteneciente a la provincia aragonesa de Zaragoza, y que presume de ser uno de los términos más misteriosos y famosos de la península en materia brujeril.
La silueta de Trasmoz es inconfundible a pie de carretera, desde un desvío que en dirección a las estribaciones de la sierra del Moncayo, se abre hacia la derecha. Almendros desnudos en las postrimerías del invierno. Algunos rastros de vides esqueléticas o fardos de sarmientos dispersos. Acequias con el manto seco y un horizonte salpicado de secano y matorral. Tales apuntes convergen hacia el pueblo adocenado en la ladera, como vigilante del castillo que se levanta en la cima de un escarpe. Al fondo, la silueta perenne de una mole cubierta de un manto de nieve durante buena los meses de invierno y primavera. Moncayo, «Mons Caius» para los romanos o monte cano en su etimología latina, montaña con claras reminiscencias sagradas que se remontan a tiempos ignotos.
Actualmente Trasmoz cuenta con una población exigua en cantidad, como azotada por los aires deshabitados y desolados que caracterizan los páramos al otro lado de la sierra, pertenecientes a la provincia de Soria y donde el desamparo es mucho más notable y manifiesto. Esa sensación solitaria y anodina acompaña a su leyenda de pueblo maldito, donde a cada paso pareciera que una bruja saltara al encuentro de sus visitantes, sin mayor arraigo que el lucero de las viejas historias arrastradas por el crepúsculo.
Uno lo advierte cuando pasea por sus calles, frecuentemente de subida y en dos direcciones posibles: hacia el castillo o en pro del cementerio, que aún guarda unas misteriosas cruces en el extremo de sus muros a través de las cuáles uno adivina el perfil del viejo castillo. Visión esta última que bien pudo contemplar el propio Gustavo Adolfo Bécquer con sus propios ojos. ¿Saben por qué? El autor de las rimas, leyendas y sinsabores de la melancolía vivió una larga temporada no muy lejos del pueblo.
Bécquer acostumbraba a emprender una larga caminata monte a través, desde el monasterio de Veruela -donde se hospedaba junto a su hermano Valeriano- hasta las estribaciones de Trasmoz. Quizás no más de una hora y media de camino a buen paso, en cuya equidistancia resuenan los ecos del antiguo asentamiento celtíbero de La Oruña, del que aún se conservan ciertos amasijos de piedras y surcos de muros.
De aquellos paseos y otros tantos, el poeta del Romanticismo por excelencia dejó por escrito notorios apuntes acerca de la historia, leyendas, gente, imprevistos, moros encantados, gnomos singulares, apariciones y descendencias. De todo ello se nutrió para dar rienda suelta a su imaginación en las «Cartas desde mi celda», incluyendo los dos principales misterios de Trasmoz: la construcción de su castillo en una sola noche por obra del diablo o quién sabe qué; y, la eterna saga de brujas que ululó en el pueblo.
Muchas crónicas contemporáneas se refieren a la historia de Trasmoz con tintes espectaculares y del más regio malditismo, pues aluden a los albores del siglo XIII cuando la población fue literalmente excomulgada, más a cuenta de su práctica independencia del vecino monasterio que a causa de las brujas que volaban en escoba hacia el castillo para celebrar entre sus muros toda suerte de aquelarres y ansias paganas. Concretamente en el año 1255, por obra y gracia del Andrés de Tudela –abad del monasterio de Veruela-.
La fatídica excomulgación fue ratificada en abril de 1511 por otro abad del mismo recinto eclesiástico, a raíz de un conflicto porque los monjes habían desviado un curso de agua con la añadidura de privarles a Trasmoz de la misma. Cuando las Cortes de Aragón intervinieron en el asunto, dieron la razón al pueblo y no al abad del monasterio, Pedro Manuel Ximénez de Embún. A este último no se le ocurrió otra idea que maldecir al pueblo con un salmo de la Biblia usado comúnmente para eso mismo.
Tanto la excomunión como la maldición posterior permanecen vigentes y ningún Papa se ha aventurado a desmontar el trámite que los abades propinaron al pueblo, además de las leyendas en torno a las brujas y sus secuaces. Un verdadero filón para el turismo que actualmente marca la discreta monotonía de Trasmoz, donde además de un museo dedicado ex profeso, anualmente también se celebra la Feria de Brujería y Magia para hacer honor a las leyendas respectivas.
Con o sin brujerías, lo mejor es volver a la senda de Bécquer y otras fuentes fidedignas para comprender la esencia de la población aragonesa más allá de chascarrillos, tendencias y turistas de paso. Es precisamente el libro «Moncayo: el laberinto mágico» escrito por Alberto Serrano Dolader, uno de los senderos propicios para ello, junto a la relectura de las cartas que escribiera Gustavo Adolfo Bécquer en torno a la misma historia.
Abrir tales o cuales páginas supone calibrar la historia con otro tipo de memoria donde imaginación y leyenda acuden al unísono. Así le atribuyen al castillo su construcción por un nigromante y en una sola noche. Tiempos «de los moros» que poblaban estas tierras, de donde un día apareció súbitamente un viejo de «túnica raída y remendada y tocado con un turbante sucio y hecho jirones» y al cruzarse con un noble musulmán ambos aceptaron el pacto de que el primero construyera un inexpugnable castillo «que pondría a su disposición, y en recompensa el monarca le otorgaría la alcaldía en perpetuidad». De aquellas lides y salmos erigidos por el peregrino mágico surgiría la fortaleza de Trasmoz, descrita con esmero por el propio Bécquer en una de sus cartas.
Al mismo tiempo, el poeta sevillano dejó otra atractiva relación de hechos en los que se entremezclan ficción y pasado verídico de la comarca. Brujas que «empezaron a darse cita en el castillo justo al concluirse la edificación de la fortaleza y llegaban desde distantes lugares para participar en sus conciliábulos», para hacer buenos estos mismos versos del siglo XIX:
«De las brujas de Trasmoz,
que de una a otras se heredan,
y así sostienen su fama;
no habléis mal, porque se vengan».
De aquellos vientos surgieron los aires. Es decir, al pueblo perteneció una saga de brujas que se reprodujo generacionalmente. Así rezan las buenas y malas lenguas, pues de una tal Dorotea debió arrancar la genealogía diablesca. El propio Bécquer lo atestigua narrando los hechos que dieron lugar a los negros artificios. Se conoce que en Trasmoz sus habitantes le debían cariño y respeto a Mosén Gil el Limosnero, cura del pueblo con cuyas plegarias y agua bendita alejó a las brujas y demonios del lugar. Pero estos últimos, a sabiendas más listos que el hambre, persuadieron a la sobrina que vivía con él, la simpar Dorotea, a fin de cambiar el agua bendita por otro trance de líquido que garantizó el regreso de una fauna de gatos de colores y sapillos donde iban envueltas las brujas. Desde aquella Dorotea debieron sucederse unas y otras, hasta llegar a la vieja Casca a la que despeñaron por las quebradas cercanas a causa de su condición de bruja.