Robinson Quintero Ossa redacta una carta al autor nacido en Zipaquirá, Colombia y asentado en Morelia, donde ha fundado su propia cuna en Zipaquirácuaro. Robinson interroga y dialoga con el autor de esta novela, ambientada en la ex URSS y una carcel colombiana.
TARJETA PARA JORGE BUSTAMANTE GARCÍA
Sobre Las calles de las ciudades ajenas
Robinson Quintero Ossa
Leí el libro de memorias de Nadezhda Mandelstam , la esposa del poeta Osip, Contra toda esperanza que, según tus palabras, «tumbó al dictador» ante la posteridad y la humanidad. Puse ojo en esas páginas memoriosas que con su título, Contra toda esperanza, parece decirnos al mismo tiempo que contra toda esperanza está la esperanza. Y mira que, casualmente, a la par con la lectura del volumen de Nadezhda, con su relato de la persecución, encarcelamiento y destierro de su esposo, me enteré también de ese otro grabado memorioso de tu libro Las calles de las ciudades ajenas, encontrando en ambos textos algunas similitudes en ciertos acontecimientos, pese a que unos tienen lugar en Rusia y otros en nuestra Colombia (no muy disímiles en los calendarios), hasta el punto de que si trastoco los títulos (si llamo a tu obra Contra toda esperanza y a la de la viuda rusa Las calles de las ciudades ajenas), los dos no desdecirían de sus tensos y sombríos contenidos. Es más, sumaría que los sucesos de los dos relatos son tan afines que pareciera que estos pertenecen a una sola y única trama en la que solo cambian fechas, personajes, paisajes, pues por igual son similares sus atmósferas y ciertas impresiones como el miedo y la paranoia, el delirio y la asechanza, el aislamiento y la desilusión: el tiempo de los asesinos.
Me he disipado en las páginas de tu libro, he ido al ritmo de su aliento, aupado por su escritura ágil, por su trama y la tracción de sus hechos. Siempre escuché en las páginas de tu narración la voz de un muchacho, asombrado, hilvanando sus memorias sin fingimientos, despierto de reflexiones y con un limpio deseo de claridad. Un muchacho dispuesto a la errancia (parece que el viaje es el viaje de tu vida, como corresponde a un poeta que es también geólogo), curioso, insumiso, que sabe por igual que otras formas del viaje son errar por los intrincados caminos de la memoria y por los dudosos de la historia y, en la devoción de leer y escribir el mundo, por las planas e imaginarios de libros y más libros.
Pero hay un pasaje de tu pieza literaria que, me parece, explica su esencia filosófica, a la vez que explica la de la obra de Nadezhda Mandelstam . Dice Eddy en su diario, meditando sobre el sentido del viaje: «Hay dos cosas en la vida que debemos aceptar con plenitud: marchar por el mundo aun cuando nos cuente partir, y no mirar atrás cuando hemos recorrido algún camino». Sin embargo, Jorge, Eddy García –el personaje alrededor del cual discurren los hechos de tu novela, los que copia morosamente en un cuaderno mientras pasa su detención como prisionero político– narra en contrasentido de ese predicamento. Contraviniendo su mandamiento, vuelve a mirar atrás. Y me pregunto (como de seguro otros lectores se preguntan, después de leer tus páginas): ¿por qué nos obstinamos en mirar atrás?, ¿por qué no aceptamos la sentencia del poeta que dice que el «atrás está lleno, sin nada» (Eduardo Cote Lamus) y que hay que seguir adelante? Me digo, tal vez porque, para nuestro consuelo y lucidez, revisitar es una forma de traer a la memoria aquello que empieza a tornarse invisible, la posibilidad de desandar los rastros silenciosos de una historia, esclareciendo una memoria que es inestable, que esconde y que niega. Pienso esto. Tal vez estés de acuerdo.
¿Cómo pedir a Nadezhda Mandelstam y a Eddy que no pusieran vista en reversa? Para ellos fue el tiempo de la barbarie. Y en tiempos de barbarie –sea que está se dé en la esteparia Rusia o en la tórrida Colombia–, para quien acusa sus adversidades, los infortunios parecen concurrir en escenas escabrosamente semejantes: la asechanza, el aislamiento y la tortura, la impunidad. Eddy escribe:
Unos pasos que se acercaban y un bramido ronco y fuerte me sacaron de mi ensimismamiento. «¿Cuál es su nombre, de dónde lo trajeron, quiénes son estas personas que trae en su agenda, el Pirata que todo lo entendía al revés, Miguel Triestes, el Santos, Nicolás Azul, Alec el pintor, Miguel el Chileno, Marika Kikas, Galushka Galuvka: todos tienen nombres sospechosos…».
Lee ahora el relato de Nadezhda sobre la brega de Osip con los interrogatorios, y verás que asiste a ambas escenas el hostigamiento y el abuso:
Mandelstam oía groseras voces masculinas que lo amenazaban, que analizaban su crimen y enumeraban toda suerte de castigos… oía terribles insultos, se le reprochaba ser la causa de la perdición de tanta gente por haberles leído su poema [contra Stalin]. Las voces enumeraban los nombres de esas personas como reos de un próximo proceso y clamaban a la conciencia de quien fue culpable de su perdición.
También el delirio y el desorden, la psicosis de quien sufre el acoso, se manifiestan para Osip y para Eddy. Este deja escrito:
Por momentos me levantaba, camina alrededor del cuartucho [caballeriza] imaginando mil cosas, recordando, me angustiaba, no sabía qué podría esperarme, de seguro mis familiares ya me buscaban…
Nadezhda, en el siguiente aparte, nos da una visión incluso más sombría e irónica de la tortura moral contra el autor de los Cuadernos de Vorónezh:
Mandelstam siguió esperando el fusilamiento, pero ya no pretendía salvarse por la huida. Pensaba que sus asesinos vendrían a una hora determinada y los esperaba temeroso e inquieto. En la sala que ocupábamos había un gran reloj de pared. Mandelstam confesó que esperaba ser ejecutado a las seis de la tarde y la encargada de la ropa me aconsejó que, sin ser vista, adelantara las agujas del reloj. Así lo hicimos y no sufrió la crisis de excitación al acercarse la hora fatal. «Mira», le dijo yo, «tú decías que a las seis, y ya son la siete y cuarto». Los paroxismos relacionados con la hora no volvieron a repetirse.
Es difícil no mirar atrás. Para el caso nuestro, como colombianos que vivimos las alarmantes épocas de los estatutos de seguridad, estados de sitio y otras presiones y represiones, los contrasentidos de las ideologías extremas, los jaleos de las conveniencias, el despojo y el desplazamiento, la corrupción y la intimidación (¡Mierda, que sobrevivimos de milagro! –¡Mierda!, injuriaría también Osip Mandelstam viendo la arbitrariedad en su Rusia querida–), la guerra por décadas, ¡tantas décadas!, incluso hasta las décadas de nuestros días de nuevo milenio («¡Arriba el miedo, abajo también!», denuncian los grafitis por todos los muros de la patria), las tintas de tu libro graban una historia colectiva, de tal modo que el personaje de Eddy fuera solo un nombre falso para esconder el verdadero, el nombre de pila de incontables, y no solo el del escritor. Es difícil no mirar atrás. «Poco sabemos / poco recordamos // Todo fue contienda», dejó escrito el poeta (Gustavo Adolfo Garcés).
La historia de nuestra violencia –o mejor dicho, de nuestros miedos–, la describe Eddy con infalible trazo (como en un pasaje de Pedro Páramo) en un fragmento realmente fantasmal y conmovedor:
Percibía a muchos otros detenidos sentados en las cercanías, mujeres y hombres de todas las condiciones, todos vendados, quizás aferrándose como yo a los recuerdos más íntimos y largos. Uno podría figurarse ese prado como un lugar de donde emanaban miles y miles de imágenes que se desprendían de sus dueños y comenzaban a deambular por el campo, de manera autónoma, se tropezaban unas con otras, se hablaban, discutían, saltarines iban y venían sin destino y sin rumbo y luego regresaban y se metían en la cabeza de sus dueños….
Por fortuna, Jorge, contra toda desesperanza está el parabién de la literatura, que no hace vacío el dolor, el mal vivir. Pienso que tu libro suma esta revelación: en la desmemoria es necesaria una escritura y la restitución que da la escritura: la lucidez. Esto ya ha sido muchas veces revelado, pero en el arte priman las singularidades sobre las generalidades, y en el caso de cada escritor la forja de esa claridad es diferente. Eddy, sobre su devoción por juntar palabras mientras para días de temor y zozobra entre calabozos e interrogatorios, manuscribe en su cuaderno líneas que bien pudieron ser inscritas por el poeta Mandelstam, por la misma Nadezhda, por su amiga siempre solidaria, Anna Ajmátova, por el marido de esta y también poeta Gumiliev: «Supongo que escribir es una manera de volcar el mundo interior, eso inenarrable que cada quien lleva dentro y que lo acompaña como una sombra a lo largo de la vida». Más adelante, Eddy suma: «Sentía que al escribir leía, desenredaba la realidad que parecía tocar mi pasado, pero también mi presente y mi probable futuro. Me había convertido en un juntapalabras para darle sentido a ese aparente caos que había sido hasta entonces mi vida». Luego Eddy concluye: «Todo lo que escribe una persona va, quizás, en pos de una iluminación». Esa iluminación que busca Eddy por su lado, y que buscaron Osip y Nadezhda por el suyo, para que, pienso yo, en el presente y el porvenir concurran, como lo pide la poesía, la belleza y la justicia.
No sobra pasarte elogio, Jorge, por ciertos pasajes de Las calles de las ciudades ajenas que llamaron bastante mi atención, por su perspicacia, por el acierto de sus alegorías, como cuando ligas correspondencias entre la geología y la lectura:
¡Ah, la geología! La geología permite leer de otra manera lo que no habíamos tocado todavía […] Imaginar lo que ocurrió a través del tiempo geológico es asistir a todo un acto de lectura y de ficción […] [La geología es] una novela donde no se tiene una sola historia, sino todas las historias posibles, cada una con su propio espectro de posibilidades. Ese afloramiento contiene todas las aristas de la construcción del mundo y como ante un relato infinito, es un privilegio estar ahí parado, leyéndolo.
Y más adelante, entre la geología y la traducción, aproximando un hermoso arte poética sobre esta última:
Leer un afloramiento así es traducirlo. Si algo falla de repente en nuestra lectura del afloramiento […] si uno omite, por ejemplo, la presencia de ciertos minerales, si no los detecta, si no capta ciertas alteraciones y deformaciones, el modelo puede cambiar vertiginosamente. Lo mismo puede ocurrir con la traducción de poesía. Si no percibes ciertas maneras de decir, ciertos sonidos recónditos de los sonidos, ciertas resonancias de los vocablos ambiguos, la traducción se enfilará hacia otros rumbos.
Alguna vez dejé escrito que a los buenos escritores no se les felicita sino que se les admira. Va, pues, mi admiración por tu novela, por la esperanza que muestra contra toda esperanza. Recibe, después de esta larga tarjeta, mi abrazo.
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Remirando párrafos de tu novela hallé estos versos del querido por los dos, Sergéi Esenin: «En este bosque de abedules, me hice aprendiz de poeta». Leyendo esta línea, recordé otra, también de Esenin y de igual belleza: «¡Salud, silencio dorado, / con sombra de abedul!». Dime, Jorge, tú que conoces la distante Rusia: el abedul, ¿es tan hermoso como la palabra que lo nombra?
Robinson