Estos poemas son una reflexión sobre lo corporal y lo temporal de la poesía. Sobre la obra de este autor ecuatoriano, de su libro “Nómada”, nos habla la poeta María Aveiga.
María Aveiga
Nómada de Julio Pazos
Acaso la vida, ese intenso viaje, nos muestra sus rutas cuando nos sabemos seres en el tiempo y logramos entrever sus dimensiones, planos, atajos, caminos sin salida y retornos. Nómada, el libro de poesía de Julio Pazos (El Ángel ed, 2018), compuesto por cinco poemas, uno de los cuales titula el libro y vertebra a los otros, es la constancia de esa conciencia sobre el tiempo.
La palabra trashumante de Pazos transitará por tres rutas o dimensiones conectadas: el cuerpo, el tiempo y la escritura. Este impulso nómada, como las poblaciones errantes, saldrá a cazar y recolectar momentos del pasado personal y colectivo, etapas de la vida humana en instantáneas fragmentadas e intensas, ciudades, geografías, obras artísticas y arquitectónicas, sabores y olores, carne fresca de animales y alimentos convertidos en el enlace entre materia y lenguaje.
El cuerpo está en su posibilidad de ser, entre la maravilla y el gemido, a través de una materialidad que se desintegra. El cuerpo es el que descubre las superficies del mundo, un beso lo hace nos convierte en otro. El cuerpo nómada cruza miasmas y desiertos. Intuye la espera del asesino antes de la sentencia. Está con quienes se marchan de su lugar de origen y con cada ser humano que nace. Pese a que el poeta utiliza la división alma cuerpo, este último se impondrá con su universo de sensaciones, represiones y ruina.
El tiempo es olvido, memoria y voluntad a la vez. Lo ha cazado en instantes y con su propio cuerpo. Nos dice marcho con esos muertos que no tardarán en morir conmigo. El pasado son animales quietos al borde del río de las visiones, visiones que se suceden sueltas y residuales pero que le permiten vivir el siguiente día como si fuese el primero. Y en este tiempo están los hechos históricos y las voces de la niñez que modelarán una identidad de sustrato. El presente, afirma, es un enigma, un derrame sensorial.
La conexión con el pasado la hace con la posibilidad de ser otros pudimos ser esclavos, escribas, sacerdotes, ceramistas de la primera arcilla, con aquellos que construyeron las obras que el poder reclama como suyas y que en algún momento también desaparecerán o serán olvidadas, como todo. La memoria nos devuelve la ilusión de continuidad, porque ante esto somos un número sometido a la penitencia de la realidad. Pero es esta conexión que le permite insistir en el delirio.
Y ese delirio es la escritura y su arbitrariedad, su incapacidad para la totalidad, para atrapar la belleza y el horror de lo real y lo subjetivo. Pese a ello vale la pena escribir y elegir objetos del gozo, desde las obras humanas hasta la sorpresa ante el agua. Afirma en la primera línea que escribimos está aquel desorden de dolor y belleza. En esta tercera dimensión -el lenguaje y la palabra escrita- es en donde la reflexión poética de Pazos constata el juego contradictorio y sin salida entre la voluntad de existir y el hecho de perece, o entre vivir o escribir. Siente que la poesía trae insospechados presentes, la posibilidad de ver, de no ser y la ilusoria idea de no morir. Nómada, por un momento anhela un territorio estable y duradero. Sin embargo no es posible, ya que el tiempo todo lo atraviesa y es la muerte que nos convierte en seres perecibles, en virutas en la braza, aunque en un instante haya anhelado el infinito.
Para escribir, afirma, debemos situarnos en la frontera de la conciencia, donde están los escombros. La palabra nómada se ve al borde del abismo del suicida, en los cuerpos descompuestos en el desierto, en los lugares de la miseria humana. ¿Qué se hace con el horror en el mundo, los hornos crematorios o las cámaras de la tortura?: devolver el aire que le dio lo bello. Y entonces –nos interpela– ¿para qué escribir? si la poesía es un pequeño ciervo herido y fracasa ante los gemidos de niños en mortaja de agua. La búsqueda contradictoria de sentido nos define, nos diría Pazos, es un cetáceo que asciende desde la profundidad atraído por la luz, consciente de no alcanzarla.
Julio Pazos
Nómada
El solitario
Juan Montalvo viaja por el sur de colombia sin un centavo.
En su cafetera pone agua y panela,
sus manos frías son más seguras.
Volver o callar. Partir; en parís el hambre no es menos
hambre que en barbacoas.
Juan Montalvo no gusta de las coristas,
no fuma ni bebe.
La ira le circula en las venas,
el insulto se le cuaja en la lengua,
pero a las diez de la mañana
busca los chaparros que se dejan en todo pueblo,
cruza sus manos sobre la frente y llora.
Café
En el tiesto los granos de café tiene sonido de pisadas.
Los granos se oscurecen y el pensamiento se agita;
cucharadas de azúcar los negrean y abrillantan.
El aroma es un caballo que trepa los tejados.
Todo está quieto, solo el perfume tiene manos,
esas manos que van caldeando el medio día.
Después de horas, el molino tiene su pascua
y un polvo fino,
como si fuera sangre de fósiles pretéritos,
se amontona en un plato sin tiempo.
Es paciencia,
paciencia honda.
Gota a gota irá levantando tus espinas,
irá rompiendo muertos,
irá, después, cuajando palabras,
las bellas palabras que se ahogan a este lado de la vida.
Rosa dulcete
Rosa está flotando en el humo.
Sus manos levantan tórtolas de harina.
Tiesto y candela rumoran.
Rosa tiene el cabello enraizado,
blusa piel de ángel
y alas rescoldadas.
Rosa pone tórtolas de harina en el tiesto
y las ordena en cordilleras.
El humo es su catedral.
El tiesto es su patria.
Como lleva la muerte escondida
madurando
no faltarán recuerdos para volver a la tierra,
solo habrá que guardar el humo,
sus alas,
el tiesto y la piel de ángel.
La roca
Estás recibiendo lluvia de luz.
Miras pies y manos, rocas grises.
Crecen otros jacintos a tu lado,
y dejándote pequeñas manchas
van las palomas a perderse en el cementerio de los campos.
Llueve y llueve luz sobre ti
y no piensas.
Si te quedaras en esta forma de roca,
los transeúntes
mirándote
creerían en verdad
que todos volvemos al paisaje original.
Mujer disfrutando del sol
Escapada la bañista de la muerte constante
se contempla las manos.
Terciopelinas y encajes de tiernos taraxacos
en el jardín del fondo
y allá el viento,
sobre los saúcos, con el polvo que
trae de las plazas.
La bañista no se aparta del sol,
cree en su calor,
piensa que ya nadie es generoso como el sol.
Tiene sus pies en el agua.
Fresca, opalina, ondulante agua que sale del
miocardio de la tierra.
Piensa la bañista que ya nadie es tan libre como el agua.
El sombrero de toquilla ampara su silencio
y los pájaros del mediodía se van a sus bosques secretos.
Sólo
en ese instante
la bañista descubre sus ojos de vida;
en ese instante
nadie podría privarla del amor.
Nuestros ojos la quieren,
nuestras manos buscan su distante perfume
mientras el agua oxida los soportes
y el viento empuja las nubes
a otras regiones de palmeras,
a otras regiones de anheladas libertades.
Una canción de Virginia López llega en cualquier momento
Es difícil precisar lo que ocurre cuando vuelve su canción.
Sabemos que no retorna porque sí.
Sabemos que tiene un calendario,
pero nunca una hora.
Seguramente está flotando en los aires superiores
debido a su nitidez,
a su naturaleza muy liviana.
Cuando en la terquedad de la noche
su canción golpea los cristales,
se desprenden
de los acantilados ocultos
aves y más aves fragmentarias.
Las cosas dan un paso atrás
y dejan que antiguas emociones
nos humedezcan las manos.
Es difícil saber qué ocurre cuando su canción se levanta
y comienza a vigilarnos
y se escurre entre los reclamos.
Arrebato
Es una sustancia de impaciencia
que alcanza a la boca y sale.
Suele ocurrir a la 1:30 de la tarde,
cuando voy por la acera
y el dolor sueña sus gritos.
Mientras espero la luz roja del semáforo
berbiquíes hacen agujeros en las paredes.
Me abro en imágenes
y soporto en la punta de la lengua las palabras.
Cruzo la calle y participo:
las túnicas de las muchachas
se deshacen en polvo de plata
y mi pequeño cuerpo salta el vallado de nubes.
Práctica antigua para verificar la muerte
En otro tiempo, delante del rostro, colocaban el espejo.
Ese objeto servía para comprobar la presencia del hálito.
Si se mantenía sin bruma, cielo del invierno de la Antártida,
los deudos callaban. Por señas daban a entender que el enfermo
resistiría una noche más.
El hálito empaña la cara fría del espejo
con una sollama similar a las gotas del arco iris que cuelga
en la ocre y rocosa extensión del desierto.
La nieta solterona envuelve el espejo con un pañuelo bordado a mano,
de esos que sirven lo mismo para empapar el sudor de azucena del ombligo
como para condenarlos a la asfixia por naftalina.
Poco antes del café con leche la enfermera aplica el espejo
a las ternillas del cadáver. Mientras dormían los encargados,
el último aire se fue sin ruido. Las señas dan a entender
que un ángel con alas de tisú guardó el aire en una ampolleta.
Evaluación
Viví en resquicios de páginas.
Estuve a dos pasos de repeticiones y escombros.
No leí en orden adecuado.
No me acostumbré al sueño nocturno ni a la vigilia.
No acumulé el claro entendimiento, preferí esa planicie tachonada de charcos residuales
-un pasatiempo para buscar respuestas.
(El individuo busca definirse. No logra configurar su misión. Sólo sabe que la belleza es esquiva).
Escalera
Se llega siempre a un lugar
con la cortísima historia de la propia existencia.
Una higuera, un árbol de granadas,
los altramuces que fueron azules en primavera
esperan junto al muro.
El sueño del viajero es un pozo
que guarda los días descontinuados en el olvido.
Difusos escalones terminan en el cielo
entre tabiques deslumbrantes.
Descienden emisarios ceñidos con cintillos de oro.
en el turquesa de sus ojos
triunfa la felicidad que desconocen los humanos.
Ascienden esos emisarios desde la incierta tierra de mi corazón,
en sus manos mis lágrimas se evaporan.
Se desvanece un himno
y se confunde con el viento
que ulula en ramajes de cedros distantes.
En la vigilia contemplo destellos dorados
y el dibujo de la flor de granada.