Ofrecemos una selección de poemas del libro “Tarde en recordar” del joven poeta mexicano Roberto Acuña.
Roberto Acuña
Tarde en recordar
A mis padres: Esperanza Gutiérrez y Javier Acuña
Tienes un mediodía
en tu cuerpo de grano de luz
girando infatigable;
y de ti las horas tienen miedo,
de tus afanes por deshacer la penumbra
y el polvo, por dejar en la orfandad
a la modorra de la tarde
y a los objetos que tiemblan
al presentir tus manos, ese brillo
con que te armas y quieres
disolver la sombra
como si fuera la suciedad
que nunca terminas de barrer,
que se carcome en el empeño
de ser el vestido de la porcelana,
el maquillaje de la vajilla
que ha deformado la pulcra
alegría del pasado, de tu propia
juventud que la rapidez del trapo
y del pinol preservan;
pero tú lo ignoras todo, pues nunca
te has detenido un sólo momento
a mirar la eternidad que has creado.
El viaje de Josep Pla
Un canario se ahogó en los cabellos de mi madre
el día que Josep Pla dejó su mirada
en el silencio de su maleta,
jamás se volvió a abrir.
En París la lluvia de Montmartre
amaneció en las manos de mi padre
nublando los dedos de Esperanza.
La tarde no llegó a abrasar la penumbra
blanca de los azulejos.
La hora era imprecisa.
Una risa de relámpagos anunciaba
el suicidio de un centenar de mariposas;
nadie las vio morir, pero en aquellas pupilas
anochecía en leve aleteo.
Un chillido de uñas chirriaba
en el cuchicheo de cristales
resquebrajados en las honduras
de mi madre. Mi padre,
de pronto era demasiado viejo
para sostener su espalda marítima;
y los bosques de su barba
fueron derrumbándose uno a uno
sobre los senos de Esperanza.
Ella odió al mundo
18 y su odio trituraba las manos de mi padre
cuando nací.
En casa nada se habló sobre Josep Pla.
Tu muerte ha sido mi refugio;
el dolor que me ha cegado
de mí mismo; que sigue, como perro,
buscando tu olor que nunca supe
separar de la tarde en que llegaste
y de la cual el exilio del tiempo
alejó agitando los remos
de tus huesos hasta astillar
el pleamar de tu luz en mi memoria,
zurcida de cicatrices desde entonces.
Constante ahogo de ti y de mí mismo;
azoro de no saber tenerme
fuera de tus manos y de tu rostro:
corona y cetro de oros enlutados;
entronados en mis ojos
que muertos llegan de tu muerte
hacia ésta otra:
refugio que te retiene al dolerme.
La vida, en el entierro de tu memoria,
exhumó sobre sus pellejos
el corrosivo ropaje de tu muerte.
Desde entonces el aire
agita los jirones de tu ausencia.
Los días tienen tu sombra
y ese paso incesante que me da la espalda
y que mira la casa
y la ternura y el amor y las lágrimas
que ya no existen.
Nada queda aquí que te recuerde
y por ello entras con tanta fuerza
a mi rostro como si fuera tuyo,
quebrando el cristal de mi reflejo
para unirlo pedazo a pedazo con tu sangre,
con tu perfil que no recuerdo
y está engarzado más que a mi niñez
a las fotos que ahora me niego a tomarme
o a los ojos de mi madre que me miran
con una patria distinta
al del exilio donde me he confinado
desde esa tarde que no puedo olvidar,
a pesar de estar hecha de olvido.
Tú debiste morir en lunes
Tú debiste morir en lunes,
porque un lunes
siempre será el mismo lunes,
un cero de veinticuatro horas;
un espejo mirándose en otro espejo;
un retorno que inicia y es siempre retorno.
Por eso tu muerte debió ser un lunes,
un comenzar siempre,
un volver a tu muerte y a tu ceniza,
un latido bajo el derrumbe de tu sangre,
hacia tu sonrisa última
en que tu fuerza aún levantaba el día en mis ojos
y la semana se despertaba contigo
e iniciaba siempre el lunes
con tus pasos lentos que iban aflorando el camino
donde jugaba con tu sombra
que dejabas conmigo, como todos los lunes,
antes de ir al trabajo.
Qué fama alcanzará un chofer de autobús
o un taxista, padre del hambre,
esposo de bemoles, dueño
de dos hijos de pueblo: sin dentadura
resistente para morder la vida,
sin ejemplaridad de rasgos ni de acciones.
¿Qué será de ti?
Sabes que no te perpetuarán estas palabras.
No tengo ni la fe ni el don
para que otros se vean en ti,
que seas el reflejo de la muerte,
del dolor, de la pérdida; ni lo quiero.
Eres mío, porque sólo en mí te ves.
Nadie guarda la puerta abierta de tus dientes
-ahora, todas se cierran y la alegría
nace cariada-,
ni nadie sabe el odio
que te tuve por tu brutal apetito
o el que les tengo a los niños
montados sobre los hombros de sus padres;
ni de la lágrima fácil que me despierta
el olor a hospital y el café de olla;
y el sueño repetido de tener por un instante
el puño cerrado, anegado con tu sangre
palpitante y enseguida el grito
de palma abierta, a vena dislocada, apretada,
bombeando los porqués, las ráfagas
negras de las hojas, del tiempo
silbando entre los cuervos de la despedida,
contundencia del luto, del ahora,
del nunca
apretándose a los gemidos, a las quijadas
y a los ojos de los animales
embrutecidos, heridos
por ese mazaso de tiempo;
mientras mi madre entierra sus dedos
entre mi cabello tratando de exhumarte,
de arrancarte de las vísceras de la muerte;
y entonces, la fuerza me abandona y la palma
herida de ti, revienta por ti,
dejándome seco, helado
al soltarte sobre un ataúd vacío.
¿Qué será de ti?
Tu legado, que es casi nada:
dos roedores blancos y enfermos,
malformados, no han seguido tus costumbres;
ni en sus actos ni en sus acciones
te llevan consigo. Te encumbran sí,
porque el amor es la única persistencia
que aún nos redime, vivos o muertos.
Resabio de la niñez,
de los juegos al toro,
de las monedas engarzadas al lodo
y que tú dejabas allí, sin darnos cuenta,
para saber que el precio de la alegría
relumbra en el esfuerzo de buscarla.
Pero hay pérdidas que siempre nos encuentran,
que no escrutamos, pero son más nuestras
que la sonrisa, porque ésta
llega como una falda recogida por el viento
o como el gorjeo súbito del azar,
de unos muslos que sacuden la vida
y la siembran para siempre a ella. Y la tristeza, al contrario,
la vamos atesorando cada tarde,
la hacemos crepúsculo
y la aguzamos en la carne, en los ojos,
en el aliento, en el árbol y en los alcoholes
de los sentidos y de pronto, en un instante
–así lo creemos– vemos la mutilación,
las piernas rotas, el corazón de madera hinchada,
podrida; los brazos, las palabras
cegados en tu retrato
que me sangra a determinada hora del día,
con una fanática constancia;
fiebre que en el fervor del sufrimiento
te busca y allí estás,
devolviéndome, miembro a miembro, tu cuerpo,
tu sombra que cada vez es más tenue
y tengo miedo que algún día ni el dolor
pueda arrancarte de tu ausencia.
¿Qué será de ti?
Hijo del hombre, de nadie,
de arcilla, de maíz fracasado,
ventura troceada;
estafado en tu plenitud,
arrancado en los maduros colores
de tu vida. Ya no hay tarde sin ti,
ya no hay tarde nunca,
ni tarde que no venga ahogada de tu presencia.
Tarde,
todo ha sido y es tarde;
tarde en recordar que arde
en la espera y en los para siempres.
Arde la tarde en polvo y en ceniza,
en aliento y raíces constreñidos;
arde tu final muy tarde.
Y tú, atardeciéndome hueso a hueso,
atardeciéndome de preguntas,
atardeciéndome los días y los futuros,
los cuerpos y los mares de la ciudad.
Tú mismo atardecido, ardiendo
esta espera a pie de muerte,
a pie de ti en mí, por ti, en ti,
sin mí, pensando: ¿Qué será de ti?
¿Qué será de ti?
Roberto Javier Acuña Gutiérrez (Ciudad de México). Es escritor, profesor universitario en la UNAM y maestro cervecero en Chupamirto Casa Cervecera. Recientemente publicó el poemario Tarde en recordar (2017), editado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ha obtenido algunos premios literarios y ha colaborado en distintos medios de difusión cultural como El periódico de poesía de la UNAM o la revista Ritmo.