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Penélope frente al reloj. Francisco Trejo

francisco-trejoLes presentamos una selección de poemas del libro Pénelope frente al reloj del poeta mexicano Francisco Trejo, galardonado en Ecuador con el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2019

 

 

 

Francisco Trejo
Penélope frente al reloj

 

Atavismos de la luz

Nací primero en las ideas de mi madre;
antes de ser cuerpo y llanto,
en su mente juvenil
fui un fósforo, una luciérnaga,
una pizca de sal
o quizá algo más grande: un nido
en el cedro encorvado
de su melancolía,
un cenzontle
en la elevada ilusión de su ramaje.
Después vinieron
otros instantes de la luz:
los menos claros, los «a medias».
Nací, por ejemplo, la vez que mi padre
se fue de casa
y venció, al salir, los vidrios
del cuarto a oscuras
que era yo
en el sueño del útero materno.
Alguna vez nací del sótano de madre,
y al emerger, con los dedos del sol
fui bautizado
para nacer de nuevo en tres sonidos:
«Francisco», como papá,
el ausente de mis ojos
y los de mi madre
—los más negros por fuera,
teñidos por el mundo,
y más azul cobáltico por dentro
desde donde pude contemplarlos
en el instante de ser
el agua oculta de sus lágrimas—.
Pero nací, sobre todo,
aunque me falten hoy pedazos,
cuando mi padre atravesó,
vuelto magma, la carne de mi madre;
porque es lumbre su cuerpo
—abrupta, incontenible—
y su recuerdo un ardor
que hace crepitar mi boca
al nombrarlo
desde mi remota condición
de leño quebradizo.

 

Discurso como agua para el trigo

Puedo ser lo más renegrido,
ser el agua primigenia que recorrió el mar,
los ríos hediondos y el desagüe,
la lluvia que inundó las grandes metrópolis
y los que ayer fueron escenarios de la guerra
—termópilas y troyas
que hicieron de los mitos un lugar
donde las pavesas de las cosas destruidas
se detienen a morir como estatuas de luciérnagas—.
De mí han bebido las aves, los reptiles y los ciervos,
se han bañado prostitutas y reyes sanguinarios.
Han bautizado conmigo a los sucios y a los hipócritas.
Se han lavado las manos Caín y los muertos de su estirpe.
Soy la cólera de los océanos.
Soy el agua que colma los mundos de sustancia.
Soy la huella de lodo, los oscuros de la calle, de la vida,
y el tufo de la noche.
Soy el agua que escurre de anegadas azoteas.
Soy la lluvia enferma de gris plomo
y de dureza impasible, más vidrio que granizo.
Pero en tu imagen, madre, en tu sol de anciano cielo,
soy la boca en su sueño de caudal,
el agua recobrada, el vapor de un hombre
que asciende limpio
al pronunciar tu nombre espiga,
tuteresidad agitada en el ambiente
y tu naturaleza de dar el amor
como trigo de panes venideros.

 

Manecillas para volver de los destierros

Escuché que mi madre trabajó en una fábrica de relojes
cuando estaba embarazada de mi vida.
La imagino sonriente, con la generosidad
en las líneas de su mano,
porque dicen que volvía esbelta de dolor
por la orilla de la calle,
enjoyada de juventud, con sorpresas
en su bolso
para los que corrían descalzos en la casa
y se alegraban por cubrir
sus pies con cuero nuevo.
Así era la felicidad, así el amor
en algún lugar del país
donde nacen los pájaros
con el pico abierto y las alas ateridas.
Mi madre supo que era necesario
proteger los pies de los viajeros,
de los niños que, más tarde,
después del estornudo del tiempo,
de varias horas —tic, tac, toc—,
de varias muertes y lágrimas,
abandonaron la casa para irse a buscar,
por más de diez años,
la mitad de su rostro
que jamás iluminaron los espejos,
ni las estrellas del viaje a California.
Mamá trabajó en una fábrica de relojes
—cuentan sus hermanos, cuando vuelven—:
tal vez intuía, en su soledad inmadura,
que estaba condenada a la espera
—a mirar el reloj y el calendario—
y que yo nacería enfadado con el tiempo.

 

Casa, corazón y horno

El corazón de una casa
es una mujer que enciende el horno
y mete a sus hijos en el fuego
para que de la arcilla
le renazcan pájaros
con el don de trinar
sobre los árboles heridos.
Mi madre soñó mucho la casa que tiene
y vio cuatro hijos en su sueño:
uno sin vida,
sepultado en la misma tumba
del abuelo Julio,
y tres en el aire,
sobrevolando el televisor y los cajones
como mosquitos enfermos
por mirar el polvo de las cosas.
Mi madre, en su casa,
es en verdad un corazón
con las arterias saturadas de ternura;
y es tanto su tiempo
en el mismo espacio
que ya es el lugar un hueco amoroso
donde cabe su ser
—alto de felicidad
y de inocencia—,
como un durazno protegido por la rama,
pero abierto al porvenir de dientes
donde todo concluye, una vez más, en la semilla.
A veces miro a mi madre,
a la mil veces Teresa de mis huesos,
dormir con la paz
que perdí
afuera del refugio de sus brazos,
y temo tanto despertarla
para decirle:
Madre, hoy me siento libre
pero me queda grande el mundo.
¿Cómo hacen los pájaros
para sentirse en casa
en cualquier punto del aire?

 

Carta con niña y con gusanos

                                              A Pamela Trejo

Pamela, quiero que siempre recuerdes
aquel día, cuando nos pediste
—a tu hermano y a mí—
que enterráramos tus pies en el arenero del parque. 

A veces tu voz es tan agua
que cae sigilosa sobre la piedra que me asusta
y la parte en dos
para que pueda mirar otra vez el horizonte.

Cuando me duele pensar en toda despedida
y me perturba imaginar mi polvo,
entonces recuerdo
lo que dijiste sumergida en la arena:

Los gusanos me divierten
porque hacen muchas cosquillas… 

Pamela, ese día me enseñaste que la muerte
es un motivo más para reír,
porque hemos de terminar horizontales y mudos
con los ojos entreabiertos,
mientras alguien llega a cubrirnos con tierra
y humedad de llanto
para que los gusanos inicien
el juego de mermar, a cosquillas,
el dolor de la existencia.

 

Mi retrato de infancia en un parque que ya no existe

El niño baja por la resbaladilla
con los brazos extendidos
sin sentir la cruz de viento
en la que alguien clava sus manos inocentes.

En su declive, condenado a exhalar el aire insulso,
es un Sísifo, con su roca de amor imperceptible a sus espaldas.

 

Diurno para Argos

Aquí vienes, Argos,
como una sombra parda,
a pedir el desayuno
y a lamer los dedos de mis pies
—ah, estos pies
que han pateado
con violencia, tantas veces,
el mundo en sus fragmentos—.
Y en tu lengua tan breve
están todos los perros,
igual que todo el amor de un individuo
en su boca que besa
el cuerpo amado,
como dispuesto a tocar también su dolor
para transformarlo en una carta
abierta al grito
y doblarla mil veces
hasta reducirla
al tamaño de un botón que cierre
todas las heridas.
Perro melancólico, inocuo,
tú renuncias a las leyes humanas,
porque has de salir más tarde
de la sombra del muro 
para buscar mis manos
sin saber que escriben con amor
y con odio,
porque han dado flores
como bofetadas,
y porque han roto el universo
con la crueldad absoluta
de sus articulaciones.
¿Qué será de mí, de este pecho,
cuando te marches a ladrar
a otro sitio
más hondo que el patio de la casa?
¿Quién les ladrará, confundido,
a los pájaros que inauguran el día
con escaramuzas
en el árbol de la vecina?
¿Qué sería del mundo sin sus perros?
¿Quién vendría a lamer la piel
de los infames,
sin importar
cuánta rabia contengan sus poros?
Porque seguro besarías mis manos
siempre, a toda hora,
aunque escriban la desazón
y se manchen de crimen.
Argos, tu lengua es la más inocente,
la más amor que lija lacerante,
ahora que me reduzco a la angustia
de pensar en tu partida
y en tu nombre
que dejo aquí como un planto
o como un consuelo para otros
que aman a sus mascotas
en esta hora
donde lo humano
carece de importancia,
incluyendo el poema,
cuando no tiene
la sinceridad por semilla.
Ay, Argos,
te puse el nombre
del más legendario de los perros
porque lo superas en lealtad
y porque sé que vas a esperarme
en el conticinio, como yo te esperaría,
para que crucemos juntos
el río de la muerte.
Que suenen aquí, Argos,
los pájaros que escuchamos
al amanecer,
para guardar sus ruidos
en las jaulas destrozadas
de nuestros corazones.

 

Monólogo de Telémaco, desde todas las fronteras

Sorprendí a mi viejo en la noche:
con una aguja, y la necedad de un escorpión, sacaba una astilla de la palma de su mano,
la misma mano que, en otro tiempo, también retiró astillas de mis dedos imberbes,
ansiosos por tocar el mundo, su rigurosidad, su piel de guerra.

¿Qué fui para mi padre en sus veinte años de distancia?
¿Qué fui en su memoria mientras mudó la piel de su juventud en otras latitudes?

¿Acaso sabe el hombre por qué soy una cuerda con nudos y preguntas?,
¿sabe que advierto su añoranza por el viaje?

¿Qué sintió en California y en el Japón ―que predijeron sus libros escolares―,
mientras yo rodaba la roca de la infancia por las pendientes de mi ciudad?:
¿pisó alguna Ogigia y besó, a mediambre, los labios de Calipso?,
¿conoció a Circe y a sus cerdombres que trompean el trigo y la nostalgia?,

¿observó a Caribdis en el televisor con los grises del insomnio
y a la Escila del cáncer que desovó sobre su piel solísima?,
¿ató con fuerza al Cerbero del alcohol
el día que brinqué el muro del país y desperté con las sirenas de la migra?

¿Quién era yo en la ceguera de mi anhelo
por mirar su rostro y estrechar su cintura de dios minúsculo?

¿Quién era yo al cruzar la frontera y quién al regresar con la carta del fracaso
dirigida a mi madre y a mis hermanos que miré más como mis propios descendientes?

¿Qué fue de Francisco, mi nombre, que es el suyo siendo un río 
en el intento de juntarse, sin desviación, con el mar que bufa entre los ebrios?

¿Quién soy ahora, al usar los signos del lenguaje
como si fuera el poema una aguja
y los recuerdos de la ausencia de mi viejo la palma de mi mano
donde asoman sus puntas las astillas?

 

Francisco Trejo (Ciudad de México, 1987). Estudió la Licenciatura en Creación Literaria en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, la Especialización en Literatura Mexicana del Siglo XX y la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea en la Universidad Autónoma Metropolitana. Es autor de libros Rosaleda (Rojo Siena Editorial, 2012), La cobija de Ares (Editorial Praxis, 2013), El tábano canta en los hoteles (Gobierno del Estado de Guerrero/CONACULTA/Ediciones Monte Carmelo, 2015), Epigramas inscritos en el corazón de los hoteles (El Ángel Editor, 2017), Canción de la tijera en el ovillo (Universidad Central del Valle del Cauca, 2017), De cómo las aves pronuncian su dalia frente al cardo (Norte/Sur, 2018), Balada con dientes para dormir a las muñecas (Sangre Ediciones, 2018) y Penélope frente al reloj (El Ángel Editor, 2019). Entre otros reconocimientos, obtuvo el Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2019. Algunas muestras de su obra están incluidas en diferentes antologías, como la Antología general de la poesía mexicana. Poesía del México actual. De la segunda mitad del siglo xx a nuestros días (Océano, 2014), entre otras.