Cultura y albedrío
José Ángel Leyva
El albedrío
Engels decía que una sociedad libre será cuando el hombre ejerza responsablemente su albedrío. Pero suele suceder que cuando se tiene poder, el marginado de ayer, o el que se quejaba de ser excluído de ciertos privilegios, se convierte en excluyente, en cualquier campo o disciplina. Excluirse o permitir ser excluido es faltar al albedrío, es asumir la cobardía. Cada sujeto debe responder ante sí mismo a su conciencia.
La cultura no se limita a las bellas artes, a la herencia del patrimonio, es sin duda el trabajo del albedrío, de la voluntad de cada individuo por responder ante sí como si fuera la conciencia libre de los otros. La cultura es ese diálogo continuo, perpetuo de la curiosidad y del respeto por lo que de otredad hay en uno, de apropiación libre de valores ajenos como propios, del enriquecimiento del intelecto y de la sensibilidad en esa relación intrínseca entre el medio, la naturaleza, la comunidad y el sujeto mismo. Preservar y cambiar, cambiar y crear, transformar y ser, preguntar. La cultura no es otra cosa y otra causa que la pregunta, que la capacidad de interrogar a la existencia. Lo contrario es la negación de la cultura. Cada sociedad construye la cultura que corresponde a su sistema social, a su historia, a su visión de sí misma, de su pasado y su porvenir, de su lucidez o de sus taras. Grandes culturas y civilizaciones se han desmoronado ante su incapacidad de construir el futuro y de perpetuar sus injusticias, sus cegueras. En el seno de esas culturas han surgido grandes pensadores, artistas sin gual, genios de toda índole y tiranos de toda laya, monstruos que han arrastrado a su espejismo a lo mejor de esas tradiciones. No obstante, algunas comunidades se han levantado de sus ruinas reconociendo la estupidez, la ceguera, la locura de sus determinaciones y sus errores. Alemania es un ejemplo, con la moral por lo suelos, con la derrota entre los escombros, con los muertos propios y ajenos en la conciencia, con la claridad del daño infringido a la humanidad y a su propia historia, era indispensable recuperar la esperanza, la dignidad, la confianza. Sobre las ruinas recuperaron lo mejor de su cultura, sus artistas, sus intelectuales, sus filósofos, sus revolucionarios, sus arquitectos, sus constructores. No podrán nunca dejar de ver la realidad de sus errores cometidos y los crímenes de lesa humanidad, porque si los niegan volverán a cometer los mismos o peores errores que podrán borrarlos de la faz de la Tierra, y quizás no sólo a ellos. Otros pueblos podrían olvidar ese episodio nazi y otros ejemplos destructivos y llevarnos por la misma ruta de la extinción. No hay peor ciego que el que no quiere ver. La violencia es también parte de la cultura, pero es la más perniciosa y la expresión más evidente de malformación social. En México, y en varios países de América Latina, la violencia ha representado el asesinato de cientos de miles de ciudadanos de distinta condición social. Nuestros territorios están plagados de fosas clandestinas, de criminales e inocentes que no han visto más que la negación de la vida como camino regio de sus existencias. Las culturas de la masa, las culturas del no pensar, las culturas de la manipulación, las culturas del resentimiento, las culturas de la violación, las culturas de la ilegalidad, las culturas de la injusticia, las culturas de la negación crítica, de la obediencia, de la conveniencia. Pocas, muy pocas, son las culturas del albedrío, de ciudadano responsable, del ciudadano comprometido consigo mismo y, sobre todo, con el otro. El albedrío es revolucionario o no lo es.
Becas, apoyos, reconocimientos ¿de qué hablamos en cultura?
¿De qué hablamos cuando hablamos de becas, apoyos, reconocimientos del Estados a sus creadores y a sus intelectuales? Es urgente una reflexión profunda, seria, que conduzca a la elaboración de un documento que nos aclare el sentido y la pertinencia de las convocatorias de escritores y de trabajadores de la cultura por parte del gobierno. Es necesario construir, urdir una conciencia y una acción más allá de nuestros privilegios como creadores, o de nuestras carencias. Antes que otra cosa somos ciudadanos, pero antes somos fieles a nuestros respectivos oficios, sobre todo a la palabra.
No pensemos en desaparecer las becas y los premios, pero sí en exigir su transparencia, su justicia, su equidad. El régimen priísta creo un aparato de cooptación, basado sobre todo en la autocensura y en una práctica cortesana. La base es muy sencilla, "tú me das y yo te doy".
Un círculo vicioso que encierra una casta de personajes que una y otra vez se sirven los recursos. Quiero decir que a veces se les llama becas, otras apoyos, otras reconocimientos. Términos que se modifican según las coyunturas o las justificaciones. El propósito esencial no es apoyar la creación artística y literaria sino privilegiar a grupos que han sabido hacerse de tales prebendas. Cuántos escritores no son a la vez funcionarios, empleados de alto rango, profesores e investigadores de tiempo completo, que, por supuesto, agregan a sus jugosos honorarios estas becas, apoyos o reconocimientos, mientras se deja en el desamparo a numerosos autores que son fieles a la creación de sus obras y a menudo viven en la incertidumbre laboral. Destaco entonces que esos apoyos, provenientes de los impuesto ciudadanos, no pretenden ser estímulos de proyectos, sino recompensas a quienes se han ceñido a la lógica de los premios, a la lógica del buen comportamiento.
El mecanismo de esa lógica es muy sencillo. Quienes otorgan dichas becas o apoyos son juez y parte. Con mucha frecuencia han sido jurados de quienes luego los reconocen como beneficiarios, pero antes fueron beneficiados por éstos o por otros colegas. De ese modo, se ha forjado una espiral perversa en la que importa más el sentido común que la búsqueda. El sentido común entendido como lo empleaban los artistas del siglo XVIII y parte del XIX, de responder más a una estética y a un gusto del mercado, de los compradores y de los mecenas que a sus propios riesgos y necesidades expresivas.
Tenemos que sacudirnos ese esquema y exigir que todo proceso de otorgamiento de apoyos debe ser para beneficiar proyectos y no a personas, deben ser para apoyar a creadores que en verdad necesiten de esos recursos para desarrollar sus obras y su trabajo, demostrar que están dedicados al cien por ciento a dichos proyectos, que no cuentan con empleos bien remunerados y no tienen compromisos con instituciones de plazas de tiempo completo. Exigir que los jurados estén constituidos por personas de moral solvente y de capacidad confiable, que no sean juez y parte de tales convocatorias, que sean multidisciplinarios y que en verdad se lean y se evalúen las trayectorias, y no sólo por los premios, que muchas veces son parte del mismo método de "me das y te doy". Equidad de género y equidad social. Aquí lo que debe privilegiarse es el esfuerzo y la necesidad, la obra y la calidad.
Para muchos es relevante y prestigioso pertenecer al Sistema Nacional de Creadores, y por ello debería de mantenerse, pero sólo como un reconocimiento honorario, y quizás con una sólo emisión de dinero, como se dan esos numerosos premios de corte más político en el campo de lo literario, como el Xavier Villaurrutia, entre otros, emitidos siempre por los pares.
Lo más importante de esta perspectiva es y será la lucha por los derechos de los trabajadores de la cultura, de todos los artistas, los escritores, los promotores culturales que carecen de atención médica, que no reciben remuneración económica por trabajos que los gobiernos suelen pedir gratuitamente. Este sí me parece un punto digno y urgente de resolver. Que nuestras comunidades de artistas y trabajadores de la cultura tengan derecho a la seguridad social. No es un beca, es un derecho. Sobre todo cuando se piensa que las grandes obras suelen ser propiedad de la nación, mientras que en vida los creadores sufrieron el abandono y al incomprensión de sus gobiernos.
Segunda reflexión. La cultura del entretenimiento Vs. la cultura del espíritu.
En francés, espíritu significa también pensamiento, así que la cultura que nos hace pensar y no sólo gozar, es la cultura que demanda un poco más que el simple pasatiempo.
Ese debería de ser un objetivo central y hasta un principio de las políticas culturales. Fomentar la cultura del espíritu por encima del pasatiempo y del entretenimiento. La Televisión funda su relación con las masas justo en ese principio, entretener y dar a la sociedad la materia no pensante, o dar la información procesada para evitar que haga el esfuerzo de pensar y preguntar, reflexionar, actuar. El consumismo es el motor de sus acciones. Y está bien si así lo desean ver sus dueños y sus socios. Pero no es la función del Estado, de los gobiernos, porque éstos emplean los recursos provenientes del trabajo comunitario, social para destinarlos a la formación y la preparación ciudadana, que debe alimentar su memoria, recuperarla y construir presentes y futuros. Va de por medio la idententidad, el sentido de pertenencia, la autoestima cultural.
En el país han proliferado festivales que privilegian la presencia y actuación de estrellas televisivas. Es decir, invierten, o más bien gastan, en nutrir la cultura del entretenimiento que fomentan y producen las grandes televisoras. Los gobiernos pagan por darle a la gente más de esa producción chatarra que los televidentes consumen a diario en sus aparatos, más de esa cultura estadounidense fundada en la fantasía y en el mito de la superpotencia en el cine hollywoodense. En la que por cierto los latinos no salimos muy bien parados.
Cada vez que uno escucha a un gobernador o presidente municipal anunciar los programas de determinados festivales es vergonzoso cómo se refieren a la sustancia cultural de sus festivales "culturales", que deberían de llamarse como quieran, menos culturales. El entretenimiento, el espectáculo, debe modificarse en proporción a la mentalidad de ofrecer a los públicos una pluralidad de programas que amplíen, enriquezcan y abran sus mentalidad, y sus sensibilidades hacia otros discursos estéticos, hacia otra manera de concebir no sólo la cultura, sino el entretenimiento y la convivencia, que forman parte de aquella.
Un ejemplo. Mancera borró del mapa La Noche de Primavera. Una de las acciones no sólo más exitosas sino más conmovedoras para quienes hayan asistido a alguna de esas ediciones. El 21 de marzo, como la Noche blanca de París, todo el centro de la Ciudad de México se mantenía abierto, como si fuera de día. Más de 10 plazas con ofertas culturales diversas y para todos los públicos se mantenían activas desde la tarde hasta la madrugada del día siguiente. Todos los museos y galería abiertos y gratuitos. Decenas de miles de personas, familias enteras de todas las clases sociales, moviéndose toda la noche por sus calles, admirando a las cuatro de la mañana una exposición de pintura en el Palacio de Iturbide, en el Munal, en San Ildelfonso, escuchando una agrupación musical de música clásica, o una folclórica, o un grupo de un país determinado, o escuchando jazz, o bailando salsa o quebradita, o cantando con algún ídolo popular, o presenciando un grupo de danza. La recuperación del espacio público con saldos blancos en materia de seguridad. Pero sobre todo constatando que esta sociedad no sólo merece sino que recibe con gran apertura ofertas distintas a lo que los gobernantes consideran es propio de los jodidos. Como declaraba el Tigre Azcárraga.
Tercera reflexión sobre políticas culturales
Recuperación del espacio público.
Parece trivial hablar en medio de cosas tan importantes como los apoyos a los creadores,la oferta cultural, presupuestos, patrimonio cultural tangible e intangible, etc. hablar del ciudadano de a pie, del peatón. Y es que culturalmente se nos ha inculcado la idea del valor del auto, de su peso en la imagen de confort, bienestar y bonanza de las personas. Tener un auto es incluso más importante que tener una casa, o tener educación o hasta tener madre.
Las políticas culturales se trazan con base en políticas de gobierno, y los gobiernos han privilegiado la industria automotriz por encima de otras fuentes de empleo y de productividad. Las ciudades mexicanas, y quizás latinoamericanas, han atendido al esquema estadounidense de la movilidad privada, de la movilidad en coches.
Una vez más, el transporte público es para los jodidos. Pero ese no es el problema, que el transporte público sea para los pobres. El tema es que es un transporte público de pobres, un pobre transporte público. El Metro de la Ciudad de México es insufrible, no obstante que es imprescindible. Uno no entiende los ritmos ni las programaciones de las horas pico, menos aún las justificaciones de que como es un medio de transporte subsidiado, es deplorable su servicio. Pero es, sin duda, potencialmente un medio y un recurso extraordinario.
El tema aquí es cómo estructurar políticas y programas culturales, cívicos para colocar al peatón, al ciudadano de a pie, no al final de las prioridades y los principios, sino en la vanguardia de los cambios. Cambiar el hecho de que ciudades como la capital del país, entre muchas más, son esencialmente injustas y esencialmente crueles para los ancianos, los niños y los minusválidos. Cuya vida pende de un hilo a la hora de cruzar un semáforo, si lo hay, en una glorieta o en cualquier punto de tráfico intenso de la urbe, donde es difícil y hasta imposible caminar porque las aceras están invadidas por el comercio formal e informal, pues, para nadie es desconocido que se paga derecho de suelo. La corrupción es la ley de la calle.
El espacio público se ha abandonado y se ha dejado en manos de la delincuencia, organizada o no, institucional o gremial. Convertir al ciudadano de a pie, al peatón, en el protagonista, en el objetivo central de las políticas urbanas, de un gobierno democrático, redituaría en un cambio de mentalidad, en una ampliación de libertad ciudadana, en la idea de que todos formamos parte de una comunidad donde lo público no es privado, donde nadie es dueño de los parques, las aceras, los jardines, los bienes de Estado, los recursos naturales. Un país donde los peatones tengan la prioridad en el paso y no los autos, donde cada construcción responda a esa lógica de que el peatón es sagrado.
La cultura no puede ser un concepto, una política y una acción aislada de la seguridad, el turismo, la movilidad, la ecología. La cultura es la más transversal de las políticas, y el ciudadano su más caro objetivo. El arte es una de sus partes sustantivas, pero no la única. La democracia comienza por allí, por los ciudadanos de a pie, no importa si son pobres o si son ricos. El espacio público es convivencia, es diálogo.