Les compartimos una selección de poemas del destacado poeta Francisco Brines, cuya poesía Juan Carlos Abril, poeta y crítico español, define como “mediterránea, dispuesta a aprovechar la existencia con la capacidad plena del cuerpo y sus cinco sentidos”. La presente selección forma parte de la antología personal Jardín en la niebla publicado por La Otra en 2015.
Vísperas y memoria
Francisco Brines
El balcón da al jardín. Las tapias bajas
y gratas. Entornada la gran verja.
Entra un hombre sin luz y va pisando
los matorrales de jazmín, le gimen
los pies, no mira nada. Qué septiembre
cubre la tierra, lentos nardos suben,
y suben las palomas con las alas
el aire, el sol, y el mar descansa cerca.
El viento ya no quema. Riegan lentos
los pasos que da el agua, las celindas
todas se entregan. Los insectos se alzan
a vivir por las hojas. En el pecho
le descansan las barbas, sigue andando
sin luz. Todo lo deja muerto, negras
aves del cielo, caedizas hojas,
y cortada en el hielo queda el agua.
El jardín está mísero, y habita
ya la ausencia como si se tratase
de un corazón, y era una tierra verde.
Cruza la diminuta puerta. Llegan
del campo aullidos, y una sombra fría
penetra en el balcón y es un aliento
de muerte poderoso. Es la casa
que se empieza a caer, húmeda y sola.
A Abelardo Linares
Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido
la inclinación del sol, las luces rojas
que en el cristal cambian el huerto, y alguien
que es un bulto de sombra está sentado.
Sobre la mesa los cartones muestran
retratos de ciudad, mojados bosques
de helechos, infinitas playas, rotas
columnas: cuantas cosas, como un puerto,
le estremecieron de muchacho. Antes
se tendía en la alfombra largo tiempo,
y conquistaba la aventura. Nada
queda de aquel fervor, y en el presente
no vive la esperanza. Va pasando
con lentitud las hojas. Este rito
de desmontar el tiempo cada día
le da sabia mirada, la costumbre
de señalar personas conocidas
para que le acompañen. Y retornan
aquellas viejas vidas, los amigos
más jóvenes y amados, cierta muerta
mujer, y los parientes. No repite
los hechos como fueron, de otro modo
los piensa, más felices, y el paisaje
se puebla de una historia casi nueva
(y es doloroso ver que, aun con engaño,
hay un mismo final de desaliento).
Recuerda una ciudad, de altas paredes,
donde millones de hombres viven juntos,
desconocidos, solitarios; sabe
que una mirada allí es como un beso.
Mas él ama una isla, la repasa
cada noche al dormir, y en ella sueña
mucho, sus fatigados miembros ceden
fuerte dolor cuando apaga los ojos.
Un día partirá del viejo pueblo
y en un extraño buque, sin pesar,
navegará. Sin emoción la casa
se abandona, ya los rincones húmedos
con la flor del verdín, mustias las vides;
los libros, amarillos. Nunca nadie
sabrá cuándo murió, la cerradura
se irá cubriendo de un lejano polvo.
Vísperas y memoria
Al hostil corazón se le ha poblado
de designios felices su latir,
en la ajena ciudad donde ahora vive.
He querido volverlo a la memoria
de estaciones pasadas, y una tierra
de frutecidos y nupciales árboles
junto a la mar se rompe iluminada.
En un aire de raso los almendros,
más blancos que la casa, descubrían
el agua azul entre sus ramos, duras
las peñas de los montes.
Es una hermosa tierra para volver
con la memoria, desde lejos, suave
la voz que ha sucumbido tantas veces.
Y fue el amor, más alto no lo vieron
ni las blancas palomas de mi casa,
más turbador que un bosque, altivo más
que la luz despeñada de las cumbres,
más oculto que la savia del pino.
Al hostil corazón se le ha poblado
de designios felices su latir,
y está con fe de nuevo.
Y he querido volverlo a la memoria
de aquella tierra, donde tantos hijos
de la luz y la sombra son criaturas
dignas para el amor, para la vida
consoladora y ebria de la carne:
son flores, rayos, ríos, son colinas.
¿Para qué recordar? Cae la tarde
con débil luz en los tejados solos,
dora las hojas con sereno fuego,
indecisa es su muerte. Todo pasa,
y esta ciudad se quedará remota
en el lento recuerdo de mi vida.
¿Para qué recordar?, si hay aquí paz
para los ojos, y alegría breve
para el cansado corazón que aliento.
Nocturno del joven
El hombre, entre los árboles, medita
con pasión sus recuerdos. Le rodean
sombras profundas, silenciosas alas
oscuras, más arriba los viejísimos
astros. Piensa que fue su vida luz,
y que los hombres y las cosas eran
dignos de perdurar, porque era eterno
su amor. Llegan desde las blancas tapias
del jardín los jazmines, y en el campo
los deja el aire derramados. Mira
latir el faro en las tinieblas, muda
la mar está, presiente su constante
movimiento. La luz ya está gastada,
y sabe que las cosas que perduran
viven sin él, y que los hombres niegan
todo el afán del corazón. Inútil
como la estrella vieja, como el faro
lejano y débil, mas aún con vida.
Un balcón de la casa se ha encendido,
llega de allí una música. El huerto
tiembla bajo las sombras, se recoge
en el sueño. Quien reina así en el mundo
no es la noche, es el tiempo. Lo penetran
sus ojos, y arrasados por las lágrimas
regresan del misterio. Se encamina
con paso lento hacia la casa, va
con la mente sombría, siente frío.
Palacio del otoño
Hablar de esta ciudad, en la que alojo
mi espíritu y mi cuerpo,
sería hablar de soledad y de pobreza.
Y hay un rumor de viento que levanta,
sin luz, oleadas de luz (fingida vida
de las hojas). En el reposo de la tierra
yace, mojada por la lluvia,
la belleza del mundo.
En la vieja ciudad, palacio del otoño,
los generosos sueños del amor,
y el entusiasmo del espíritu, residen;
desde siglos aposentan su llama
dentro del cuerpo de los jóvenes.
Queman sus corazones tras los muros;
fuera, la noche cerca silenciosa
la música del sueño.
Hablo de esta ciudad, y estoy hablando
de soledad y de pobreza.
Porque en ella yo habito.
Crucé los parques hoy, y a la temprana hora
en que este oscuro cielo aún más desciende
para apagar un resplandor escaso,
cerré tras mí la puerta de la casa.
Y ha pasado un gran tiempo,
y estoy mirando aún, con ojos doloridos,
los rincones oscuros de mi alma.
¿En dónde están los sueños? Tengo
joven la frente,
vivos los pensamientos, rumorosa
y oscura la mirada,
la lengua
es una hoguera de palabras, humo
claro la voz, y nunca tuve el pecho
tan hermoso,
tan poblado de amor.
Hablo de mí, y estoy hablando
de soledad y de pobreza.
El mendigo
A Ángel González
Extraño, en esta noche, he recordado
una borrada imagen. El mendigo
de mi niñez, de rostro hirsuto, torna
desde otro mundo su mirada dura.
Llegaba al mediodía, y un gruñido
de animal viejo le anunciaba. (Toda
la casa estaba abierta, y el verano
llegaba de la mar.) Andaba el niño
con temor a la puerta, y en su mano
depositaba una moneda. Era
hosca la voz, los ojos fríos de odio,
y sentía un gran miedo al acercarme,
la piedad disipada. Violenta
la muerte me rondaba con su sombra.
Sólo después, al ver a los mayores
hablar indiferentes, ya de vuelta,
se serenaba el pecho. Me quedaba
cerca de la ventana, y frente al mar
recordaba las sombrías historias.
Esta noche, pasado tanto tiempo,
su presencia terrible y misteriosa
me ha desvelado el sueño. Ningún daño
he sufrido de aquella voluntad,
y el hombre ya habrá muerto, miserable
como vivió. Aquellos años, otros
muchos mendigos iban por las casas
del pueblo. Todos, sin venganza, yacen.
Los extinguió el olvido. Vagas, rotas,
surgen sus sombras; la memoria turba
un reino frío y solitario y vasto.
Poderosos, ahora me devuelven
la mísera limosna: la piedad
que el hombre, cada día, necesita
para seguir viviendo. Y aquel miedo
que de niño sentí, remuerde ahora
mi vida, su fracaso: un anciano
me miraba con ojos inocentes.
Muerte de un perro
A Jacobo Muñoz
Llegando a la ciudad
pude ver que asaltaban los muchachos al perro
y le obligaban, confundidos los gritos y el aullido, a deshacer el nudo
| con el cuerpo
del otro,
y la carrera loca contra el muro,
y la piedra terrible contra el cráneo,
y muchas piedras más.
Y vuelvo a ver aquel girar
de súbito, todo el espanto de su cuerpo,
su vértigo al correr,
su vida rebosando de aquel cuerpo flexible,
su vida que escapaba por los abiertos ojos,
cada vez más abiertos
porque la muerte le obligaba, con su prisa iracunda,
a desertar de dentro tanta sustancia por vivir,
y por el ojo sólo tenía la salida;
porque no había luz,
porque sólo llegaba tenebrosa la sombra.
Allí entre los desechos
de aquel muro de inhóspito arrabal
quedó tendido el perro;
y ahora recuerdo su cabeza yerta
con angustia imprevista:
reflejaban sus ojos, igual que los humanos,
el terror al vacío.
El triunfo del amor
(A vosotros, hermosos,
futuros fantasmas)
Yo te amé en Queronea. Vivos éramos.
Entre la pesadumbre derruida
un hálito mortal: éramos vivos.
Los siglos han pasado, y otros ojos
contemplan las ruinas, aún intactas.
¿Quién aquí transcurrió? Sólo el vacío
fue el tejido del tiempo en este llano.
Yo te amé en Queronea. Impalpable
era el calor de la ceniza humana,
y en la mañana solitaria yacen
sombras de fustes derribados, cuerpos
ardientes fuimos en su sombra. Cuánta
muerte tendría que llegar, borró
tu hermosa juventud, sopló en la mía,
nada perduró aquí, donde buscamos
que el corazón se acelerase, como
si fuese el solo signo de la vida.
En la mañana solitaria, amaros,
acelerad el corazón, como
si fuese el solo signo de la vida.
Perdurable tan sólo es el vacío.
Francisco Brines nació en Valencia en 1932. Es uno de los poetas actuales de más hondo acento elegíaco. Pertenece a la segunda generación de la post-guerra, entre otros conformó el «Grupo de los años 50». Fue lector de Literatura Española en la Universidad de Cambridge y profesor de español en la Universidad de Oxford. En el año 2001 fue nombrado miembro de la Real Academia Española. Se destacan entre sus obras: «Las brasas» en 1959, «Palabras a la oscuridad» en 1967, «El otoño de las rosas» en 1987, y «La última costa» en 1998. Entre los premios recibidos, aparecen: el Adonais de poesía en 1959, el Premio Nacional de la Crítica en 1967, el Premio de las Letras Valencianas en 1967,el Premio Nacional de Literatura en 1987,el Premio Fastenrath 1998,el Premio Nacional de las Letras Españolas en 1999 y el Premio Reina Sofía de Poesía 2010.