Poeta y ensayista mexicano José Manuel Recillas, nos ofrece su visión crítica sobre la película Joker, que define como “un entretenimiento que, sólo en apariencia, parece apuntar muy alto; pero, en los hechos, es tan nutritivo como las palomitas que uno compra al entrar a ver la película”.
Joker de Todd Phillips
José Manuel Recillas
Después del esperado estreno de Joker, dirigida por Todd Phillips, cuyos mayores éxitos habían sido la trilogía de The Hangover y el remake de la serie televisiva de los años setenta Starsky & Hutch, conviene hacer algunas observaciones respecto al por momentos incomprensible éxito y la entusiasta y acrítica respuesta del auditorio en todas partes. Tendría que empezar por decir qué clase de espectador soy, o más bien no soy, para que mi lector sepa a qué atenerse con lo que está a punto de leer. No crecí leyendo cómics ni novelas gráficas y, en general, las historias de superhéroes no son el tipo de película que iría a ver. Le pido al lector de La Otra ser consciente de mi lenguaje cuando diferencio el cine de las películas. La mayor parte del público ve películas, no ve cine. Eso no significa que yo desprecie el circuito comercial: ni el de cine ni el de películas, ni el de música ni el de literatura. En otro momento me referiré a lo que diferencia el mundo del cine, o de la literatura, de los productos comerciales que la industria del cine o del libro les ofrecen a los consumidores.
Entro, pues, en materia, con una afirmación que condensa mi decepción y mi irritación frente a una obra que los espectadores han acogido con gorda alharaca. Arthur Fleck—el Joker en la piel de Joaquin Phoenix— es unidimensional: está enojado con «la sociedad» y «el sistema» capitalistas, pero jamás cuestiona sus fundamentos. Literalmente, nadie lo pela ni logra encontrar un sitio donde sus capacidades lo puedan conducir al American Dream. En realidad, Fleck no tiene habilidades o conocimientos específicos que lo distingan y hagan especial: quiere triunfar en ese sistema y en esa sociedad haciendo comedia de stand up, igual que cientos de comediantes; pero su «talento» al respecto es nulo. Tácitamente acepta las reglas de la sociedad en la que vive, pero su comportamiento es el de un adolescente: fantasea con la vecina y con triunfar en un mundo del que desconoce las reglas.
No sólo el personaje de Fleck carece de profundidad. Joker, la película, retrata un mundo absolutamente unidimensional, chato, preponderantemente masculino y, en ese sentido, arbitrario y voluntarista. Las escasas mujeres que aparecen sólo lo hacen como comparsas, sin voz ni autonomía. Sombras apenas dibujadas, sin personalidad. Así ocurre con Penny Fleck (Frances Conroy), la madre de Arthur; la vecina con la que éste fantasea, Sophie Dumond (Zazie Beetz); o, peor aún, la chica que es molestada en el metro y no atina a defenderse; o Martha, la esposa de Thomas Wayne, asesinada en un callejón sin mediar palabra.
La película muestra una Ciudad Gótica que es un 85 o 90 % San Francisco y en un 10 % Nueva York o Chicago, y que atraviesa una «crisis social»(?) como resultado de la falta de recursos por parte de las autoridades. Para Phillips, la mejor manera de hacer palpable tal crisis es a través de la falta de limpieza, debida a una huelga, y el aumento de la criminalidad en la ciudad. ¿En serio eso es lo mejor que se les ocurrió a los guionistas? Bueno, si un país vive rodeado de algodones y todo le asusta, es natural que entre en pánico cuando las bolsas de basura se amontonan en las calles. La criminalidad sólo aparece insinuada cuando al protagonista le roban el cartelón con el que, frente a la puerta de un negocio que se fue a la quiebra, el payaso comunica la liquidación de la mercancía. Primer absurdo: no tienen dinero para mantener el negocio abierto, pero sí para pagarle a un pianista que llame la atención de los transeúntes. Segundo absurdo: están muy preocupados porque Fleck se fue con su letrero. ¿Pensaban usarlo en otra ocasión, cuando abrieran otro negocio? ¿Cuánto vale ese letrero? Es más bien un anuncio de cuán absurdamente van a desarrollarse los acontecimientos a partir de entonces. Por el robo del cartel, Arthur es despedido de tan fabuloso trabajo.
Viene el primer conflicto, el que desata la historia. Arthur trabaja en una suerte de sindicato o asociación de payasos que hacen trabajos de todo tipo, desde pararse en una acera para anunciar algo hasta hacer fiestas sorpresas. Arthur es enviado a un hospital a divertir a un grupo de niños enfermos, probablemente de cáncer. Mientras baila y les canta una canción, de repente se le cae una pistola que horas antes un compañero le dio para evitar que lo asalten. En el «trabajo» se enteran de lo sucedido, y lo despiden. Mientras viaja en el metro neoyorkino de Ciudad Gótica, el payaso mata a tres tipos con esa misma pistola. Pero todo el pasaje al respecto es absurdo y gratuito. Al principio se ve a un ebrio molestando a una chica, mientras otros dos tipos, de pie, bromean entre ellos. Tras un breve escarceo, se suman al ebrio y empiezan a molestar a la chica. Desde el fondo del vagón, Fleck llama la atención de los tipos, y la chica se aleja sin decir ni pío. El conflicto está allí puesto de la manera más burda y torpe, como una suerte de Deux ex machina que posibilite el avance de la trama y desate el conflicto. Los tipos se acercan a Arthur y empiezan a golpearlo porque creen que está burlándose de ellos. Un pretexto totalmente infantil. El payaso mata a dos de ellos en un vagón desolado, pues la chica sabrá dios a dónde se fue, y a otro de ellos lo mata al pie de unas escaleras igualmente desoladas, mientras intentaba huir.
En el colmo de la torpeza argumental, el Carlos Slim de Ciudad Gótica, Thomas Wayne (Brett Cullen), declara que se lanzará como candidato a gobernador o alcalde y aparece en la tele lamentando la muerte de los tres tipos, quienes, por pura casualidad (mira nada más, otro Deus ex machina), ¡trabajaban para Industrias Wayne! ¿En serio? ¡Qué conveniente! Argumentalmente, es uno de los errores más grandes de la película. Al inicio de la escena, lo que se ve son tres tipos, uno ebrio y sentado molestando a la chica y dos de pie pendejeando entre ellos, que luego se suman al que está sentado. Nada en su comportamiento da a entender que estén juntos y sean amigos o compañeros de oficina. Igual de incomprensible es que Wayne decida meterse a la política porque la ciudad es un caos y mataron a tres empleados a quienes nunca vio ni trató. Prefiere el azar de la política a la seguridad de sus negocios. Si con semejante impulsividad los maneja, pronto podría irse a la quiebra, como aquella tienda de la que despidieron a Arthur y que muestra gran aprecio por sus cartelones publicitarios.
Lo inverosímil de la aparición de Wayne es lo gratuito de las supuestas motivaciones del millonario. ¿Tanto le importan las vidas de tres desconocidos que trabajaban en sus industrias que decide lanzarse a la carrera por ser alcalde o gobernador o lo que sea? En estas historias torpes de Hollywood, provenientes del mundo del cómic, todo es de una gratuidad tan frívola que mueve a la risa. Más grave aún, en especial para los espectadores incautos de la película: todo se reduce a un voluntarismo unipersonal. Del mismo modo que Wayne decide hacerse político nomás porque le mataron a tres empleados a quienes nunca conoció, de esa misma forma es que Arthur se vuelve loco.
Cuando el espectador debe llenar a cada instante los huecos dejados por la mala escritura del guión, ya no estamos ante un caso de elipsis narrativa. Estamos frente a una mala escritura, un error básico de concepción argumental. Pero el espectador está acostumbrado a semejantes yerros y los perdona porque los filmes de Hollywood suelen estar muy mal escritos; más cuando la película es de acción y nos dejamos arrastrar por ésta antes que por una buena narrativa.
Arthur vive con su madre, ya anciana, y un día ella le revela que es hijo ilegítimo de Thomas Wayne, dándose el Guasón cuenta de que hasta su madre le ha mentido sobre su origen. Mientras Arthur fantasea con la vecinita y con llegar a ser Alguien en el mundo de la comedia, el mundo real se le viene encima. Después de andar de pata ‘e perro—tratando de contactar a su supuesto padre en la parte rica de la ciudad, con el Golden Gate al fondo—, llega a su casa y en la entrada ve una manifestación de gente (¿de dónde salió, si en las escenas previas nadie asoma las narices en el edificio?), una patrulla y una ambulancia que lleva a su madre al hospital. Él se va con ella y ningún policía se le acerca para pedirle sus datos. Se sube a la ambulancia como antes se subió a un taxi o al metro.
Ya en el hospital, un par de detectives lo encuentran, pero no pasan de hacerle preguntas teledirigidas. Están investigando las muertes de los tres pelmazos a quienes les disparó en el metro, pero no tienen aún pruebas en su contra. ¿Cómo llegaron hasta él? Sepa la bola. Dan a entender que antes llegaron al lugar donde trabaja con otro grupo de fracasados no muy distintos de él. ¿Y cómo llegaron ahí? Se supone que porque «alguien» dice que vio a un payaso huyendo de la zona del crimen. Pero es que Gótica está infestada de payasos, ¡como si hubiera una maldita convención de Ronalds McDonald! Aquí, por supuesto, los guionistas esperan, de nuevo, que el espectador haga el trabajo que no pudieron hacer en su perezoso guión.
Arthur se siente engañado por su madre y decide matarla en el hospital. Y, como sólo ocurre en las películas, no hay una enfermera de guardia en los alrededores que le tome a la anciana el pulso, la temperatura, la presión, que llegue a «soplarrifle» revisando cualquier pendejada, que le traiga la medicina que le toca en ese momento, a revisar el cómodo o cualquier otra cosa: que simplemente llegue, como siempre llegan en todos los hospitales del mundo. La habitación está más sola que un dedo. Y, al parecer, tampoco hay ningún otro enfermo alrededor. La madre muere conectada a los aparatos que miden su pulso y no se desata ninguna alarma. Como si las hubieran apagado. ¡Así la lógica de la película! Maldita ciudad, ¡con razón está en crisis! ¡Nada funciona!
La película, para entonces, hace más agua que el Titanic en medio del Atlántico. Arthur, ya en plan de psicópata, se encierra en el refrigerador sin el menor propósito. Los guionistas piensan que el espectador va a interpretar este despropósito como un símbolo del aislamiento al que ha llegado la mente de Arthur; pero la escena, como tantas otras de la película, no tiene sentido.
En un momento dado, Arthur consigue un espacio en un club de comediantes, su sueño dorado, llamado Pogo’s—un guiño a John Wayne Gacy, uno de los asesinos seriales más infames en Estados Unidos, que se disfrazaba de payaso bajo ese nombre y acudía a hospitales a entretener a niños con cáncer, tal como lo hacía Arthur antes de ser despedido—. Se presenta; mas, como era de esperarse, fracasa estrepitosamente. Si antes de esa primera, y al parecer única, presentación era un don nadie, después de ésa es un Don Nadie. ¿A quién le importa su fracaso? Obviamente, a él; pero, en términos de la lógica narrativa de la película, sirve como otro pretexto absurdo para mostrar el sinsentido de esa sociedad que no reconoce en Arthur lo que él cree merecer, que no sabemos exactamente qué sea. Pero bueno. Lo más ridículo viene después. Mientras Arthur ve en la tele su programa favorito, el show de Murray Franklin (Robert De Niro), éste, el anfitrión, presenta una grabación de la presentación de Arthur en el susodicho club y hace mofa pública de su «actuación». Esto desata la furia de Arthur. Pero… ¿quién diablos grabó su presentación si nadie lo conoce? ¿El club graba todas las presentaciones de aspirantes a comediantes? ¿O nada más grabó ésa? ¿Y cómo es que esa grabación llega a manos de Franklin? ¿Por qué una presentación de alguien que no tiene el menor talento tendría que importarle a un anfitrión de talk shows, si usualmente allí se presenta gente famosa, de éxito? ¿Por qué habría de ser tema del programa un aspirante a comediante, si debe de haber cientos como él? ¿Por qué precisamente Arthur y no otro cualquiera? No tiene el menor sentido.
Después de burlarse de Arthur, Franklin decide invitarlo a su programa, quesque porque a la audiencia le encantó su lamentable espectáculo. ¿En serio? ¿Y cómo consiguieron su teléfono? ¿Está en la guía telefónica su nombre? Tal vez en el club se lo proporcionaron… pero ya estoy llenando yo mismo los huecos del guión. ¡Otro Deus ex machina! Ahora resulta que esa sociedad egoísta, que lo ignora porque no tiene talento ni cosa alguna que lo distinga, quiere verlo en el programa. ¿Por qué querrían ver a alguien así? No tiene lógica, ni en el mundo real ni en la narración de eventos de la película. Pero, obviamente, si no lo hacen así, ¿cómo diablos hacer avanzar la película? En el programa, Arthur adopta el pseudónimo de Joker porque el anfitrión se burló de él con ese término; suelta la sopa de que él les disparó a los tres fastidiosos del metro y termina matando, frente a las cámaras, a Murray, con un discursito ridículo de adolescente berrinchudo. ¿De veras ese discurso superficial es la justificación para el caos que termina desatándose en Ciudad Gótica?
Lo más lamentable de la película es que de verdad hay quienes creen que es subversiva, que es un ataque contra el capitalismo y una sociedad embrutecida. Pero no lo es. No hay el menor cuestionamiento a las estructuras que hacen posible la existencia de esa sociedad. Arthur no propone nada. Está muy lejos de ser un anarquista en el sentido real de la palabra. Es sólo un adolescente enojado porque no le tocó postre al final de la comida, porque mami le mintió y papi no quiere abrazarlo. La escena final donde mata a Murray es una abierta declaración que desmiente toda esa argumentación, inexistente en la película, existente sólo en la cabecita de un público ignorante de cuestiones estructurales y político-sociales, educado en un mundo mediático y superficial.
Joker es una película que desarma cualquier argumentación que critique en serio a la sociedad estadounidense y al sistema depredador que la hace posible. Apela al voluntarismo unipersonal y no a la organización social, a la reacción epidérmica antes que a la discusión informada. Todo ello permite en el fondo que ese «sistema», contra el cual supuestamente Arthur se rebela, quede intacto. ¡Vaya chorrada! Todos creen que pueden solucionar problemas más grandes que ellos, problemas estructurales, poniéndose en primera fila. Thomas Wayne va a solucionar los problemas de Ciudad Gótica postulándose como gobernante de la ciudad. Supongo que, ahora que está Donald Trump en la Casa Blanca, ya no es necesario justificar una decisión de ese tipo. La realidad condiciona la ficción.
El voluntarismo oculta otra cuestión. Éste es un mundo de hombres que hacen lo que quieren cuando quieren y no preguntan a nadie. Arthur mata a tres personas en el metro; mata a uno de los hombres junto a quienes trabajó como payaso; mata a su madre. Las mujeres son desechables, incluso si se está en contra de ese sistema, como se supone que lo está Arthur. ¿Qué lo diferencia del resto de los criminales si mata con total gratuidad?
Obviamente es una película comercial y no cuestiona el fondo de las cosas. Pero le permite a una audiencia desinformada y despolitizada creer que las respuestas a su inconformidad van a venir del mismo monstruo que los entretiene. Joker es un entretenimiento que, sólo en apariencia, parece apuntar muy alto; pero, en los hechos, es tan nutritivo como las palomitas que uno compra al entrar a ver la película.
José Manuel Recillas (1964) es Presidente y fundador de la Academia Mexicana de Poesía (2016).Con un mes de diferencia obtuvo los premios Nacional de Ensayo Crítico Evodio Escalante 2016 por el libro Catábasis y θεία μανία y el X Internacional de Poesía Gilberto Owen Estrada 2015-2016, convocado por la UAEM por el libro Atrévete a mirar, tú, que no quieres. Recibió la Cátedra Sergio Pitol en 2012 por el Centro Universitario de los Lagos, dependiente de la Universidad de Guadalajara, por su traducción y edición a la obra de Gottfried Benn (Un peregrinar sin nombre. Escritos fundamentales, 2010). Autor de múltiples libros.