José Ángel Leyva
Este 2019 se despide llevándose a dos queridos poetas, la mexicana Minerva Margarita Villarreal y el dominicano Alexis Gómez Rosas. Dos alegres y entusiastas personajes de las letras, dos figuras en plenitud creativa. Este 2019 también celebramos los 70 años de edad del poeta mexicano Marco Antonio Campos y lamentamos que el encuentro internacional que organiza desde hace más de 20 años, Poetas del Mundo Latino, se haya suspendido por las políticas de austeridad que afectan la cultura. A casi seis años de ausencia, recordamos aquí, en La Otra, a los muy queridos Juan Gelman y José Emilio Pacheco.
Juan Gelman, la ironía de lo sagrado
José Ángel Leyva
Hace cinco años, harán seis este enero del 2020, partieron, casi de manera continua, dos grandes poetas de la colonia Condesa, tan castigada por el sismo del 19 de septiembre del 2017. Gelman el 14 de enero y José Emilio el 26 de ese mes del 2014, ambos premios Reina Sofía y Cervantes de Literatura; ambos entrañables autores, poseedores de una obra vasta y compleja. La de Juan más ceñida a la poesía y la de Pacheco con vertientes en la narrativa y el ensayo. José Emilio falleció 12 días después, tras concluir su último «Inventario» dedicado al poeta mexargent, en quien veía una de las mayores voces de la lengua española contemporánea. No obstante, se acusaban en broma de no ser siquiera los mayores en su propio barrio por la vecindad del amigo. Lo cierto es que son dos grandes de las letras iberoamericanas y dos ejemplos notables en el periodismo.
La obra de Juan Gelman ha sido estudiada y traducida a numerosos idiomas, pero deja aún vetas por explorar y descubrir. Una de ellas es quizás su lado místico, un misticismo que nace paradójicamente del agnosticismo. Esa contradicción oximorónica tiene sus razones biográficas y circunstanciales, intelectuales. Por un lado el antecedente de un abuelo rabino y por otro la experiencia del exilio. Siempre me intrigó mucho ese poema «Medidas», en el que describe a su abuelo enviando una carta a Dios para pedirle por los pobres. Esa relación entre la demanda al Todopoderoso y el reconocimiento de la injusticia en la tierra es muy conmovedora y a la vez reveladora. Ese abuelo, al que no conoció, representa una fuente imaginaria de verdad y de justicia. Entre ese recuerdo y el poeta domina la palabra nunca, lo imposible, la derrota. La verdad no es el objeto más querido, el más codiciado por la raza humana. La realidad demanda máscaras, símbolos, palabras para ser acariciada.
Varias ocasiones tuve la oportunidad de comentar con el propio Gelman el significado de esos ancestros, de la vieja Rusia, de Ucrania, de las migraciones familiares, de sus visitas al pasado. La verdad cruel, amada por unos cuantos y despreciada por la inmensa mayoría es, no obstante, deseada cuando aparece con disfraces. En «Medidas», Gelman manifiesta su pertenencia a una estirpe de idealistas, de religiosos incrédulos y de creyentes sin fe, de revolucionarios que se revelan a sí mismos en los designios de la palabra calcinada, en los límites humanos del lenguaje.
No es extraño encontrar resonancias místicas en escritores ateos, como es el caso de nuestro José Revueltas, quien saca a relucir referencias bíblicas en su narrativa y desnuda una realidad pauperizada y asfixiante, a menudo desesperanzadora. Gelman vuelca esa esperanza en la poesía, en ese «árbol sin hojas que da sombras» y como San Juan de la Cruz o Santa Teresa, en ese no saber sabiendo que nos conduce al éxtasis, lucidez del estar fuera, desenajenado y a la vez más que nunca en uno. El exilio es el detonante de esa voz que llama al otro, al desterrado, al huérfano de sí mismo. En el exilio busca nombrarse de otro modo, ser los otros, andar con las máscaras de la alteronimia para liberarse de la carga de ser quien escribe, sembrar y poblar de voces el tiempo y el espacio, para luego traducirlas a su lengua materna, no la de sus ancestros, sino la suya, la gelmánica, no la de sus padres, la de su infancia, la del barrio, en la que despertó a la milonga y a la poesía, al amor y a la conciencia. El porteño, porteñol, es el dialecto en el que podemos leer a Sidney West, Yamanokuchi Andô, Don Pero, Ben Jonon, John Wendell, Julio Grecco, Salomón Ibn Gavirol, Yehuda Halevi, entre muchos más. No así la frescura de esos versos en ladino o sefardí, lengua balbuciente que transmite toda la ternura de su sintaxis, de su musicalidad germinal. Luego de abrevar en el castellano medieval de Citas y Comentarios, donde dialoga con Santa Teresa y San Juan de la Cruz, además de otros místicos como Hadewijch, casi de manera natural, desemboca en el territorio ajeno y sin embargo propio de Dibaxu, libro en el que a pesar de la traducción al español mantiene su fidelidad al original y, aunque escrito en sefardí, es Gelman: «Dónde está tu corazón ahora? / un árbol de espanto baila / No tengo más que ojos con hambre / y un jarro sin agua / … / debajo del canto está la voz / debajo de la voz está la hoja / que el árbol dejó / caer de mi boca/.»
«El que se va no vuelve aunque regrese (…) argentino hasta la muerte», escribió José Emilio en su postrera nota: «La travesía de Juan Gelman», en donde lo llama el poeta del exilio. Y lo fue, pero en México dejó de sentirse extranjero, halló familia y amistades, resolvió vivir y morir bajo este cielo y que sus cenizas fueran dispersadas en Nepantla de Sor Juana. Este último guiño revela la admiración por la genial monja y su obra, y quizás porque hay como en la palabra nunca, del poema «Medidas», la presencia ausente de lo amado, la mística de quien no cree en Dios, pero dialoga en el ámbito de lo sagrado.