Juan Gelman y José Emilio Pacheco, dos buenos vecinos
Begoña Pulido y José Ángel Leyva
Hace seis años dijimos adiós a dos grandes poetas habitantes de la Ciudad de México y habitantes de un barrio, La Condesa. Dos figuras particulares de las letras hispanoamericanas, dos Premios Cervantes cuya vecindad no sólo era espacial sino afectiva. El 14 de enero moría Juan Gelman y 14 días después José Emilio Pacheco. Siempre los recordamos con especial cariño y admiración, nunca han dejado de estar presentes para La Otra y para miles de lectores de sus respectivas obras, nunca ausentes.
A su manera, ambos poetas cultivaban la humildad y el humor. No sabemos con exactitud quien inició la broma, creo que fue Pacheco en el 2009, cuando a propósito de la recepción del Premio Cervantes de Literatura respondió a una pregunta sobre su jerarquía como escritor en Iberoamérica: «No soy el mejor poeta de México. Ni siquiera de mi barrio, porque a unas cuadras de mi casa vive Juan Gelman», en la colonia Condesa. Por su parte, Gelman también declaró lo mismo a sus entrevistadores y admiradores: «Ni siquiera soy el mejor poeta de mi barrio, porque allí vive también José Emilio.» No sólo eran vecinos, eran buenos amigos y colegas. Otro premio Cervantes, Antonio Gamoneda, entra en la broma y afirma en la ciudad de Toluca, donde recibió el Doctorado Honoris causa por la Universidad Autónoma del Estado de México, agosto de 2014, y afirma que él si es el mejor poeta de su barrio, conformado por unas cuantas calles y unas cuantas casas. Gamoneda escribe en este dossier sobre esa característica de la personalidad de Gelman, quien a manera de despedida incrementó sus intercambios epistolares y su comunicación lírica con el autor de Blues Castellano.
Juan Gelman era mayor que José Emilio Pacheco, pero eran del mismo decenio, el primero de 1930 y el segundo de 1939. Ambos extendieron sus lealtades urbanas en la poesía y en la escritura literaria. Para el argentino, Buenos Aires no sólo fue motivo del anagrama Gotán, sino condición de legitimación de todos sus alterónimos o personajes multinacionales, multiculturales, multilingües, extraídos o sembrados en diversos momentos de la historia. Gelman los creaba y los traducía al habla porteña, les otorgaba la gracia del tango y gelmaneaba con ellos, es decir, jugaba con las posibilidades significativas de sus voces. Quizás el libro más rural sea Los poemas de Sidney West, pero en general hay una disposición a la porteñidad en sus criaturas.
Por su lado, José Emilio Pacheco, no obstante su cosmopolitismo sedentario, otorga a México un sitio privilegiado en su obra poética y narrativa. En particular la capital del país son temas constantes en su literatura. Como Gelman, es profundamente urbano y su nombre se asocia a toda una generación de autores mexicanos que dejan una marca profunda en su cultura y en su dinamismo intelectual, como es el caso de sus más cercanos amigos: Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, por mencionar algunos. La Ciudad de México es una presencia ardiente, un presente cargado de nostalgia y pesimismo, al tiempo que genera ternura su desmesurado destino. No se le ama incondicionalmente, porque en ese amor también hay reproches. La periodista y escritora Cristina Pacheco, compañera de vida de José Emilio, expresa ese sentimiento contradictorio con su fuerte carga de resignación en el título de su famoso programa de televisión: «Aquí nos tocó vivir».
Cierto, ambos poetas pertenecían a realidades diferentes en una América Latina compleja y variada, incluso al interior de cada país que la constituye. Pero los unía la lengua y una conciencia periférica, una noción de desigualdades e injusticias que en cierto momento concitó sus posiciones políticas a favor de la Revolución Cubana. Gelman fue un activista y un revolucionario, un poeta y un intelectual, José Emilio se limitó a su papel de intelectual y poeta, pero sin duda fue también un referente ético de su país, un cronista de la cultura con mayúsculas. Ambos provenían de dos fuertes tradiciones intelectuales, de dos ámbitos literarios y editoriales bien definidos, con representantes significativos en la escena mundial. Ambos cosecharon muy importantes premios y reconocimientos internacionales, entre los que destacaron El Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Cervantes de Literatura. Primero Juan y luego José Emilio, como también sucedieron sus muertes este 2014, el 14 y el 26 de enero, respectivamente. Estos dos habitantes de la colonia Condesa en la Ciudad de México dejan obras monumentales ya en proceso de estudio, pero aún con grandes vetas por explorar y descubrir, por identificar.
Si José Emilio Pacheco fue claramente un polígrafo, y no es fácil encontrar un eje dominante en su producción literaria, sí aspiró a dejar su poesía como discurso medular de su trabajo. En el caso de Gelman, en quien está más decantada su actividad escritural en la poesía, de proporciones colosales y múltiples, encontramos que en su larga vida cultivó, como Pacheco, otros terrenos con notabilidad, como son el periodismo y la traducción. Hay en los dos una visión profundamente cosmopolita en sus arraigos identitarios, sus mundos imaginarios pertenecen al ancho mundo y a la historia, sus preocupaciones no se estacionan en el presente, viajan al pasado para entender sus mundos respectivos y desentrañar las causas que definen el camino de la humanidad. Gelman vivió el exilio y la catástrofe, el dolor de la pérdida del hijo, la nuera y su nieta nacida en cautiverio. En 1989 decide trasladarse a México con su última esposa, Mara Lamadrid, ya no en condiciones de perseguido político sino por voluntad propia y aquí publica y escribe una parte esencial de su obra madura. Pacheco, por su parte, fue un hombre dedicado a la lectura, a su pasión por los libros y el conocimiento, aislado en su casa, se mantenía al tanto de lo que estaba pasando en México y en el mundo. Poseedor de una memoria deslumbrante, daba cuenta de los sucesos a la luz de su erudición.
Es interesante la vecindad que se establece en el análisis de la obra de estos dos grandes autores hispanoamericanos porque responde también a una cercanía afectiva y temporal. Once días después del fallecimiento de Juan, José Emilio concluía su ya longeva columna Inventario: «La travesía de Juan Gelman». Sería la última que enviaba a la revista Proceso, porque es noche perdería el equilibrio y se golpearía la cabeza. Se negó a que su esposa lo trasladara a un hospital. Se metió a la cama a dormir; nunca más despertaría. Al día siguiente, 26 de enero, su muerte acompañaría a la ausencia de su vecino, de quien días antes había dicho al diario La Jornada–algo inusual en José Emilio, porque se negaba a hacer declaraciones a los medios: «La vida de Juan Gelman fue una lucha incesante contra el crimen de estado, la violencia, la injusticia. También resultó una batalla con el lenguaje, combate que le permitió hacer lo que nunca se había escrito ni se volverá a escribir. Su existencia, estremecida por todas las tempestades, tuvo la recompensa de hallar algo que ya casi no existe: un final feliz.» Su hija Laura Emilia diría algo semejante de él: «Se fue muy tranquilo, se fue en paz; murió en la raya como él hubiera querido.»