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Ya sabes que me gustan los caballos. Aketzaly Moreno

aketzaly-morenoManuel Illanes, poeta chileno radicado en México, nos presenta a la joven poeta mexicana Aketzaly Moreno.

 

 

 

Ya sabes que me gustan los caballos
Aketzaly Moreno

                                       a Siboney Urbán

 

Ya sabes que me gustan los caballos,
su robusta sangre color negra,
arrebato de vena en su hervidero
de entraña abierta y carne hinchada
por esa misma pulsión incontenible
que desgarra las fibras musculares;
como el trueno de un báculo sagrado
contra la soledad de una piedra,
cuartea la superficie del cuero
por donde a chorros les  borbotea
desde el territorio que han cercado
dos atentos centinelas
-en pie de guerra incluso en pie de muerte-
hasta los primeros límites del lomo
y al fin les escurre en gruesos mechones
de deslumbrantes relinchos oscuros
que arden cuando se agita su pecho.

Su mirada es una sombra atrapada en el espejo;
punta de lanza envuelta en una lágrima
que se incrusta en los pozos
del par de ojos que mira desde otro lado;
su profundo cristal convexo
devuelve una verdad hecha caricia
que reconforta menos de lo que estremece;
tras ese hemisferio líquido
eternamente triste, pero guerrero,
se desbordan el impulso de la vida
y el miedo que da la muerte;
sus ojos inyectados de sangre
también saben amar este mundo que sortean.

Cuando uno coincide
con la mirada del caballo herido
ésta atraviesa la piel y hace brotar los temores;
llega a esa pieza donde uno esconde su silueta trémula,
como recién salida del agua
y se sabe hondamente solo
y completamente desarmado
desprovisto también de la palabra
comprende que la muerte
nos vuelve incapaces de nombrar.

Mientras viven,
ignoran el talón equino,
avientan su galope como una brazada maldita,
y patean y lanzan de coces sin temor a la fractura,
al desequilibrio,
a la caída suya o del que se atrevió a ensillarlo,
porque saben que no vinieron al mundo para ser montados;
saltan y avientan el cuerpo como una avalancha que es dura cuando se desploma,
pero frágil en su contorno
y ligera ante la mirada del que contempla su danza.

Cómo me gusta ver su crin cuando trotan,
presentir su llegada en el sonido de los cascos,
sentir el zarpazo que enmascaran entre las hebras del viento;
cómo me gusta verlos en tropel
dando cátedra de libertad
como una hueste que puede ser nevada o puede ser vendaval o
un derrumbe infinito de rocas.

Cómo me gustan los caballos, ¡carajo!,
su carrera que troca fuego al polvo
y lo hace caer vuelto ceniza;
qué mano bendita la que lo recoge
para llevárselo un miércoles a la frente
y decir con todas sus palabras
padre, estoy listo para la muerte,
derrama sobre mí ese cáliz
y haz surgir de tus cielos,
con toda tu cólera acumulada por los siglos santos,
más que a tus jinetes,
los caballos.

  

Pero más me gustan las yeguas
y esto también ya lo sabes;
era apenas potranca en muda de hembra
y ya deseaba lamer las grupas de la recua;
escondí con el retrote en suspensión
mis hartas ganas de abrazarme de las cerviz a los muslos
y más que buscar un miembro erecto
iba tras la hendidura de la carne y sus aromas;
y no hay, lo juro, humedad más placentera
que esa que se desprende de las corridas
sobre campo nocturno despejado;
porque tuve esos años urgentes
y se volvía montura
todo lugar donde el instinto me espoleara;
esto no tendría por qué decirlo
porque  tú también ya lo sabes.

Muy pocas veces cuestioné el porqué de las yeguas;
me abandoné a la fascinación de observarlas,
melena azabache con obvio porte de frisón;
mira cómo me dejan temblando,
la tierra ha vuelto en calma
y yo sigo siendo polvareda;
de mi boca toman las palabras descarnadas,
van al nervio de lo que invoco
y ellas mismas me devuelven médula y nervadura.

No sé si fue por la dualidad del temperamento,
coz de límites suaves
que parte la nuca si se defienden;
cuando sujetan la vida no le temen al reguero
ni a la amenaza de la serpiente:
se levantan bípedas, relinchan y acometen;
y yo no puedo más que venerarlas
porque a las yeguas, también hay que decirlo,
más las persigue la muerte.

No me interesa nombrar las brasas ni precisar su volumen,
ni sabría decir por qué las yeguas me enardecen;
pero soy mansa para resignarme,
acepto con la edad encima, no sin tristeza,
a cambio de este gozo y de este gusto
ser yerma de sangre y fértil de vena.

                             a Thoreau y Lafargue

 

Agüero

A muy temprana edad
padecí la fiebre de las pérdidas;
era muy necia para poder reconocer
en el tuétano de las alucinaciones
el tono de las grandes profecías,
develadas sólo en la angustiante parálisis del sueño:

 “Serás muy joven todavía,
pero ya tendrás la vida embargada,
pondrás el lomo bajo las horas
y atizarás el fogón con la pura mano;
a ti también van a decirte,
qué ingenua serás entonces para creerlo,
que el esfuerzo se cobra alto
( y mira si no lo estoy pagando caro);
dejarás los riñones en el fuete
porque estarás aferrada a la gloria
y a las victorias materiales;
te dirán que eso es la felicidad,
y tú confiarás que es ahí donde reposa.
Todavía tendrás los dientes completos
pero ya estarás enferma y avejentada;
en el último intento
verás cómo basta con anhelar algo
para saberlo destruido.

Por eso te digo ahora que estás a tiempo,
abandona todo,
sé el edificio que se desploma a la vista del mundo,
que el asombro ajeno no te intimide;
nadie meterá el cuerpo en los escombros en nombre de la vida
pues saben que todas esas alcobas ya estaban deshabitadas.
Desiste,
renuncia:
renunciar es el modo más legítimo de aferrarse a la voluntad.
Persigue el ocio y venéralo,
hazlo tu principio más sagrado
y la finalidad de todas tus decisiones.
Avanza sólo si es para detenerte en un lecho
donde se consagre a la vida;
procura siempre que tu sudor se desprenda sólo del orgasmo;
sé verde como lo son las plantas,
imítalas hasta en el silencio;
busca la dicha en la tierra y el agua;
toda felicidad que descansa
en el andamiaje del capital
se paga sólo con quebrantos.
Pero si eres indiferente a este presagio
y entregas tu cuerpo a las jornadas,
sabrás por tu propia carne que el trabajo
empobrece más que la miseria.”

 

No hay balas perdidas

A la víspera del estío
tu ternura de pichón espera
previo al flageo del agua
no el castañeo al interior del vientre de las nubes
tal vez una tarde en la alcoba o contar los túneles de la carretera

Entre salto y salto
tres aves cayeron muertas
y tú al centro de la vida amor con un héroe de ornamento en el torso
cómo advertir el aroma del infierno en la humedad
de la mañana
el tropiezo del frío quiso ser anunciación o presentimiento
pero ni siquiera el rosario contra la ventana
fue otro gesto
la nariz arrugada de un gatillo
tres imprecaciones que no se retractan:
a través de ese silbido se desangra el aire perforado

Cayeron tres aves muertas
y tú al medio de la vida con la sonrisa sostenida por el veraneo
Tres aves cayeron muertas
y tú con la boquita de leche sin poder pronunciar adversidad
sin saber qué es vaticinio o qué

Hubo tiempo para dibujar en el cuaderno pelotas de playa sobre una letra que temblará siempre en la hoja

En tu ombligo conservas la uva seca
te llevas en la fontanela
el relicario de unos besos que te lloran a gritos
en tu nombre cabe toda la vida de tu madre que hoy día no sabe dónde
como en parcela que ronda sin habitar
ganas de volver aliento los recuerdos
vivir atrás o
atrapar en una alforja la primera vez o la vez antes de todo

Se juntarán tus manos
como dos ramitas rígidas que pueden quebrarse
esconderán qué
la detonación trisílaba
parteaguas de tu sangre y de la historia de esa madre empozada para siempre

Cuenta las aves que cayeron
con el triple chasquido del plomo
dos recién batiendo alas para cumplir el ciclo de sus plumas
y tú en el portal de la vida con los brazos extendidos sobre el suelo
atento al  despunte del verano
en el perímetro de tu cuerpo aguardan las dos aves
dónde la tercera

Entre la carne
dulzura de cascarón
mientras las siluetas asesinas encerradas en el círculo
lenguaje geométrico del crimen
como si fuera útil el olfato de las sirenas y
toda su parafernalia con intenciones analgésicas
pero dónde quedó
qué urgencia por buscar dime qué cosa
los casquillos a qué padre le importan
si ahí entre la carne del polluelo se halló la bala
y se encontró que su vida estaba perdida

 

Aketzaly Moreno (México D.F., 1992) Estudió lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado Vuelo de muerte (2018), Nada queda en pie (2019) y recientemente Relámpago en la sangre con Mantra Edixiones. Ha participado en encuentros de poesía en Argentina, Bolvia y México. Organiza el Festival Internacional de Poesía en Milpa Alta. Actualmente dirige la editorial Ojo de Golondrina.

 


Manuel Illanes