Jean Portante. El museo subterráneo de Nápoles

Jean Portante, reconocido escritor francés-luxemburgués, galardonado con múltiples premios, entre ellos, el Premio Mallarmé y el Premio Nacional en Luxemburgo, nos comparte un capítulo de su novela Leonardo en la traducción de de José María Holguera.

 

 

 

Jean Portante
El museo subterráneo de Nápoles

(De la novela Leonardo, traducción de José María Holguera)

 

Allí es, dice Ruggero. El dedo apuntando a alta mar. Orgullosa su voz, e impaciente. De las que saben, e ignoran, cómo dosificarse para impresionar a sus interlocutores. Historias, Ruggero, a sus trece años, tiene para contar. Él, cuya infancia se evaporó de repente cuando la bomba americana reventó el techo de su casa. Y despedazó a su madre y abuelos en la cocina. Lleva casi un año deambulando solo por las callejuelas de Nápoles desde la noche fatal del 4 de diciembre de 1942. Salvado de la alfombra de bombas, quedó como vacunado.

Contra la muerte, pero también contra el miedo. Disuelto al mismo tiempo que la infancia. Enterrado bajo los escombros de su corazón tumefacto. Reflejándose a pesar de todo en sus ojos castaños sobre los que cuelgan largos mechones negros de pelo grasiento. Codeándose con un brusco odio. Demasiado precoz. Que, por sí solo, sería suficiente para envejecerlo. Y que desaparecería tan de repente si esa porquería de guerra no lo alimentara tanto.

Ruggero había avistado a Alberto unos días antes. Sentado en la tapia. De espaldas al mar. Fumando cigarrillo tras cigarrillo. Anotando, lápiz en mano, no se sabe qué en un pequeño cuaderno. Lo había espiado, pero no se había atrevido a acercarse a él. Correr como todos estos chicos harapientos detrás de los soldados americanos y británicos no era su pasatiempo favorito. Le traía sin cuidado el chicle y el chocolate que prodigaban. Primero habían lanzado sus bombas desde sus monstruosos aviones. Luego jugaban a los señores de corazón magnánimo. Regalando medias de nailon a las mujeres. Después de masacrar a sus hombres.

Él tiene, Ruggero, su propio americano. Que no distribuye nada. Sabe dónde encontrarlo. Porque a esa tapia, Alberto viene todos los días a sentarse. Cuaderno en mano. Desde el amanecer. Esperando a que el sol enrojezca las murallas del Castillo del Huevo. A que las islas del otro lado de la bahía se despierten. Y a que los dos conos del Vesubio, como mamas que salen de un largo sueño, envíen sus mensajes de humo en el cielo lechoso de octubre. Y, ahora, el dedo de Ruggero dirigido a alta mar. Como el cañón de un rifle apuntando al sol. Alberto con un ojo entrecerrado. Con el otro barre la capa enrojecida del mar. La mirada puesta en la isla de Ventotene que el muchacho le señala, a lo lejos.

En primer plano, frente a ellos, está Procida. Después Ischia. Con, a su alrededor, los buques de guerra americanos anclados tranquilamente en el Golfo de Nápoles. Alberto acaba de escribirlo en su cuaderno. Es allí, intenta articular Ruggero de nuevo. En su dialecto napolitano. El resto, lo comunica con gestos. Brazos que se levantan. Manos agitándose en el aire. Ojos abiertos como platos. Boca de labios gruesos de la que solo surgen onomatopeyas. Allí se hundió, el Santa Lucía.

De ello, Alberto solo entiende el final. Y automáticamente empieza a tararear la canción que a menudo surge en su cabeza, desde que desembarcó en Sicilia. El hilo que lo conecta con el antes. Cuando, aún niño, vivía con sus padres en Monongah. Luego en Fairmont. Santa Lucía. Los ojos de su madre que brillaban, cuando Lorenzo entonaba la melodía.

Alberto cierra los dos ojos mientras canturrea. Y vuelve a él, como si estuviera atado a la melodía, el recuerdo de los cabos de la cuerdecilla. ¡Ah, si pudiera rebobinar todo eso! Para detener la trituradora que empezó su faena el mismo día en que Lorenzo apareció, un presagio acaso, en un sueño. Su regimiento respiraba un poco. Después de entrar en Messina. Luego llegó la carta. La carta de su madre.

Estaba entonces en Reggio. En Calabria. El régimen de Mussolini acababa de caer. Fue la desbandada del lado italiano. Los americanos acababan de ocupar la punta del pie de la bota italiana. Con los alemanes como único enemigo. Correo, desde que había tocado el suelo de sus antepasados, Alberto había recibido poco. ¿Quién, además de los suyos, podría haberle escrito? Su hermano Tony contestó como si estuviera enviando un telegrama en respuesta a las felicitaciones que le había enviado para celebrar su decimoséptimo cumpleaños. Me pondré pronto yo también el uniforme. Mamá y papá están bien. Te saludan.

Eso, todavía era en Túnez, la víspera del desembarco en Sicilia. De su padre había llegado una u otra carta larga. Cada vez que se manifestaba, era para quejarse. Trabajaba duro, pero se les miraba de reojo. Como si fueran responsables de la guerra. Y a veces, escribía, me digo que es culpa nuestra. Luego, cuando pienso en ti, me da rabia. Te envían a pelear allí, y hacen como si nosotros fuéramos el enemigo. Es absurdo. Somos americanos, ¿no?

En otra carta, hablaba de su angustia. La guerra podía estar muy lejos, pero todos los días llamaba a una puerta. Cada hora. Todos temían que apareciera ante la suya propia. Los vecinos recibiendo, uno tras otro, las noticias de sus hijos caídos por la libertad. O sus hermanos o sus padres. Un documento oficial del Ministerio de Defensa. Él acechaba las idas y venidas del cartero. Y Lucía se persignaba, cuando este pasaba, y no se detenía en su puerta. A eso se habían reducido. En la mina, todo se detendría sin carbón. Y sin nuestros brazos para extraerlo.

Había un poco de orgullo en esta declaración. Moderado de inmediato. Incluso tu madre ha vuelto a trabajar. En una fábrica de uniformes, qué te parece. Donde cose diez horas al día. Pone un especial cuidado, soñando que, entre esos uniformes, uno será para ti. Era triste y conmovedor al mismo tiempo, lo que Lorenzo escribía. Empujaba a la superficie ideas negras en el ánimo de Alberto. ¿Habría sido distinto si su padre nunca hubiera embarcado en Nápoles? Y se hubiera quedado en Italia. Al frente, lo habrían enviado de todos modos. A África y a Nápoles. Y él estaría del lado de los perdedores.

No, a Nápoles podría no haber llegado. Su camino se habría detenido en Sicilia. Y tal vez habría inaugurado él la travesía del Atlántico. Como esos oficiales italianos hechos prisioneros y enviados a los Estados Unidos. Su padre lo mencionaba en su última carta. Pobres diablos. Están ahí, en los barracones construidos en uno de los campos, en las afueras de Monongah. En el camino a Fairmont, no lejos de la mina. Cada vez que pasaba ante las alambradas, los miraba. Le gustaría hablar con ellos. Si supieran que él también era italiano, ¿cómo reaccionarían? Entonces me digo, escribía Lorenzo, que yo o tú también podríamos estar allí. Sin orgullo alguno. La gente abucheándonos. Tratándonos de asesinos. Porque nosotros habríamos matado a sus hijos. Y tú, Alberto, ¿a cuántos de nuestros hijos has matado?

A Reggio había llegado la carta de su madre. Alberto debería de haberse alegrado con las primeras palabras de Lucía. De enterarse de su propia mano de la vida que llevaba al otro lado del océano. Ella, que nunca se quejaba. Pero inmediatamente sintió… Mientras agujereaba el sobre con su dedo índice. Luego lo destrozó. Al apresurarse para extraer la hoja… Sintió que la noticia que traía esa carta solo podía ser funesta. Cuando leas esto, querido hijo, tu padre descansará en paz en el cementerio de Monongah. Había habido un derrumbe en la mina. Se habían recuperado treinta y dos cuerpos. Ahora eres el mayor de los hombres que quedan. Que Dios te guarde. No tenía sentido, pensó Alberto. En el frente era donde se moría. Las balas silbaban y se moría. Que se la mirara a la cara o que se le diera la espalda, la muerte siempre estaba al acecho. Esperando a que se pasara por casualidad frente a la trayectoria de un proyectil.

Santa Lucía, grita Ruggero ahora. Gluglú, se desgañita. Sin bajar el dedo dirigido hacia alta mar que Alberto escudriña mientras canta cada vez más fuerte. Saanta Lucíía. Y Ruggero que repite. Santa Lucía. Mientras grita pluf, pluf. Agitando brazos y manos en el aire. Imitando a un nadador. Luego gluglú. Y todavía más gluglú. El nadador que se ahoga. Le cuesta a Alberto un buen rato entender que el Santa Lucía en cuestión es un barco que los americanos han hundido a una o dos millas de la isla de Ventotene. Un año antes de la liberación de Nápoles. Con, a bordo, Vincenzo. El hermano mayor de Ruggero. Sorprendido por el agua en la sala de máquinas, mientras engrasaba los motores. Como le cuesta mucho entender por qué este muchacho, con la voz quebrada por la adolescencia, insiste en contarle eso. En su lugar, huiría de todo lo que llevara un uniforme americano. ¿No estuvieron ellos en el origen de la desgracia? Aunque, a partir de ahora, ya no sean enemigos.

Esto le hace pensar en los pobres diablos inofensivos de la plaza Umberto I. En Gela. A quienes unas ráfagas de ametralladora, incluidas las suyas, habían segado la vida tres meses antes. No sabía por qué él también había apretado el gatillo. Cuando volvió el silencio, una quincena de cuerpos se vaciaban de su sangre sobre las baldosas calientes de la plaza. Y entre ellos…

Esta imagen coloniza desde entonces sus sueños. Y las páginas de su cuaderno. Acompañando a la de su padre, a quien nunca volverá a ver. Y a veces se mezclan, las visiones. De repente, es él mismo quien yace en el centro de la plaza Umberto I. Y la cara de quien se inclina sobre él, para arrancar la cadena con la placa de identidad, es él también. Entonces, para escapar del sueño, va a sentarse en su tapia. Frente al mar, garabateando estas palabras a pesar de la oscuridad. Aguardando el amanecer lejos de todo. Espera que la aurora que colorea el horizonte ponga una buena capa de bálsamo en su paisaje interior. Después de tantos meses de crueldad, necesita que su alma recupere el color. Que en ella se deslicen las cosas simples de la vida. Que con cada bocanada de humo que respira en el nuevo día sea expulsada la fealdad.

En la cara de Ruggero… Hosco, al principio. Y desconfiado. Abordándole mientras expectora esa fealdad… En esa cara, Alberto, en un primer momento, nota el desamparo de un perro callejero que ha perdido a su dueño. Enseguida, sin embargo, se encendió en los ojos del muchacho una ternura llena de malicia. Una sed de consuelo venía a suavizar sus rasgos. Está haciéndose el duro, Ruggero. Con su pelo rebelde que le azota la cara. Pero fácil de adivinar la fragilidad detrás de su caparazón.

Alberto se da cuenta de que le ha tomado cariño. La guerra ha plantado sus dolorosos secretos en el corazón de este muchacho napolitano que ha crecido demasiado rápido. Como lo hizo con él. Ruggero logró explicarle a su americano que él también había venido a sentarse allí. Con frecuencia. En el mismo sitio donde está Alberto. Después del naufragio del Santa Lucía. Porque había oído decir que no todos se habían ahogado cuando el barco se hundió. Imaginando a su hermano Vincenzo luchando en las aguas de la bahía, pero logrando a pesar de todo, como buen nadador, llegar hasta él nadando a crol. Luego había vuelto, a la tapia. Convencido de que toda su vida su hermano nadaría dentro de él. Siempre que él, su hermano pequeño, no traicionase las olas que lo engulleron. Y tú, le hizo comprender a Alberto, a fuerza de amplios gestos, tú saliste del mar. En su lugar.

Al decirlo, lo toma de la mano. Y, arrastrándolo detrás de él, le dice que, si quiere, le mostrará sus tesoros. Llevándolo por un laberinto de callejuelas. Bordeando edificios reventados. Sus paredes bamboleantes y calcinadas. Montañas de escombros. Niños jugando a la guerra en medio de las ruinas, trozos de madera como rifles en sus manos. Otras calles, intactas, viven sus vidas, como si la guerra ya fuera pasado. Y que, en la jungla del presente, hubiera que levantarse temprano. Para salir adelante. Soldados en uniforme y civiles se empujan, negocian, gesticulan. Se venden y se compran, la mayor parte de las veces a hurtadillas, y a altos precios, huevos y pollos, frutas y verduras. Y todos esos alimentos desaparecidos de los puestos. El amor también. Y cigarrillos americanos que han caído, no se sabe cómo, en manos de los revendedores. Los barberos afeitan la barba al aire libre. Cortan el pelo. Adolescentes embetunan y limpian las botas de los militares. La vida y la muerte se codean de un bloque de casas al otro. A veces, señal de que, a pesar de todo, todavía se cree en el futuro, un rótulo recién estrenado. Clavado en la fachada de una tienda que reabre sus puertas. En medio de tal alboroto, nadie presta atención a Alberto. Quien, azuzado por Ruggero sobre un montón de escombros, despeja algunas piedras con él.

Luego se deslizan por un hueco, apenas más ancho que Alberto. Aterrizan en un corredor subterráneo. Chasqueando cerilla tras cerilla. Hasta que llegan a un espacio más grande, un sótano, sin duda. La bóveda agrietada permite que se filtre un poco de luz. El reino de Ruggero. Colchón destripado en el suelo. Dos sillas de paja, una de ellas agujereada. Una mesa. Y, a lo largo de las paredes, el tesoro del reino: cascos de soldados alemanes, casquillos de bombas de todos los calibres, galones de uniforme, insignias militares. Una pistola, alemana también. Una Luger. Y un fusil Carcano. Expuestos sobre pedestales de piedra. Todo un museo. Solo faltan las etiquetas con las explicaciones. O los precios.

El punto culminante de la exposición, una serie de bustos de Mussolini sobre una estantería tambaleante. De todos los tamaños. De yeso, mármol, bronce. Con o sin casco en la cabeza. Recogidos bajo los escombros de la ciudad. El Carcano tiene su propia historia. Ruggero lo arrebató de las manos de un sublevado, muerto ante él. En una terraza. Durante el levantamiento de septiembre. Antes de que los americanos entraran en Nápoles. Los sublevados de Nápoles, por su cuenta, habían expulsado a los alemanes de su ciudad. Mi fusil, articula Ruggero, golpeando su pecho con la punta de sus dedos. Haciendo luego como que apoya la culata en su mejilla. Cerrando el ojo derecho. Y que apunta. Cuatro, muestra con los dedos. Ha abatido a cuatro alemanes con él. Bang, bang, bang, bang.

Al día siguiente, alrededor del mediodía, Alberto regresó con latas de conserva a la guarida de Ruggero. Y con una garrafa de vino trocada por chocolate en el mercado negro. Como un hermano mayor que vuelve de compras. Incluso ha logrado encontrar un mantel de lino. Bordado con nudos rojos alrededor de los bordes. En el centro hay una corona de flores. E iniciales. Dos letras. Una M y una C. Inclinadas. Rojas también. Parecen manchas de sangre.

Alberto coloca allí las cajas de carne en conserva, que abre con su cuchillo. El vino, lo beben a morro de la garrafa, en silencio al principio. Ruggero encorvado sobre una lata de conservas. Hundiendo sus largos dedos en ella. Tragando vorazmente la carne. Dando caladas a su cigarrillo entre dos bocados. Alberto lo observa. Los rayos de luz que se filtran, caen sobre los ojos del muchacho. Bien abiertos los ojos. De repente, sin edad. Infancia, adolescencia, vejez, todo revuelto. Eso es la guerra, se dice entonces Alberto. El borrar de los años. Ya no hay niños, ya no hay adultos. Solo destinos catapultados fuera del tiempo. Viviendo y muriendo según el capricho del destino.

¿Ha pasado mucho tiempo desde que Alberto se miró en un espejo por última vez? ¿De qué sirve cuando solo estás allí para sobrevivir y matar? En Sicilia se había dejado crecer la barba. En Nápoles le había pedido a un barbero que se la afeitara. En la calle. Acomodado en un sillón, en medio de los escombros. Pero cuando el barbero quiso ocuparse del bigote, le paró la mano. Recordando a su madre, cuyos ojos se habían nublado cuando, unas semanas antes de su partida para la guerra, apareció ante ella. Cara tersa. Acababa de afeitarse el bigote. Habiendo dejado que creciera inmediatamente. Lo que no había despejado el velo en los ojos de Lucía. Te pareces a tu padre, le dijo ella, justo antes de que subiera al tren. Que le llevaba a tomar el barco en Hampton Roads.

¿Dónde está tu padre?, pregunta bruscamente Ruggero. Mezclando palabras y signos. Mientras sigue masticando la carne. Triturando las palabras en la boca. Si Ruggero piensa iniciar con ello la conversación, es un fracaso. Alberto no rechista. Él da caladas a su cigarrillo, lanza anillos de humo al aire. Los sigue con la mirada hasta que desaparecen. Consumidos por los rayos de luz sobre sus cabezas. El mío está preso, reanuda Ruggero después de un momento. Alberto se sobresalta. En fin, eso creo, dice Ruggero. ¿Cómo que eso crees?, se impacienta Alberto. Sin pensar en la tensión que aumenta dentro de él. Eso es lo que dicen, se contenta en responder Ruggero. Moviendo la lengua en la boca. Para liberar pequeños trozos de carne pegados a los dientes. ¿Quién dice eso?, quiere saber Alberto. El profesor, contesta Ruggero. Sus ojos se iluminan. Como si acabara de pronunciar una palabra mágica que abre el camino a un gran secreto.

Al profesor, Alberto lo conoce por la tarde. Es la silueta de un hombre encorvado que ve aparecer en el sótano. Apoyado en un bastón. Sombrero en la cabeza. Casi no cabe en su chaqueta. Una aparición de otro tiempo. Se sienta en una de las dos sillas, toma sin dudarlo la lata de carne que Ruggero le ofrece, y examina durante un buen rato al amigo americano de su protegido. Ojos penetrantes detrás de las gafas redondas. Mientras emana de la mitad inferior de su rostro, como para contradecir su mirada, una dulzura jovial. Paternal. Teñida de un toque de malicia. Que se convierte en asombro cuando abre la boca para tragar el primer trozo de carne.

El profesor ha sido vigilante de museo, trata de explicar Ruggero como presentación. El profesor levanta la vista y hace gestos en el aire con su mano libre. Para decir, en un inglés entrecortado, que todo eso fue hace mucho tiempo. Que ahora sus piernas apenas lo aguantan de pie. Que, de todos modos, ¿quién sigue interesado en los museos en los tiempos que corren? Esto último, el profesor lo dijo más tarde. Cuando la noche empezó a caer. Y con ella, la oscuridad invadiendo el sótano, la garrafa de vino se fue vaciando. Desatándole la lengua. Todas las lenguas se desatan en el sótano. No se aguanta la oscuridad permaneciendo en silencio.

Alberto se entera de que el profesor no ha puesto fin a su trabajo de antaño. A pesar de sus setenta años. Los sótanos son ahora su dominio. Los sótanos abandonados. Donde ha recogido todo tipo de objetos escupidos por los escombros después del trabajo de las bombas. Los bustos de Mussolini, él fue quien los encontró. Están lejos de ser las piezas centrales de su museo subterráneo.

Alberto tendrá derecho, en los días siguientes, a una visita guiada en regla. Esto es para que sean devueltos a sus dueños, explica el profesor, cuando llegan a otro sótano. Donde ha acumulado todo tipo de relojes. Sopesa uno en forma de pez. Con la esfera y las agujas en la boca. De mármol, dice pasándoselo a Alberto. Y funciona. Incluso tiene la llave para darle cuerda. En otro museo, el profesor reúne cubiertos: cuchillos, cucharas y tenedores. De todos los tamaños. Piezas individuales o en servicios completos en una caja. De plata, acero ino-xidable o chapadas en oro. A veces con mangos de nácar. También hay cucharones. Aceiteras y vinagreras, con sus respectivos platitos o aisladas. Saleros y pimenteros. Los rastros de sus excavaciones arqueo-lógicas de la ciudad después de la destrucción.

Antes de que estallara la guerra, había sido el guardián de lo que los arqueólogos habían desenterrado de las cenizas petrificadas de Pompeya. Y de Herculano. Aquí, en sus sótanos, reconstruye la vida y los objetos de antes de la guerra. Para que no tengamos que empezar desde cero, explica. Cuando todo termine. Alberto no puede creer lo que ve. Ni lo que oye. El profesor y Ruggero tienen planes. Planes de futuro. Cuando él no se atreve a pensar ni siquiera en el presente. Su estancia en Nápoles está llegando a su fin. El horizonte frente a él bloqueado por dos líneas que cortan el camino a las tropas aliadas. Al norte. La del Volturno, muy cerca. Luego detrás, la de Gustav. Los soldados caen allí como moscas. El futuro termina ahí. El profesor también tiene un museo de imágenes, dice Ruggero. ¿Quieres verlo?

Por supuesto que Alberto quiere verlo, fascinado por este hombre que apenas se tiene en pie. Coleccionando las imágenes de la ciudad. Incluso hay una foto de papá, dice Ruggero. Cuando era pequeño. Como yo. He podido reconstituir familias enteras, agrega el viejo profesor. Del bautismo al matrimonio. Y más allá. Alberto está a punto de deslizar su mano en el bolsillo de su guerrera. Para mostrarles sus propias fotos. La de su primo Leonardo, por ejemplo. Podría decirles: Mirad, soy yo. Con mis padres. Para poner a prueba al profesor. Luego sacaría la otra. Mi prometida, diría. Pero no dice nada. Horrorizado por el pensamiento que empieza a nacer en él.

Durante la guerra, continúa el profesor, olvidamos que hemos tenido un pasado. Pero cuando los soldados regresen del frente, podrán volver a encontrarlo. No es bueno ir sin pasado al futuro. ¿Qué le parece? Alberto no responde nada. Lo que dice el viejo le supera. Usted, cuando vuelva a casa, encontrará a los suyos, insiste el profesor. En casas intactas. Los relojes en su lugar. Las fotos en los aparadores o en las vitrinas. Mi padre murió hace dos meses, le interrumpe Alberto, para frenar la creciente ira que surge en él. También para ahuyentar el futuro culpable que empezó a formarse dentro de él cuando pensó en sus propias fotos.

El profesor lo toma del brazo y lo lleva a un rincón del sótano. De un estante toma una sopera. Porcelana china, dice. Un milagro que no esté en mil pedazos. Mientras habla, observa a Ruggero absorto frente a una colección de cuchillos. Mangos de cuerno de ciervo, le ha explicado el profesor. No sé de qué murió el padre de usted, susurra el profesor al oído de Alberto. El suyo ha desaparecido. Se fue a luchar a Sicilia. Desde entonces nada. Puede que lo matara usted.

 

Jean Portante nació en Luxemburgo, en 1950. Vive en París. Es poeta, novelista, traductor, periodista. Su obra, escrita en francés y traducida a numerosos idiomas, incluye unos cuarenta libros: poemas, relatos, obras teatrales, ensayos y novelas. Tradujo más de treinta libros de la literatura mundial (de los cuales los poetas Juan Gelman, Gonzalo Rojas, Jorge Boccanera, Luis García Montero, Reina María Rodríguez, etc.)

Desde el 2006 forma parte en Francia de la Academia Mallarmé.Recibió numerosos premios en Francia, entre ellos el prestigioso Premio Mallarmé así que el Gran Premio de la Sociedad de Escritores 2003, para el conjunto de su obra. En 2011 le fue otorgado por el conjunto de su obra el Premio Nacional en Luxemburgo y en 2014 el premio europeo Petrarca, en Paris.
En 2014, las ediciones PHI, de Luxemburgo, han publicado su obra poética reunida (1983-2013), con el título Le travail de la baleine (El trabajo de la ballena).