Preguntas, lágrimas y cólera
Alfredo Fressia
Es septiembre en el Sur de América del Sur y tardan las primeras señales de primavera, juegan a asomarse y a desaparecer. Es septiembre en el doble corazón del Sur desde el que escribo: en Uruguay y en Brasil tirita el frío de este invierno rebelde, y la incertidumbre de lo que vendrá. En el Norte, sé que las jacarandas de México también recelan el otoño con sus luces oblicuas y llenas de preguntas.
Es el "annus horribilis" 2020, el que se desmorona sobre nosotros, el mensajero de una peste y una tragedia. En el Sur, y especialmente en Brasil, la tragedia también viene de opciones políticas que explican la devastación humana provocada por la pandemia. No así en Uruguay, pero igualmente allí el huevo de la serpiente se prepara para nacer bajo la forma de derechos individuales escamoteados y aun cercenados.
Sí, sin duda alguna, en este Sur el caso brasileño es el más grave. Grave de cien mil muertos. Ese fue el número emblemático de la tragedia a la que habíamos llegamos el 8 de agosto (y que no se detuvo desde entonces). Y a la tragedia súmese el escarnio de un presidente que, informado de los números que aumentaban, había declarado "E daí?" –"¿Y qué?"–, el mismo que afirma que la muerte es un destino y que él no puede hacer nada. Y nada hace en efecto. Desde mayo no hay ministro de Salud, el ministerio quedó en manos de un interino. ¿Médico? No, general del ejército. Es el presidente que frecuentemente no usa barbijo en público y que llama a gente de los alrededor de 30% de la población que lo apoya a aglomerarse en actos que piden intervención militar.
Hoy solo ofrezco preguntas para los lectores de La Otra. Que alguien nos explique qué nos pasa a los latinoamericanos. Antropólogos, sociólogos, politólogos, ¿tienen respuestas? ¿Las hay? Esta primavera del Sur y este otoño del Norte traen en su cierne demasiadas interrogaciones. Por ejemplo, ¿cómo se convive con la enfermedad llamada Covid-19? La poesía, y en general la literatura, convivieron siempre con la enfermedad, incluso porque es lo que nos ayuda a enfrentarla. Susan Sontag en "La enfermedad y sus metáforas" nos había explicado con esmero esa mediación semántica que establecemos con la enfermedad. La tuberculosis, por ejemplo, produjo no solo una vasta biblioteca sino que trajo consigo una estética. Su fiebre exaltaba tanto a los enfermos como a los lectores, y también a todos dejaba lánguidos, sus momentos de sosiego llevaron a la gente hacia la música, porque fue una estética del oído y la melodía. Y cuando estuvo sumada a la pobreza, dio una identidad literaria reconocible a la tragedia de las clases populares.
El cáncer también produce una literatura vasta en tiempos en que la ciencia, suponemos, debería haber ya encontrado su cura, lo que da un fulgor nuevo a la tragedia del fin de la vida, visto que nos parece siempre una enfermedad mortal. Es endógena y supuestamente ineluctable, es el destino, es la muerte que nos trabaja desde adentro. Y también resulta, en fin, una enfermedad bastante democrática, más bien urbana en la literatura y aun en la estética que produce.
La covid, siempre seguida de ese número 19, que viene de su año de nacimiento y que en el Tarot es el número del Sol, el arcano vinculado a Apolo, el dios de la luz, pero también el de la peste que aniquila, todavía no ha producido literatura. Ni estética alguna. No es totalmente democrática, pero está en todas partes, al acecho en las multitudes, en los trenes, en los mercados. Estamos solos frente a la tragedia, descarnada, sin estética alguna. Todavía la literatura no acude en nuestra ayuda. Lo hará, sin duda, y es probable que Peste, Plaga, el Apocalipsis y sus jinetes vengan a poblar nuestros poemas en los próximos tiempos. Y la literatura cumplirá su función de historiar el dolor y de explicarnos a nosotros mismos frente al enigma, frente a lo inexplicable, frente al Mal producido por lo que no se ve, esa causa invisible de la que solo conocemos la fatalidad y ese dibujo pedagógico que se nos ha vuelto icónico, un virus, como un planeta mínimo, ora negro ora amarillo, con esos brotes rojos, como augurios siniestros.
En fin, la covid trajo a la sociedad, como conjunto, la conciencia del cuerpo, su preeminencia, su protagonismo en nuestras vidas que parecen hechas para olvidarlo. La enfermedad, como la infancia y la vejez, nos retrotraen a nuestra naturaleza de cuerpos que piden cuidado con sus ciclos íntimos, sus humores, los excrementos, los residuos, las mucosidades, los ritmos fisiológicos. La sociedad entera, y ya no solo algunos grupos, toma esa conciencia corporal, impelida por la pandemia. Con un detalle nuevo: nos exigimos también soledad, el no "exponer" nuestro cuerpo, preservarlo en fin de los otros cuerpos, siempre sospechosos.
Son razones suficientes para explicar en parte esta especie de perplejidad de nuestra primavera del Sur y nuestro otoño del Norte. Nos sentimos como irresolutos, ostentamos una ira congelada frente a los abusos de un poder político que casi no nos representa. Nos falta el (urgente) paso del tiempo y la mediación literaria, la perspectiva que nos permita llenar de voces este silencio letárgico. Por el momento solo atesoramos preguntas, lágrimas y cólera.