Para subir al cielo
Juan Manuel Roca
A cada tanto y, viendo los vaivenes de una sociedad mediada por el triunfo y la prepotencia del éxito, percibimos un malestar cultural que ha sido creado por unos personajes que quisieran, como lo señala José Ingenieros en un capítulo de "El hombre mediocre" titulado "La mediocridad intelectual", algo que resulta irresistible para los llamados arribistas: la presencia en todos los ámbitos de quienes encuentran superiores por haber dado un paso adelante y que por tal motivo consideran imitables.
Esto ocurre en el marco de una cultura rodeada de títulos, de heráldicas y del respeto benevolente con el que aplauden en auditorios reales o ficticios a quienes han convertido en paradigma de triunfo. Y también, salud don Aldo Pellegrini, en medio del aurea mediocritas de esas "falsas élites que parecen interesarse por lo nuevo pero solo aceptan el academicismo de lo moderno, lo epigonal, lo carente de significado".
Dentro de esa religión de la mediocridad, el triunfo y la obediencia, hay un conglomerado de monaguillos que aspiran a ser "usuarios de la gloria segura", de la inmortalidad en vida. Están siempre dispuestos a recibir la hostia impartida por los jerarcas.
¿Qué sacrificaría un arribista de los llamados valores morales en su ansia de escalamiento social?
Un arribista no puede ser valiente porque medra en los poderes y serlo le significaría poner en vilo su posible posición de privilegio.
El arribista se traiciona a sí mismo con tal de que los altos jerarcas lo vean con ojos complacientes.
El arribista será capaz de pisotearse a sí mismo, su alma pero jamás su ego, con tal de arribar a ese lugar incierto de un celebrado espejismo.
Un arribista, de cualquier naturaleza, no podrá darse el lujo de preocuparse por lo que pueda ocurrirle en el otro, en los demás, y por eso le parece un desmesurado delirio lo expresado por Rimbaud: «yo es otro».
En los terrenos de la poesía, gran número de autores escribe una que podríamos llamar la poética del "déjà vu": poemas que pueden intercambiar versos entre un autor y otro. Tenemos la sensación de haberlos leído antes, de tan uniforme como resulta la voz de la tribu y esto se debe quizás a la falta de identidad, a una escritura con plantilla con la que se pretende subir los peldaños de lo ya aceptado.
El arribista no tiene amigos, tiene peldaños.
Ama el mundo gregario y por tanto repudia toda poesía que no lo sea, y ya sabemos con un patafísico como Jarry que "la poesía es la ciencia de las excepciones".
Ha optado el arribista por usar un abrigo con piel de camaleón comprado en una reventa de sueños postergados. Mira a lado y lado según sus particulares conveniencias y el día de elecciones deposita su voto en una urna funeraria.
Un avisado y aleccionador moralista, San Juan, expresó hace una lonja de años en la casona de la Biblia y en el Nuevo Testamento un aserto que vale la pena recordar para nuestras culturas fraudulentas: "porque no eres frío ni caliente sino tibio, serás vomitado por mi boca". Y habría que pensar en la cantidad de seres trasbocados que para continuar trepando exaltan la tibieza, la medianía, el acomodo, un trípode en el que quisieran montar el paisaje del éxito.
El tibio que es de la misma materia del mediocre ama los recintos gregarios donde todos se palmotean en la espalda hasta nueva orden: es el carnaval de los insaciables trepadores.
El vocablo arribista que proviene del francés "llegar" tiene a sus mayores representantes en la clase política del mundo. Pues de políticos con escrúpulos están pobladas las filas de los derrotados. Una actitud refractaria la encontramos a cada tanto en las actitudes de quienes consideran que basta con ser libre en su pellejo y rechazar una larguísima progenie de esclavos.
El arribista es quien quiere triunfar a como de lugar y tiene como condición carecer de escrúpulos.
Hay muchos de estos que sueñan con aviones que despegan y sufren desmayos cuando aterrizan.
Hay otros que como en un cuento fantástico quisieran instalar para sus oficinas ascensores que suben, pero jamás descienden.
Los arribistas han estudiado paso a paso (aunque prefieran decir step by step) los manuales actualizados por la Academia del Tartufo. Aman a Sísifo cuando sube y lo escupen sin remedio cuando baja.
Son taumaturgos. Aspiran a la magia de tener más de dos manos para aplaudir incansablemente, de cuna a tumba, a quienes les puedan abrir una puerta, un pequeño hueco o una fisura en los muros de hormigón donde supuestamente les está vedando el ingreso a cualquier paraíso privado.
No es su afán tumbar muros cardinales, prisiones o guetos, sino estar fuera de ellos para distanciarse en lo posible de quienes no merecen siquiera una pequeña ración de paraíso. Ellos mismos, los siervos, como en la Muralla China de Kafka, han ayudado a construir un gran muro para un emperador al que nunca conocieron, del que nunca tuvieron noticias y que muy posiblemente ni siquiera tenía noción de dónde quedaba su pueblo.
En la fila sumisa de quienes aspiran a triunfar hay quienes no saben que al final de la escalera reina un gran vacío.
Es bueno recordar a un poeta del verso y del cine Pier Paolo Passolini cuando dice: "Es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En manejarse en ella. En construir una identidad capaz de advertir una comunidad de destino en la que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el valor y la dignidad se vean afectados. En no ser un trepador social, en no pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar primero. Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de hacedores falsos y oportunistas, de gente importante que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser". Passolini afirma: "ante esta antropología del ganador prefiero al que pierde".
Otra moderna alegoría acerca del arribista, del trepador, del aplaudidor de oficio en los cenáculos de la mediocridad, se la debemos al cine. Pink Floyd en "The Wall" traza una metáfora del excluido, de los poderes fácticos y de la guerra que se alimenta de los "humillados y ofendidos", esos seres que no moran solamente en unas páginas de Dostoievski.
Bogotá, octubre 29 de 2020.