Fernando Fernández, poeta mexicano, nos comparte sus nuevos poemas, llenos de lirismo y humor.
Sala de espera
Fernando Fernández
Milagro en el supermercado
Me pareció que sería, claramente creí que podría suceder,
tuve una certeza como si un pico suavísimo asomara
entre las posibilidades
sentidas de las cosas, y de pronto, como si nada
pero naturalmente
ocurriría.
Y era ella:
al fondo de la tienda, en el departamento de frutas
y verduras, todavía de espaldas
era ella (mis ojos lo decían aunque sin prueba) menuda tal cual es
y luego, más de cerca, sí, era ella
con lentes –"¡la torcaza usa lentes…!"
Su boca asincerada, decidida
hacia la afinación,
igual que si dijese "menoscabo","adolecer",
la letra "u" (si bien en sostenuto), allí, de pie, delante de las frutas,
apoyada en el carrito del supermercado –navecica de proa solícita
y ligera,
amarrada a la ribera
de las leguminosas en refrigeración.
Clarito percibí que aquel encuentro
sería para su mal,
en esas fachas:
el pelo recogido y sucio, los lentes en la punta
de la nariz
–como aquel que remueve, digamos, una a una,
buscando entre las coles una fresca y opima.
Ligeramente áspera
o estorbada,
y eso a pesar de sus esfuerzos por lucir donosa;
es más: hasta diría que atenta, o eso creí,
genuinamente interesada en escuchar
mis dilatados silogismos
(yo, que no pensaba sino en ella,
que acaso no pensaba ni siquiera,
paralizado como estaba
en advertirla, en adivinar su conclusión de todo aquello tan fortuito,
en olerla a lo lejos como huelen los mangos de pasada).
Y ridículamente luego yo palpando una papaya
que no necesitaba
y luego oteando hacia los tés
ridículamente,
fingiendo conocer con claridad y no sin éxito
–lo cual lo convertiría en más ridículo–
aquello que quería.
Más me hubiera valido ofrecer a la torcaza
un ramito de espárragos,
una simple naranja, de perfecta redondez,
el brillo vinoso de una ciruela.
O no acercarme
siquiera, testigo maravillado pero mudo de un milagro imposible
en el supermercado.
Sala de espera
Uno, sí, la estoy viendo
de cuando en cuando, y después vuelvo a verla,
la espío y oteo
y quedo en vilo
y más tarde la miro todavía, y sí, es verdad,
finjo cierta demencia tras los lentes
aun cuando la mire fijamente
y hasta usted se dé cuenta.
Y sin embargo, dos, no se ve nada,
cosa que usted que debe haberse visto
cientos de veces
bien que debe saber, nada de nada,
ni un amago siquiera de tirante,
por más que esté al cuidado que nada se le asome,
y una y otra vez, y luego una vez más
se componga el escote.
Pero la culpa, tres,
es sólo suya,
de usted sentada frente a mí en esta sala de espera
que al tiempo que conversa por teléfono,
con tres dedos precisos y nerviosa insistencia,
se retoca insegura usted consigo
sopesando sus dos pechos opimos
pudorosa y quizás algo coqueta.
Es por esa razón que, cuatro, espío y asomo
y oteo e insisto
y quedo en vilo
aunque finja demencia tras los lentes,
fascinado de ver cómo remueve, y hace pender,
y agita, racimo tal de frutos semejantes,
manifiestos al aire aunque escondidos,
apegados a usted pero volantes.
Espiritualidad
También esto es espiritualidad,
pensar (en el avión)
en las mujeres que quieres o deseas
y unas horas después
(todavía en el avión)
seguir pensando en ellas;
también, también esto es espiritualidad,
pensar en las mujeres
mientras vuelas.
Oscuro escarabajo
A Beatriz
Te prometo,
pequeño escarabajo
que descubro en mi mesa
al regresar de un viaje,
réplica exacta casi
de uno de esos oscuros
escarabajos que los viejos
egipcios colocaban en el pecho de las momias
para que el día del Juicio
no fuera el corazón a alzar contra el difunto
adverso testimonio–;
te prometo,
extraño escarabajo inesperadamente
hallado entre mis cosas,
tallado igual que aquellos otros
con un hermoso epígrafe cuyo significado desconozco,
te prometo que te colocaré
cerca de mí
y allí he de mantenerte bien visible,
como un recordatorio,
en un sitio eminente en mi escritorio,
para que todo lo que diga
o escriba salga límpido del fondo
de mi corazón;
y de esa forma, extraño
y mínimo, y oscuro escarabajo,
delante del tribunal
que ha de juzgarme al irme de este mundo,
cuando mis actos sean analizados,
y mi declaración
estudiada al trasluz,
y examinadas una a una mis palabras,
no tengas, ni tú mismo
ni otro idéntico a ti,
que vigilar
el testimonio del mi corazón ni temas
que pueda desdecirme.
El lunar de tu pecho
El lunar de tu pecho
sube y baja
al ritmo acompasado
de tus emociones:
sosegado, en la cama, en la mañana
siguiente del abrazo amoroso,
parece que flotara
sobre la piel de un mar
mecido en calma;
exaltados, en cambio, brazo a brazo, nuevamente
en la lucha de amor, juntos, trabados,
yo lo veo,
al lunar de tu pecho,
por tu respiración, que es agitada, según aspires o exhales,
bajar al abismo
o subir al cielo
como una embarcación que vacilara
entre las olas airadas.
Mientras me como una chirimoya
A Florencia Molfino
Mientras me como una chirimoya, y veo por la ventana a unos gorriones
desvalijar el trueno que asoma a mi escritorio,
advierto que destruyen más que tragan,
provocando un reguero de semillas que caen en múltiplos
infinitesimales de pequeñas
cascadas,
que en la calle rebotan
como chispas en el taller del soldador, y entiendo que destruir
la integridad de las inflorescencias,
sin que importen derroche y estropicio, es parte
del oficio.
Mientras me como una chirimoya, y veo por la ventana a unos gorriones
desvalijar el trueno que asoma a mi escritorio,
me parece que ingieren unas pocas
de las muchas
que pierden, y pienso que las pocas que alcanzan
la cavidad del buche
irán de pico a cloaca
inocuas, para ser arrojadas esta tarde o la otra, en esta misma calle
o la de más allá, a fin de propagarlas,
con su aportación de abono,
intactas.
Mientras me como una chirimoya, y veo por la ventana a unos gorriones
desvalijar el trueno que asoma a mi escritorio,
escupo con cuidado
las semillas que entresaco de la carne blanda,
y que no dejo de meterme en la boca porque son el corazón
de la parte más dulce de la fruta,
y al verlas en el plato, ovoides,
negruzcas, muchas, imagino el árbol
que no conozco
y agradezco, cumplidamente agradezco no tener nada que ver
con su propagación.
Cuenta la extraña transformación de su gata Isolda
Ayer fue liebre, mas quién hoy lo diría
si la mira lamiéndose de pronto
agora el pecho con aguda lengua, agora la pata delantera
y más allá la cola.
Oyó el fusil alimañero de un astuto solapado en la espesura
y, cundida de mieditis, puso pies en polvorosa
y trepando acá una cumbre o bajando allí un declive
(no llegó a la luna por falta de escalera),
si no en laurel –como a la ninfa–, el susto la trocó de cuy en micha,
de silvestre en doméstica criatura.
El cambio la hermoseó, le devolvió la proporción perdida
de vivir acechando entre las fieras.
Mudó la dentición
(canjeó los incisivos por caninos),
se le achinó la mira y se le puso más donosa
y de largas –que mucho es el cuidado
donde el escollo es mucho–
encortas se mutaron sus orejas, y en más acomodadas,
y hasta en el habla misma le crecieron
por mor de gongorismo unas espinas.
Por tan nimia razón –¡un sobresalto!–
y en tales condiciones,
¿habrase visto semejante trueque?
Que más parece cosa de invención, y figurada,
asumpto de otro Ovidio.
Fernando Fernández (Ciudad de México, 1964) es Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Tuvo la beca Salvador Novo y fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Fundó y dirigió la revista Viceversa, encabezó el Programa Cultural Tierra Adentro y fue Director General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Desde hace más de diez años conduce un programa de radio sobre libros en una estación del Instituto Mexicano de la Radio. Ha sido editor de las revistas digitales Quodlibet, de la Academia de Música de Minería, y Liber, de Arte & CulturaGS. Todas las semanas renueva el contenido de su blog, Siglo en la brisa (sigloenlabrisa.com). Autor de varios libros de poesía.