En esta entrega, el reconocido editor y poeta mexicano, fundador del sello Ediciones sin nombre, realiza una radiografía de la situación editorial y se pregunta cómo algunos proyectos sobreviven, otros surgen y muchos que parecían indestructibles naufragan en la virtualidad y la pandemia.
Pruebas de imprenta
Turbulencias
Sin duda 2021 será un año clave para la industria editorial. El país, y en especial la Ciudad de México, lo iniciaron bajo la intensa luz de un semáforo rojo, muy rojo. No deja de ser sorprendente que uno abra los periódicos o lea en los portales de noticias un panorama de malas noticias globales, crisis económica y dificultades para la vacunación, única esperanza de futuro, y sin embargo las noticias sobre la industria cultural abundan e incluso tienen cierto optimismo: en el terreno del libro, por ejemplo, todo parece indicar que se lee más. Sin embargo, nada permite echar las campanas al vuelo y los síntomas, hechos y datos nos piden reflexionar con cuidado sobre el porvenir editorial. Estas «pruebas de imprenta» se quieren pruebas de vida. El hecho concreto es que la crisis parece muy profunda y ese optimismo una apariencia que no impide ver el porvenir oscuro y que las raíces y razones del pesimismo sean profundas.
En marzo saltó a la opinión pública la venta de las acciones de Siglo XXI propiedad de su director Jaime Labastida –más del 50% y se ha manejado una cantidad desmesurada, siete millones de dólares– a una empresa sin antecedentes en el mundo cultural y editorial. El hecho ha levantado ya una fuerte polémica que seguramente crecerá en los meses siguientes. La editorial, un hito desde su fundación en 1964, por Arnaldo Orfila apoyado por una amplia participación de actores culturales, ha empezado a ser revisada en sus casi 70 años de vida. Cuanto escribo esto el proceso de venta se encuentra en marcha y también la polémica sobre el asunto. Habrá que seguir ambas cosas con atención. Pero el asunto editorial se mueve mucho más en las aguas menos profundas (económicamente hablando) de las editoriales independientes, sobre todo en las más pequeñas, que ante un abandono del estado en su papel de apoyo en estas áreas –otras tareas más inmediatas y necesarias acaparan los recursos- parecen reaccionar con valentía en sus apuestas de supervivencia.
Poco después de declararse la emergencia sanitaria en el país a finales de marzo de 2020, las editoriales reaccionaron con una intensa aunque algo monótona estrategia de sobrevivencia que incluyeron campañas de venta en la red digital, promociones, subastas, uso de las herramientas de promoción digital, pues se vieron muy afectadas por el cierre de librerías, según parece el sector no sólo más golpeado por la situación sino también el más retardatario y mercantilista ante la situación editorial que desde los años noventa del siglo pasado se ha venido dando. Una ecuación difícil de entender: buenas editoriales con mala distribución, pocos puntos de venta y reacios a la bibliodiversidad. Es una pena la situación, más aún cuando la pandemia vino a cortar casi de tajo el surgimiento de algunas librerías independientes, en un panorama dominado por las cadenas –librerías del estado, Gandhi, Sótano, Péndulo, Gombyl y alguna más- y que aún no se habitúa al comercio digital del libro.
En este contexto no sólo sorprende que editoriales independientes como Trilce, Ediciones Sin Nombre, Ediciones del lirio, La otra, El tucán de Virginia, Círculo de poesía, Syintaxis y otras con ya algunos años de existencia sobrevivan y lancen nuevos planes de edición, sino que, gracias a su flexibilidad para entrar en un proceso de hivernación, se muestren dispuestas a despertar en cualquier momento, o también se consoliden algunas aun bisoñas y surjan nuevas con muchísima riqueza en sus propuestas. «Pruebas de imprenta» aspira a dejar un testimonio de lo que ocurre en el terreno de lo inmediato pero con ambiciones reflexivas. A lo rasgo de las entregas se irán mostrando hechos concretos a la vez que se deja constancia de las perdidas en el camino. El Covid trajo también sus víctimas entre los editores independientes –quiero recordar aquí a Iván Trejo y Sandro Cohen- esplendidos actores de esa obra que se interpreta entre todos.
Tal vez lo más llamativo del momento editorial pandémico y esperemos pronto pos pandémico, es saber si la constante floración de nuevas editoriales se verá interrumpida o no, si se reorientará al universo digital o mantendrá un incierto equilibrio y convivencia con el papel. Entre los signos alentadores que se han mostrado en fechas recientes es el lanzamiento del concurso Premio Primera Novela, entre diferentes instancias federales y estatales de cultura (la Coordinación de Memoria Histórica, las secretarias de cultura de Tabasco, Coahuila, Chiapas y Ciudad de México) con Amazon México. La diferencia con otros concursos es que contempla en sus bases un proyecto y plan de comercialización a través de la multinacional. En otras ocasiones he expresado mi desconfianza en el papel que esta juega, pero sin duda conocen el funcionamiento del mercado y las dificultades de la comercialización.
Esto trae a la palestra una discusión abandonada en años anteriores: la necesidad de construir públicos lectores. En la medida en que las editoriales, los géneros y los estilos encuentren sus hábitat de sobrevivencia la labor del estado a través del FONCA y organismos similares se podrá orientar mejor a los aspectos que más ayuda necesitan, por ejemplo, la formación de públicos lectores, el impulso a librerías, la traducción de autores de otras lenguas, sobre todo las no hegemónicas, y el replanteamiento de las maneras en que circula el libro entre los países de lengua española. Esto último pasa por un hecho evidente: el libro, por sus características físicas (peso y volumen) es muy difícil de exportar y el libro, ya caro en su país de origen, llega a otros lugares a precios excesivos. En su momento fueron importantes las ayudas a la exportación, después se pensó que la red y la edición digital bajo demanda solucionarían este problema. No ha sido así.
El precio del libro sigue siendo un asunto complejo, para el que hay que buscar una solución entre todos. Habrá que analizar las experiencias del FCE con su política de libros muy baratos y saldos, también las estrategias de promociones de editoriales como Sexto piso, Era y Almadía, los resultados de la venta física por la red y la digital. Me parece importante que se deje de apelar a la intervención del Estado como panacea. Esta es necesaria, desde luego, pero no es ni única ni unívoca. Habrá que replantear muchas de las estrategias, sobre todo las que tienen que ver con distribución, comercialización y venta. Por ejemplo estudiar el sentido -o, muchas veces, sinsentido- de las ferias del libro.
Cada nueva editorial que surja, cada librería que cierre serán un motivo para reflexionar. El nacimiento de la primeras puede estar lastrado de antemano y condenado por el cierre de la segundas. ¿Cómo encontrar un equilibrio? ¿Lo hubo alguna vez? En estas «Pruebas de imprenta» más que encontrar soluciones lo que se quiere es dar fe de los devenires, tendencias y derivas, más que de los éxitos y fracasos. Sabemos que el hábito de la lectura es una construcción social y cultural, pero estamos convencidos de que es – ¿aún, ahora, siempre?- una necesidad de la condición humana. Lo que ocurra con el libro y con la lectura condicionará el futuro de la cultura a mediano y largo plazo, pero también tendrá consecuencias inmediatas.
El sistema nervioso que forman los impresos en papel –periódicos, suplementos, revistas, libros- dependen de su interrelación con los puntos de venta –de los puestos de periódicos a las librerías especializadas-, y se han transformado mucho desde hace 25 años, con la creciente popularidad de la red como sistema paralelo de difusión y lectura. Antes, digamos, en los años setenta u ochenta del siglo XX, el encuentro entre libros y lectores se daba en la librería, que daba orientación a quien quería leer pero no sabía qué, ahora esa función se ha trastocado, y no da servicio ni siquiera al lector que sí sabe qué quiere y qué busca, pues la mayoría de las veces no lo encuentra.
Antes de 1985 la Librería del pasaje del Hotel del Prado ofrecía a sus clientes libros –apenas algunos ejemplares- traídos expresamente de España o Argentina, y lo consideraba una buena inversión. Hoy los propios editores españoles ya no se preocupan siquiera porque se exhiban aquí sus libros: son muy caros y no se venden (es el caso de Galaxia Gutenberg y de Pretextos, por ejemplo) y, cuando se venden, han dicho, es casi imposible cobrarlos. Por eso los lectores que aún hay sólo pueden acceder a esa oferta a través de la venta del ejemplar físico vía internet (regularmente muy onerosa) y a través de la edición digital. La librería pasó por treinta años de estandarización corporativa, provocada por las cadenas y su economía a escala, dejando fuera no sólo a la bibliodiversidad sino también a los (muchos más de lo que imaginan) lectores exigentes y azarosos. Cuando parecía haber una tendencia a mejorar esos servicios vino la pandemia. Habrá que ver qué pasa. (Dedico esta Prueba de imprenta a la memoria de Enrique Fuentes, extraordinario librero).