Desde la isla de San Andrés, en el Caribe Colombiano, la abogada y escritora nos muestra a través de una crónica el abandono de las islas del Caribe, su diversidad cultural y étnica, la protesta contra una corrupción que destruye el tejido social.
Más corrupción que mar. Isla del Caribe colombiano.
María Matilde Rodríguez
Rebeldes, borrachos y navegantes.
Son las 6.00 de la mañana. El paisaje está habitado por borrachos y deportistas. La isla es una postal de Kat en un folleto de turismo. Ayer nos sumamos a la marcha. Frente al nuevo edificio de la policía en la Avenida Newball nos reunimos en vigilia para apoyar las razones del paro. En la playa tres hombres gritan, se abrazan y tambalean juntos. Uno de ellos es ciego, mientras discute, los otros dos lo ayudan a llegar hasta la carretera. Me calma saber que vivo en un lugar así. Luego me doy cuenta que alguien mutiló los cocoteros, ahora parecen muñones tristes. La peatonal empieza a llenarse de gente. El borracho ciego es puesto como una porcelana en la parte trasera de una moto que se pierde en el horizonte.
No somos el mar donde hombres con yates fuman puros, beben wiski y definen el destino del mundo. Somos el mar cristalino donde se ahogan las fuerzas de nadar contra la corriente porque cuando sacamos la cabeza del agua ¡zas! ahí viene un trancazo que nos hunde otra vez en la incertidumbre. Estamos cansados de perder y de explicar hasta la saciedad que los habitantes del mar tienen pensamiento propio y que la insularidad es un arquetipo de la otredad.
Cuando el joven de la foto apareció en las marchas contra el gobierno colombiano con su letrero sobre la corrupción en las islas, me estremecí al imaginar que al país en paro se le sumaban los reclamos de hombres y mujeres que habitan los territorios líquidos, no solo de las islas del archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, sino del resto del Caribe, el litoral del pacífico y de todos los caminos que conducen al mar. ¿Por dónde andará el ciego que se marchó en una moto?
Mi pobre repertorio intenta reconstruir la memoria del desamparo e invocar la única palabra que sanará la herida del despotismo estatal: Autonomía. Esa libertad que viene de caminar a pie descalzo por la casa, de hablar en su propia lengua y no ser estigmatizado ni menospreciado por ello. Me dicen que en Cali, la "gente bien" combate la minga indígena con armas de todo tipo.
Los domingos las iglesias están repletas. Los turistas a veces van a la First Batist Church. Hoy nos revelamos contra el tiempo y sus medidas. Nos rebelamos contra una sola forma de país, de nación y de territorio. Ya lo he dicho antes, lo nuestro es el maritorio, la antipolis, lo nuestro es la sensación salobre del destino. Tuvimos que esperar 104 años para que la Constitución política nos reconociera como pueblo. Nunca fuimos invitados a contar la historia de nuestra violencia. No estuvimos cerca del Proceso de Paz pese a que nuestros muertos se encuentran bajo la fosa común de las olas. Más de 700 desaparecidos de altamar (sin actualizar) es una cifra abominable que merece que los responsables sean señalados y juzgados. Hemos perdido tanto mar que dentro de poco dejaremos de ser islas y seremos desiertos.
Somos el caribe anglófono del país español, la paradoja de los desplazados del propio mar, la estirpe sagrada de la piratería, las razones inglesas, la fe sin deidades, la africanía voraz, la sobrepoblación sin remordimiento y la agonía del paisaje perfecto.
El año pasado sufrimos el paso del huracán IOTA que acabó con la isla de Providencia. Cuando ocurrió el desastre más de 40 lanchas espurias o "gofast" remplazaron la comisión de salvamento, traían y llevaban gente, comida, agua. Así se solucionan las cosas por aquí. Luego llegó el gobierno nacional con su costal de promesas para la restauración. Han trascurrido ocho meses y la gente sigue en las mismas condiciones.
Nuestra marcha nada a brazo partido, navega, nada y vuelve a navegar. Nuestra marcha es misquita, negra, es creole, antillana y múltiple. Nuestra marcha es migrante, habla inglés, español y cree en un dios que siembra sandías. Nuestra marcha se quiebra cada vez que toca la orilla. Todos esperamos el momento del día donde ocurre el destello que nos baña. Luego nos marchamos a casa como si nada. Vamos borrachos en la parte trasera de una motocicleta vieja.
Maria Matilde Rodríguez Jaime nació en Barranquilla y vive en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina desde hace ya 24 años, donde ha construido su vida. Desde este conjunto de islas ancladas en el Caribe colombiano ha ejercido como escritora y defensora de los derechos humanos de los desaparecidos en alta mar, actividades que compartió con su ejercicio como rectora del Instituto de Formación Técnica Profesional -Infotep– de San Andrés y planificadora urbana de ciudades costeras.