El poeta argentino nos aproxima al más reciente libro de la poeta chilena Isabel Gómez: "Inicia con un epígrafe de Lola Kiepja, chamana de la cultura Selk’nam, cuya voz avanza hasta fundirse con la de la autora."
Los días que no escribí, de Isabel Gómez
Jorge Boccanera
La voz secreta de la persistencia
Un tiempo trastocado y un abanico de voces trazan el relato de una identidad y modelan los contornos de la memoria, eje principal de Los días que no escribí, el último libro de la poeta chilena Isabel Gómez. La producción anterior de esta autora: Un crudo paseo por la sonrisa (1986), Pubisterio (1990), Versos de escalera (1994), Perfil de muros (1998), Boca pálida (2003), Dasein (2006) y Enemiga de mí (2013), dan la medida de su espesor humano –que alguien designó como "conciencia existencial"– y sus amplios recursos expresivos. La poeta, que entre sus lecturas iniciales ha mencionado a Fernando Pessoa y Gabriela Mistral, recibió en 1997 el premio "Pablo Neruda".
Ahora, los protagonistas de su nuevo libro Los días que no escribí, bien podrían ser unos pasos perdidos en busca de sus propias huellas, en un tiempo siempre fluctuante. De este modo, se abre en sus páginas una sala a oscuras donde estiran las manos buscando tocarse el ayer y el presente, los silencios y las palabras, las ansias de libertad con el camino abierto, las voces con el sentido de lo dicho.
Gómez propone una obra en movimiento que se calza sus venturas y desventuras en un juego de luces y sombras que sustrae al libro de cualquier realismo romo, para dar una obra enriquecida por imágenes sugerentes y una pluralidad de significados que opera desde varios ejes; el primero: la identidad. Luego la memoria, como reaseguro de esa identidad que se mueve en los terrenos cenagosos del desterrado de sí, ése que no se reconoce y debe ser dicho para renacer. Escribe: "hablo con las palabras/ que tu cuerpo guarda sigiloso/ naufragan sobre esta lengua donde se graban/ estaciones enterradas al fondo de tu voz".
El libro, armado como un solo texto, inicia con un epígrafe de Lola Kiepja, chamana de la cultura Selk’nam, cuya voz avanza hasta fundirse con la de la autora: "He llegado a la gran Cordillera del Cielo,/ El poder de aquellos que murieron vuelve a mí./ Del infinito me han hablado./ Aquí estoy cantando, el viento me lleva,/ Estoy siguiendo las pisadas de los que murieron,/ Porque las huellas de los que murieron están aquí". Gómez, de su lado, dialoga "con la imaga que se oculta/ detrás de estas palabras".
Las premisas de Kiepja tensionan la escritura bajo el signo de la paradoja: en pleno tránsito dice haber llegado; además, va en busca de unas pisadas que ya "están aquí". Bajo esa misma figura de pensamiento Gómez brinda una imagen rotunda y bella: "yo sólo leía un poema/ que nunca escribí".
Integrante de la tribu de los onas, víctimas del genocidio a cargo de oreros, uniformados, religiosos y grandes estancieros, la chamana que da testimonio no es un dato menor; se trata de una sobreviviente que amarra sinsentidos y razones, mundos perdidos y recobrados, perfiles que se difuminan o cobran espesor en un derrotero de luchas y anhelos: "ni deambulamos en tu selva/ ni desenterramos el canto de los huesos", "Apenas una frase quiebra el oficio de la espera/ y dudo si escribir o callar/ nuestra canción de la tribu donde vuelven las voces/ a reescribir la libertad que un día respiramos", "han vuelto las banderas a rondar esta memoria sola".
Aquí las palabras toman rango de cuerpo, y el cuerpo se sostiene en un esqueleto de sílabas. Del alegato que viaja en un entresijo de imágenes, brotan escenas que se desmadejan y recomponen ("No quiero que cambies la escritura/ por sombras en el cuerpo/ por rutas cambiadas al azar/ por mestizajes olvidados"), surgen gestos de persistencia ("como una flor desgarbada/ en el exterminio de su voz que no pudieron callar") y se dibujan cosmogonías ("fuimos selva/ lejanos brazos/ en las raíces del mundo") en un acervo propio ("Ahora que extrañas acostarte en las noches/ bajo los árboles/ donde las estrellas nos pertenecen/ como los pasos al camino", "guardo estos años como un hueso que nadie reclama").
Un desencajarse continuo, así la tierra en sus movimientos telúricos, compone el lenguaje vibrante de este libro donde abundan los espacios de la otredad: "somos migrantes de nosotras mismas".
Los días que no escribí se agrega a otros libros de la autora, como Un crudo paseo por la sonrisa, Versos de escalera, Perfil de Muros, Boca Pálida y Enemiga de mí, logrando un valioso y nunca fácil maridaje entre el testimonio y una ficción tramada con los hilos de una rica metaforización que aprovecha espacios de lo incierto y se desliza mediante una sostenida cadencia.
En tiempos de fuertes reclamos por los derechos siempre postergados de la mujer, no es forzado ver a este libro de Isabel Gómez como un homenaje marchando junto a quienes levantan la consigna "ni una menos"; a la vez que a modo de cantata alumbra un historial de luchas con sus avances y retrocesos.
Claro que aquí prevalece la voz secreta sobre la arenga, y sobre la altisonancia una convicción que lejos de cualquier tono de proclama dispone aquí y allá la fuerza arrebatadora de la imagen poética. Escribe la autora: "miente la escritura que se quedó en mi piel/ con su equipaje de muchacha triste", en tanto va "buscando los pasos de una historia/ que nadie podrá borrar".