El escritor y filósofo, Oliva Mendoza, opina que la fotografía es una forma de domesticar el sueño, ¿eso es justo lo que logra este artista de la lente?: Jeronimo Arteaga-Silva, nacido en Ecatepec, en 1972.
Las formas de luz
El trabajo fotográfico de Jerónimo Arteaga-Silva
Carlos Oliva Mendoza
La vigilia es otro sueño que sueña no soñar.
Borges
El sueño es una tecnología milagrosa: la posibilidad más poderosa que tenemos de capturar, ordenar y proyectar imágenes, de reordenar la luz en nuestra mente y afectar a nuestro cuerpo dormido. El pleno dominio que damos a la imagen de luz sobre nosotros es ya una pesadilla.
Una domesticación del sueño es la fotografía. En ambos casos, la captura de la imagen es la captura de luz; pero mientras la grabación fotográfica es la inmovilización de la luz por una tecnología artificial, el sueño es su puesta en movimiento. No hay registro más poderoso de la imagen que el momento producido –y generalmente olvidado– por el sueño. Quizá sólo se pueda comparar con el registro del sonido que alcanza la música.
La diferencia de la fotografía con el sueño, o con la música, es que se trata de una tecnología acumulativa. Su objetivo en un principio es la fijación de un momento del tiempo; después, la creación artificial de una memoria, a través de una serie de recuerdos de luz. Si la fotografía no se encuentra dentro de un registro familiar o testimonial –ritual o periodístico–, que pueda hacer interfaz con otras formas de la memoria, entonces la fotografía debe valer sólo como captura y fijación de luz y movimiento. Éste es su registro sublime, estético o artístico: valer como luz equilibrada y simbólica. Ahí radica el hecho de que una simple fotografía alcance la dignidad pública de la representación –el ludismo del arte– o, en términos más violentos, de la reproducción, ya sea impresa, museística o cinemática.
Jerónimo Arteaga-Silva es un fotógrafo excepcionalmente dotado para generar obras de artes. Su trabajo fotográfico se centra en un plano abierto, que siempre constituye como un plano de luz natural, donde los personajes, las mercancías, las señales, los edificios, los medios de transportes, las sombras y los encuadres –naturales y artificiales– generan un movimiento de composición dentro del campo lumínico. Es muy raro encontrar en el trabajo de Artega-Silva un acercamiento, un retrato o un objeto que no esté enmarcado en un plano general.
A partir de esta característica básica, que ha montado de diversas formas en trabajos y libros, genera un movimiento dramático en el interior de sus fotografías. Ese movimiento es una acción cotidiana, serial, espontánea y la mayoría de las veces casual. Curiosa y sorprendentemente, su dramaticidad está dada por el plano de luz. El secreto de su representación se encuentra, dentro de esta teatralidad, en que la quietud que alcanza el objeto en su trabajo deviene de la determinante lumínica sobre la cámara y no de la cámara sobre el plano de luz.
Inquietante es su trabajo justo porque la luz natural, en sí misma, ha escrito el movimiento de las cosas, de las construcciones, de los hombres, de las mujeres, de los niños y las niñas, de las mercancías del mundo. Todo responde a la determinante y tensión entre luz y sombra, por esta razón las formas del cuerpo y del rostro de la vejez alcanza tanto poder en su trabajo. La cámara encuentra al cuerpo en un agonismo de luz y sombra, no crea artificialmente el conflicto.
Su trabajo, similar al trabajo cinemático de Kurosawa, parece confirmar el hecho de que incluso la materia más dúctil, evanescente y virtual, la luz, causa una determinante indestructible sobre el mundo. Algo similar a la propuesta de Arteaga-Silva sucede en el caso del trabajo musical de Erik Satie. La permanencia del sonido, su repetición y quietud, conforma el sentido desde la expansión del aire y no desde su dislocación constante.
Es ese dominio de la técnica, unos ojos que naturalmente miran las líneas de composición, que alcanzan la perspectiva áurea de forma espontánea y cotidiana, que descubren constantemente el balance de los elementos, el color, las luces y las formas en la realidad, lo que hace a Arteaga-Silva un fotógrafo tan acabo. Y es justo ese dominio lo que hace que recurrentemente desafíe ese arte y don que posee.
Durante mucho tiempo, ese barreno que busca toda y todo artista, estaba dado por la misma naturaleza del paisaje mexicano, caribeño y centroamericano. Sus trabajos sobre la Huasteca, el desierto de San Luis Potosí, la isla cubana o la Ciudad de México pueden leerse como desciframientos del paisaje, cómo búsquedas de sentido dentro del potente e indómito paisaje americano. Un espacio que no ha sido, a la fecha, dominado por los objetos, las construcciones, las señales o civilizado por los derechos mercantiles y humanos.
El humo, la bruma, la soledad, la difuminación de las sombras, el agua desbocada, en suma, la luz que destroza todo es el punto guía de su trabajo fotográfico en América. De ahí su vigencia, riesgo y maestría. Esto es muy claro en sus fotografías hondureñas o en la serie carretera del desierto mexicano.
En ese trabajo americano, Arteaga-Silva llegó a proponerse un límite formal absoluto, similar al que fija Hitchcock en el cine o Woolf y Coetzee en la literatura: el encuadre absoluto. Entonces produce su magnifica serie de fotografías fijadas a través de las ventanas. El ejercicio consiste en mostrar la fuerza de la luz, lograr romper, como en el caso de Cézanne, el marco predeterminado al que se ata todo arte, pero en estos casos de manera explícita. Una analogía de ese trabajo fotográfico se puede ver en uno de los libros centrales del español: Cartucho de Nellie Campobello. Ahí la narradora rompe todo el encuadre de la revolución mexicana desde la mirada de una niña que crece en medio de aquella furiosa y enloquecida revolución.
Desde sus fotografías americanas, el tiempo ha pasado y Arteaga-Silva lleva décadas transterrado del "valiente mundo nuevo". Ha seguido, con humildad, la saga del paisaje europeo: el color, donde la propiedad y la personalidad autorreferencial juegan un papel determinante; el trabajo, filigramático, sobre los materiales, en especial la moda; o la fotografía de ese movimiento extremo que siempre desafía a la luz: el deporte.
Sea en la teutónica América o en la oceánica Europa, el ejercicio fotográfico de este gran artista alcanza siempre los objetivos disruptivos y testimoniales, los asuntos cruciales, de la fotografía. Gran parte del conflicto actual en el mundo, obscurecido en sí mismo, marcha al ritmo de una luz en oferta, desmesurada y enloquecida, que, sin embargo, se detiene imperceptiblemente en un reposo de luz y nos revela una verdad vieja: todos somos sombras de otras sombras que de vez en cuando brillan con luz propia.
Enlace al libro: Arqueología de mí, de Carlos Oliva Mendoza y Jerónimo Arteaga Silva.
http://www.filos.unam.mx/personales/carlosoliva/Arqueologia%20de%20mi.pdf