Siguiendo sus colaboraciones tituladas Pruebas de imprenta, Espinasa nos habla aquí del gusto literario y de la industria editorial y, por supuesto, también de las preferencias de los lectores.
Pruebas de imprenta (8)
El problema del gusto literario
José María Espinasa
Si bien es fácil ponerse de acuerdo en que el gusto literario se define por su fragmentación, el editor independiente se suele preguntar por qué no gusta a un público más numeroso lo que a él le gusta leer y editar. Si alguien empieza un sello pensando en vender no suele apostar por su independencia sino por una dependencia del mercado. ¿Por qué al gusto no lo consideramos un factor de dependencia? Precisamente porque está fragmentado, diseminado, rizomatizado, aunque no necesariamente roto. Por eso la enorme actividad de sellos con proyectos arriesgados y personales es una señal de salud cultural, aunque –y eso me lo han señalado algunos amigos economistas– no de salud económica. Si hubiera tantos refrigeradores o televisores como títulos de libros en el mercado, la industria de los electrodomésticos sería un caos y quebraría. El editor independiente también quiere vender libros y vivir de lo que hace, pero no a cambio de publicar lo que no le gusta: su independencia reside en su gusto y su futuro depende hacerlo mínimamente rentable. Actualmente eso es en la mayoría de los casos imposible y por eso es tan importante la labor de apoyo del estado.
Cundo Gabriel Zaid dijo hace unos años que cada libro era un monopolio de sí mismo, y que por eso su comportamiento como mercancía no se correspondía con otras mercancías, lo que en realidad señalaba es que el libro no es una mercancía sino un bien cultural. Pero esa diversidad demográfica ha hecho que en parte ese concepto colapse. Las compañías de paquetería hicieron que el correo estatizado quebrara y se lo mantiene no se sabe bien a bien porqué, tal vez en recuerdo de que se consideraba que el servicio postal era estratégico. Pero la noción misma de estrategia ha cambiado. Si el libro fue llamado alguna vez, de manera metafórica, una carta al lector anónimo o desconocido, ese destinatario no es hoy día una metáfora. El asunto planteado líneas arriba –el gusto- es claro que no puede ser una cuestión individual -pues justamente en gustos no se rompen géneros- pero tampoco de consenso y mucho menos estadístico, sino una función comunitaria. De allí la importancia en su momento de los funcionamientos generacionales, como Orígenes en Cuba, Sur en Argentina, los Contemporáneos mexicanos o el 27 español, que culmina en el boom latinoamericano. Esa cohesión se perdió, desgastada por elementos no literarios, en especial las luchas de poder.
Así que si en gustos se rompieron los referentes (ojo: el refrán ahora se conjuga en pasado) hay que reconstruirlos. Esa es otra de las razones de la multitud de proyectos editoriales, mientras que no hay en correspondencia una situación similar en las revistas en papel. Y la manera de reconstruirlos no es, como pretenden algunos críticos, volver a machacar las figuras de un canon, sino buscar la diversidad y las diferencias. Hay quien piensa que el establecimiento de un canon no puede venir sino de la consolidación de un dogma, por ejemplo, el de lo moderno, muy visible a partir de Carlos Fuentes, aunque su constructor reflexivo lo haya sido Octavio Paz. Esa obsesión por la modernidad persiste aun en las búsquedas, pero se ha transformado en otra dirección. Por eso la obsesión por las vanguardias y su modernidad cien años después. Por eso también el trabajo, complementario sobre formas reconocibles y precisas. Se vuelve a la novela tradicional, al cuento clásico, al soneto. Y Samuel Becket, el gran referente del callejón sin salida, del que no se puede salir, en parte porque esa ausencia de salida la capacidad expresiva del irlandés la vuelve un paraíso, y de él no queremos salir, tenemos que ser expulsados.
El tránsito de las revistas independientes a los sellos editoriales y de allí a las páginas web muestra un cambio de necesidad: ya no el diálogo entre autores sino la imposición de obras. El catálogo y no el mapa, el directorio y no la cartografía. Véanse otra vez los autores premiados: hace cuanto que no hay una verdadera revelación a través de un premio, o siquiera una sorpresa: son previsibles. Y eso no depende de que estén amañados, e incluso los más honestos en su designación son los más previsibles. ¿Es la siembra en editoriales una búsqueda a más largo plazo que la siembra en revistas? Es probable, pero lo que a la web le importa es el prestigio instantáneo sin importar que sea efímero. Por eso a la política le interesa tanto la propaganda en las redes y no funciona igual para el arte o la literatura. El ejercicio del gusto literario y su resultante en una lectura, más que en un juicio, es a pesar de todo fundamentalmente injusto y no pocas veces ilegítimo, cada vez es más palpable que la lectura funcione en secreto y a escondidas. Uno de los mejores libros de poesía reciente, Mi osadía, mi osamenta, de Víctor Hugo Piña Williams no está en librerías y circula mucho más por un mano a mano que por una venta en la web. Y no sólo pasa con la poesía: veo anunciada una nueva novela de Juan Villoro. La busco en las librerías y no está, la pido a la editorial y no responden mis correos. No personalizo, es algo que sucede con harta frecuencia todo tipo de lectores.
Lo que resulta sorprendente, casi hasta milagroso, es que la literatura, a pesar de esa falta de lectores, de las cadenas de información y del funcionamiento ineficiente de la cadena productiva del libro, pasa por un buen momento. Hay la tentación de señalar que a menos lectores mejor literatura, pero sería un error. Porque el daño no se le hace, aunque también al escritor sino a la cultura. Por eso urgen políticas bien encaminadas de apoyo al libro, en especial al libro de alcance minoritario, y sin esperar de ello rédito político. Cuál es el daño que se hace al escritor: que escriba para gustar o, peor, tener éxito. Es una costumbre cada vez más frecuente. Pero al lector se le pone en peor situación: no halagar su gusto sino su falta de gusto, su ausencia de gusto, ausencia que le impone la publicidad Y eso nos trae de vuelta al Premio Planeta. La crisis a la que llegó, por ejemplo, el Nobel tenía que ver con eso. Peter Handke debió haberlo recibido 20 antes, pero lo impideron razones políticas. Borges no lo recibió nunca. Razones políticas, de género, de conveniencia global. Este año al menos para los lectores en español, fue entregado a un escritor desconocido en nuestra lengua, pero según parece de alta calidad.
Hace treinta años se le entregó a Elías Canetti, autor minoritario que hoy es un clásico. Esa es la función de ese premio. ¿La función del Planeta? Queda menos clara. ¿Alimentar la cuenta de cheques de la editorial y por ello de las librerías? No queda tan claro. Es demasiado dinero el que se da al premiado para que sea recuperable. ¿Mantener vivo el estatus ideológico de una sociedad como la española, profundamente conservadora? Tampoco es tan claro: hay libros espléndidos que lo han ganado –Ana María Matute, Juan Marsé, Jorge Semprun, Juan Benet-. Podríamos seguirnos preguntando sobre el sentido de otros premios, por ejemplo, en México, el Villaurrutia, el FIL, el Aguascalientes, el Sor Juana, el Poniatowska. Pero resulta más bien aburrido. Sólo en replanteamiento en conjunto de esos premios les devolvería lo que necesitan: credibilidad. Mientras tanto la lectura, que recibe un impulso inesperado por parte de la pandemia, si bien no comparable al de las series televisivas, muestra, como ya se dijo en Pruebas de imprenta anteriores, signos de recuperación. Puede, sin embargo, ser un espejismo: las editoriales están lanzando, las pequeñas, grandes y medianas, las novedades que a lo largo de un par de años se acumularon en sus bodegas. ¿Cómo conseguir que eso sea fecundo? Depende mucho de que el lector asuma un rol más activo, que las librería y distribuidores asuman los errores que han acumulado desde hace treinta años, y hagan una política de compra diversa y el estado, en la medida de la recuperación económica y la superación de la emergencia sanitaria, vuelvan a invertir recursos, y que la iniciativa privada asuma también un papel activo. Salvo lo pri9mero, las tres cosas siguientes no parecen prometer una modificación. Las librerías, por ejemplo, salvo un breve cambio impulsado por la pandemia, vuelven a su actitud sin darse de los pocos resultados que tuvo en el pasado.
La feria del Zócalo volvió a ser presencial y con mucha asistencia, lo que es de esperar se reflejará en la venta. La de Guadalajara, en el ojo del huracán político, prepara su regreso sin modificar sus estrategias, mismas que excluyen o minimizan a las pequeñas editoriales. El regreso está teñido de optimismos no siempre bien fundamentados. La clave será el año que viene. Además de cruzar los dedos hay que impulsar políticas imaginativas de aproximación al lector. Y, desde luego, hay que fijarse en lo que está ocurriendo en las redes, a lo que dedicaremos algunas Pruebas de imprenta futuras.