Poemas entre la noche y la niebla
Rafael Narbona
La poesía fue la balsa que mantuvo a flote a muchos deportados en ese gigantesco naufragio llamado Shoah, un acontecimiento que ha marcado un hito en la historia de Occidente. Ya es imposible pensar en Europa sin recordar la chimenea de Auschwitz, vomitando ceniza sobre el frío cielo de Polonia. El continente que engendró el humanismo renacentista, las antorchas de la Ilustración y la Novena Sinfonía de Beethoven también alumbró la distopía nazi, un proyecto político concebido para borrar la huella del judaísmo en la cultura europea. Como apuntó George Steiner, nuestra civilización es una síntesis de Atenas, Roma y Jerusalén. No se puede eliminar el legado judío sin desfigurar nuestra identidad. Afortunadamente, los nazis perdieron la guerra, pero su horrible genocidio dejó una enorme –y quizás imborrable- cicatriz. Solo las palabras pueden aliviar esa herida.
Después de Auschwitz, Adorno hizo circular la idea de que ya no sería posible escribir poesía, sin incurrir en un acto de barbarie: «Hasta la más afilada conciencia del peligro puede degenerar en cháchara. La crítica cultural se encuentra frente al último escalón de la dialéctica entre cultura y barbarie: escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie y eso también corroe al conocimiento, el cual afirma por qué se ha vuelto imposible escribir poemas hoy». ¿Significaba esto que un género había llegado a su fin o más bien se refería al ocaso de un concepto de cultura? ¿Había muerto la poesía o esa cultura que había olvidado su función crítica, abrazando lo puramente estético al margen de lo ético? ¿Por qué no escribir poesía, cuando muchos de los deportados al Lager aliviaban su sufrimiento, recitando en voz baja o en un silencio ensimismado, versos y estrofas que ni las condiciones más adversas habían logrado borrar de su memoria? En Si esto es un hombre, Primo Levi evoca una mañana particularmente fría en Auschwitz. Ese día la reclusión se hizo menos penosa gracias a unos fragmentos de la Comedia de Dante, que rescató de su memoria y tradujo al francés para un compañero que no hablaba italiano. «¡Pobre Dante y pobre francés!», exclama Primo Levi, sin ocultar la gratitud experimentada al recordar unos versos que les ayudaron a recuperar por un instante el olor a mar: «dulce cosa ferozmente lejana». La belleza no es un simple adorno, sino una utopía a la medida del hombre. Su aparición en medio de la barbarie posee un efecto liberador. El olor a mar se opone al olor a carne quemada, mostrando la impotencia del mal frente a la tenacidad del espíritu, siempre abierto al recuerdo de lo bello y bueno.
Jorge Semprún, deportado a Buchenwald por su militancia comunista, no se muestra menos agradecido hacia el poder balsámico de la poesía: «la mera forma poética, sus ritmos, su métrica, ayudaban a recobrar aliento, a recuperar el tiempo perdido, el tiempo de la vida, afuera, frente a la inminencia de la muerte». Entre las alambradas y el barro, la poesía representaba una de las escasas posibilidades de acceder a una intimidad relativa, a una soledad que liberara durante unos instantes de una convivencia forzosa. En los barracones, no existía sentimiento de comunidad, sino hacinamiento. Viktor Frankl confirma esa vivencia: «el prisionero anhelaba estar a solas consigo mismo y con sus pensamientos. Añoraba su intimidad y su soledad». Semprún afirma que la poesía –al igual que la oración- constituía uno de los pocos ejercicios capaces de devolver cierto sentimiento de privacidad: «Se vive o se desvive inmerso en un amontonamiento de cuerpos, de respiraciones, de promiscuidad total y permanente. Acaso para los creyentes fuese el rezo, para los que no lo somos era la recitación de algún poema una de las escasas maneras de reconquistar un momento de frágil soledad, indispensable a mi modo de ver para reconstruir la fuerza interior que permite resistir».
El objetivo de los nazis era deshumanizar, transformar a los deportados en cadáveres vivientes, reducirlos a la condición de animales apaleados, con la conciencia sumida en la niebla del miedo. «En Auschwitz –escribe Giorgio Agamben- no se moría, se producían cadáveres. Cadáveres sin muerte, no-hombres cuyo fallecimiento es envilecido como producción en serie. Es justamente esta degradación de la muerte lo que constituye el ultraje específico de Auschwitz, el nombre propio de su horror». Buscar la belleza, recitando fragmentos de la Comedia de Dante o un soneto de Shakespeare, era una forma de luchar contra una rutina concebida para acabar con la sensibilidad y la razón. Para muchos, la poesía fue la palanca que les permitió preservar o restablecer su dignidad. Nacida en Viena en 1931, hija de un médico judío asesinado en las cámaras de gas, Ruth Klüger transitó por varios campos de concentración alemanes (incluido Auschwitz-Birkenau), logrando sobrevivir. El horror padecido no le hizo desistir de continuar sus estudios después de la guerra, mejorando su conocimiento de las letras germanas. Después emigraría a Estados Unidos, donde ejerció como profesora de literatura. Durante su estancia en Theresienstadt, Ruth Klüger, con apenas doce años, componía «nostálgicas poesías sobre la patria y la libertad». Cuando fue tatuada en Auschwitz con el número A-3537, comprendió que la necesidad de escribir no era solo una compulsión, sino la forma específicamente humana de vivir el tiempo y transformarlo en historia: «Con aquel tatuaje apareció en mí una nueva lucidez, a saber: lo extraordinario, lo monstruoso de mi situación me vino tan violentamente a la conciencia que sentí una especie de alegría. Yo vivía algo de lo que valdría la pena dar testimonio».
Para una conciencia situada entre la niñez y la adolescencia, como es el caso de Ruht Klüger, la sensación de asumir una responsabilidad de esa magnitud, disipaba ligeramente el horror y suscitaba la excitación de la aventura. En Auschwitz no se jugaba («esperábamos a pie firme que acabara el recuento, tuve sed y un miedo mortal. Eso fue todo, no fue más»), pero la pequeña Ruth se escondía de la muerte fantaseando con escribir un libro que se titularía Cien días en el campo de concentración. «No cuento nada fuera de lo normal –escribe Ruth Klüger- si digo que por dondequiera que estuve recité y compuse poesías. Muchos de los reclusos de los campos de concentración hallaron consuelo en los versos que sabían de memoria. Uno se pregunta en qué consiste en el fondo ese consuelo de la recitación. Por lo general se citan poesías de contenido ideológico o religioso o también las que han tenido un valor fuertemente afectivo durante la infancia del preso. A mí sin embargo me parece que el contenido tenía una importancia solo secundaria y que lo que nos daba un apoyo era ante todo la forma como tal, el lenguaje sometido a la disciplina del verso».
Según Heidegger, la poesía es el lugar donde acontece la verdad. Simpatizante del nazismo –jamás devolvió el carnet del partido y no dijo ni una sola palabra sobre Auschwitz-, el autor de Ser y tiempo atribuía a la poesía un poder esclarecedor. Su escasa sensibilidad moral le impidió apreciar que la misión de la poesía no era revelar el ser, sino afirmar la vida, perpetuarla, y aportar algo de bondad. Danilo Kis, también judío y superviviente de la matanza de Novi-Sad (Serbia), escribió un relato, «Yuri Golets», que narraba la muerte de un ficticio poeta judío: «en su obra no existía nada más que la gran ilusión de la creación; ahí no se pierde energía alguna; cada palabra escrita es como el génesis». El nazismo no produjo nada. Su meta era destruir, aniquilar. Sus eufemismos corroboran ese nihilismo, que sitúa al ser humano al borde del vacío absoluto, un sombrío idilio con la muerte disfrazado de crepúsculo wagneriano. Por el contrario, la poesía es creatividad sin fin. Las palabras no se limitan a explorar combinaciones más o menos afortunadas. Su intención última es añadir belleza, conocimiento, bondad. En el relato «Laúd y cicatrices», Danilo Kis describe la tarea del escritor desde una perspectiva moral: «El escritor debe considerar la vida en su totalidad. Es deber del hombre, sobre todo del escritor, abandonar este mundo dejando tras de sí no una obra, obra es todo, sino un poco de bondad, algo de conocimiento. Cada palabra es como la Creación».
«Noche y niebla» fue el eufemismo empleado por los nazis para referirse a su proyecto genocida. Su anhelo era que su crimen –gigantesco, casi inenarrable- pasara desapercibido. No debía quedar nada de aquella empresa. Ninguna huella, ningún recuerdo. Sin embargo, entre la noche y la niebla, los deportados no se resignaron a perder su condición de seres humanos y por eso escribieron poemas o pintaron, como hizo Zoran Mušič, el pintor esloveno que realizó cien bocetos en Dachau, utilizando papel de embalar y trozos de carbón. Los nazis querían abolir la humanidad de sus víctimas, pero ellas lucharon por conservarla. Si la poesía desapareciera algún día, Auschwitz habría vencido. Auschwitz no debe inspirar un silencio apesadumbrado, sino un grito airado. Esta antología, fruto del trabajo riguroso y el compromiso moral, bien podría ser ese grito. Allí donde despunta la belleza, hay un ser humano, aunque algunos intenten destruir su rastro.