¿Cambios para cambiar la cultura del poder?
José Angel Leyva
Tras la pandemia, hay signos claros de urgencia bélica entre los estados más poderosos para sostener sus industrias militares, esos enormes aparatos que aseguran su hegemonía en el planeta e imponen sus intereses particulares allí donde haya que asegurar un tipo de democracia, de libertad, de conceptos religiosos, de sistemas de vida, de cultura y, por supuesto, de posesión de recursos naturales o llanamente de territorios.
El cine fue en su momento el instrumento más eficaz para crear una mitología de héroes de película: libertadores, salvadores, valientes, bellos ejemplares de la guerra, conductores de esa reluciente maquinaria de violencia que aniquila y elabora la nueva narrativa del progreso. Como entre los antiguos griegos, romanos y los colonizadores de nuevos mundos el progreso y sus virtudes son privilegio de pueblos y grupos dominantes, de ciudadanos del mundo conquistador, el resto es fuerza de trabajo indispensable para cumplir con ese sueño de libertad, de democracias, de bienestar y riquezas.
El cine, y no la lectura, sembró de imágenes y conceptos políticos, estéticos y culturales las mentes de los consumidores de entretenimiento. La televisión se sumó a ese instrumental imaginativo e ideológico que hoy representa Internet y sus redes sociales, sus nuevos productos seriales con sus fórmulas políticamente correctas: cuotas de género, de raza, de “trasgresión”, de morbo, de censura, de patrones de pensamiento, etcétera. Todo cambia para no cambiar: los siervos y los esclavos toman el poder y se convierten en los nuevos tiranos de la película, porque en el fondo, la enseñanza radica en la manipulación de conciencias en beneficio de unos cuantos privilegiados.
No obstante, si el cine, la televisión e internet enajenan a las masas, los libros suelen causar verdaderas conmociones en la conciencia de sus lectores. Ninguno de esos instrumentos tiene aún el poder de incidir tan profundamente en la mente de un individuo e interactuar con sus ideas y sus sueños, sus deseos y su espíritu creativo. Es aún en las universidades públicas donde se gestan y se impulsan las corrientes de pensamiento, donde tienen lugar las preguntas y las búsquedas no sólo del conocimiento sino además de la sabiduría y por consiguiente de la rebeldía y la inconformidad. Carlos Tello Macías, ex diplomático y ex titular de varias secretarías de gobierno, además de catedrático en la Facultad de Economía en la UNAM, sostiene en su libro La revolución de los ricos, que los empresarios mexicanos y las oligarquías familiares de este país se pusieron de acuerdo para diseñar un país en el que había que imponer una estratificación social y económica. Para lograrlo era indispensable hacerse de la educación, desacreditar la educación pública y desarrollar la convicción de que es en los centros de educación privada donde realmente se aprende y se tienen oportunidades de ascender socialmente. Los filtros dejarían pasar sólo a los más capaces y a los de mayores recursos económicos, una forma también de blanquear la pirámide en su punta. No lograron desmantelar la educación superior gratuita, pero sí ampliar su oferta educativa y persuadir a la sociedad de que la educación primaria y secundaria es mejor en el sector privado. Hasta los políticos más radicales en su crítica neoliberal practican esa regla.
Escribo estas reflexiones a propósito de las palabras que vertiera el nuevo presidente de la república de Colombia, Gustavo Petro, acerca de la lectura, y particularmente de la literatura, en la conformación de su pensamiento y de sus actos. Paradójicamente fueron las novelas de ese gran defensor del neoliberalismo y del statu quo, Mario Vargas Llosa, las que influyeron en su forma de pensar y ver el mundo, en la radicalización de su inconformidad, en su determinación política para cambiar la historia cruenta y discriminatoria de su país. No sólo por las historias narradas sino por el conocimiento y la fuerza del lenguaje.
Pocos países de América Latina aceptan formalmente, aunque en la práctica sean iguales o peores, estratificar a la sociedad urbana, de marcarla por niveles socioeconómicos, un suave “apartheid” en un sistema de ciudadanos, de colombianos supuestamente iguales. El fracaso de la revolución de los ricos en México y la visibilización de los “nadie” en Colombia se debe en gran medida a la falta de opciones políticas derivadas de una profunda descomposición de sus respectivas realidades, de sus sistemas políticos, pero también, quizás, a la perseverancia de hombres y mujeres que han abrevado no en las fantasías del cine, de la televisión, de internet, sino en las páginas de libros que suelen mostrarnos realidades distintas y donde los protagonistas no son los poderosos sino los de abajo, los invisibles, los que no defienden otra causa que su nombre.
La Otra celebra con los hermanos colombianos este cambio de rumbo en su política y seguramente en su realidad histórica. La cultura y la educación siguen siendo bienes de libertad y justicia, en esa medida, en su importancia versus economía y política, podremos augurar y hasta afirmar que algo está cambiando para cambiar.
Pero, La Otra, ¿qué hacemos con La Otra?