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Fábula con poetas. Jorge Bustamante

jorge-bustamanteEl geólogo, poeta, narrador y ensayista colombomexicano nos ofrece una muestra de su libro inédito Encuentros mínimos con escritores muertos.

 

 

 

Fábula con poetas*

Jorge Bustamante García

 

En la adolescencia me parecía que para ser poeta había que estar muerto: sólo los poetas muertos tenían el poder de la palabra. Mi papá hablaba de Bécquer, del Tuerto López, de Rubén Darío: todos muertos. El profesor que nos daba literatura disertaba sobre Guillermo Valencia, Espronceda o José Martí: todos muertos. El flaco Speaker predicaba a Unamuno, a Cervantes, a Barba Jacob: todos muertos. Era como si a los que vivían y escribían había que esperar que murieran para sentirlos poetas. Cuando llegué a Rusia sucedía igual: los poetas eran Pushkin, Lérmontov, Maiakovski, Esenin: todos muertos. Los que estaban vivos en los años setenta apenas se estaban construyendo. Había que esperar para sentirlos poetas, aunque algunos fueran realmente extraordinarios. En el curso de esos años moscovitas vi algunos de carne y hueso desde lejos. Poetas latinoamericanos que visitaban la URSS y que daban charlas y recitales a la comunidad latina. De lejos vi y escuché al cubano Eliseo Diego, a los colombianos Luis Vidales y Enrique Buenaventura, al nicaragüense Ernesto Cardenal. Eliseo Diego nos leyó en la Biblioteca de Lenguas Extranjeras, además de sus poemas, sus traducciones de Esenin, que realizó con ayuda de una traductora. Ella hacía la traducción literal de los textos de Esenin y Eliseo Diego les daba forma poética en español. El experimento a veces se sostenía, a veces no. En otra ocasión Luis Vidales, toda una referencia en la lírica colombiana desde la publicación de su primer libro Suenan timbres, nos dio en el auditorio de la universidad una interesante charla sobre la poesía colombiana. Otro día Ernesto Cardenal habló de Solentiname y la lucha de liberación contra la dictadura somocista en su país, nos leyó, casi levitando, parte de su Canto nacional y su emblemática Oración por Marilyn Monroe con voz pausada y cadenciosa: “Ella soñó cuando niña que estaba desnuda en una iglesia (según cuenta el Times)/ ante una multitud postrada, con las cabezas en el suelo/ y tenía que caminar en puntillas para no pisar las cabezas”.

         Por allá en 1982, recién llegado a México, realicé entrevistas a escritores para un periódico colombiano. Hice una selección de los autores que había leído al menos parcialmente, averigüé teléfonos, los busqué. Algunos aceptaron generosos, otros me dieron vueltas, unos cuantos se sentaron en su gloria y me asestaron un rotundo no. Monterroso siempre estaba muy ocupado; amable, me daba explicaciones –él, que era maestro de la brevedad, me hizo el cuento largo. Pacheco aceptó, pero me advirtió que no le hiciera ninguna entrevista, no le gustaban, me invitó a su casa simplemente a conversar. Cuando llegué me alcanzó una hoja con un poema escrito
         ─Ahí encontrará ─me dijo─ las razones por las que no doy entrevistas. Es una carta dirigida a un estudioso de Colorado. Leí: “Carta a George B. Moore para negarle una entrevista”. En un instante encontré las siguientes líneas y me quedó todo claro: “¿Cómo explicarle que jamás he dado una entrevista,/ que mi ambición es ser leído y no “célebre”,/ que importa el texto y no el autor del texto,/ que descreo del circo literario?”. Muchos años después entendí que estas líneas eran el más vivo retrato del poeta, con versos de gran fuerza que descreen del circo literario, pero con asomos apenas perceptibles de cierta falsa modestia: ser leído y no “célebre”, importa el texto y no el autor del texto. Quién sabe, a lo mejor las dos cosas son importantes. Su conversación, fértil y sabia, fue para mí muy enriquecedora. Me abrió temprano las puertas de un país nuevo y fresco, pero al mismo tiempo complejo y doloroso, que aún estoy descubriendo y sufriendo. Salí directo a escribir la crónica de ese encuentro, que se publicó luego en la revista bogotana de Colcultura. Después lo vi muchas veces desde lejos caminando por las calles de la Condesa, donde ambos vivíamos. Vino a Morelia en distintos momentos. En uno de ellos lo llevé de su hotel del centro a una comida de amigos en las colinas de Santa María, embutidos los dos en un vochito viejo. Pacheco, que era un hombre robusto, parecía salirse por las minúsculas ventanas del auto. En el trayecto me habló de la historia de la ciudad con tanto lujo de detalles, que sólo pude mirarlo sorprendido. La última vez que lo vi me dejó una antología de su poesía, dedicada de su puño y letra con la generosidad de espíritu que lo distinguía. Cuando supe de su muerte me fui por las calles de Morelia con La fábula del tiempo entre mis manos. Leí muchos de sus poemas en una banca perdida del parque Cuauhtémoc, mientras en la ciudad atardecía. 
         Quien sí quiso hablar largo en las entrevistas fue Luis Cardoza y Aragón. Cuando lo conocí, en 1982, era un hombre de 80 años, despierto, activo, de gran curiosidad, conocedor de los más diversos asuntos, amigo de los Contemporáneos y varios surrealistas como Eluard, Breton, Robert Desnos, testigo directo de sucesos sin fin en México, Guatemala, Colombia y muchos otros países. Estuve en su casa de Coyoacán varias veces, afinando el texto de nuestra conversación. Cada vez agregaba o quitaba cosas. Su mujer, Lya Kostakowsky, delgada y alegre, siempre sonriente, era una amable anfitriona. Participaba en la conversación, a veces salía discretamente para dejarnos hablar a solas y regresaba al rato con tazas de café y bocadillos. El poeta vivía con la mitad de su corazón en México y con la otra en Guatemala, pero era un ser universal que parecía interesarse por todo. Cuando supo de qué país venía yo, se explayó, recordó con minuciosidad su estadía en Colombia de 1947 a 1948, mencionó a sus amigos poetas Fernando Charry Lara, Eduardo Carranza, Aurelio Arturo, Mutis y un largo etcétera. El 9 de abril del 48, cuando asesinaron al líder político Jorge Eliecer Gaitán, se encontraba en Bogotá como delegado en la Novena Conferencia Panamericana. La gente se sublevó, hubo disturbios graves, el centro de la ciudad fue incendiado, muertos y heridos por doquier; después llamaron a esa tragedia el Bogotazo, empezó un nuevo periodo de violencia de todos los colores y matices que aún hoy no cesa. Cardoza y Aragón y otros extranjeros de la Conferencia fueron involucrados mañosa e indirectamente en los sucesos, por lo que un grupo grande de escritores y artistas de la época publicó un manifiesto como desagravio al poeta.          
         Al despedirnos la última vez, cuando pusimos punto final a la entrevista de varias sesiones, me regaló una foto donde aparecen él y Lya en la cubierta del barco De Grasse atravesando el Atlántico rumbo a Francia en 1948. Cuando se publicó la entrevista en Bucaramanga, volví para dejarle un ejemplar. Cardoza la leyó de pe a pa delante de mí en la puerta de su casa. Le conmovió ver la foto inmensa en medio de las páginas centrales, escudriñó cada párrafo y al final me dijo entre una leve sonrisa: “salió bien, ¿verdad?, le va a gustar mucho a Lya”. Unos cinco años después los volví a ver de lejos en una librería del sur de la ciudad. Se veían bien, andaban con un grupo de personas y no me acerqué. Cuando me enteré de su muerte a principios de septiembre de 1992, salía yo de campamento geológico y me llevé El río: novelas de caballería. Me sumergí a intervalos en su corriente en las tardes vaporosas de tierra caliente, frente a una mina de cobre de la que he olvidado su nombre.
         Cuando viví en Jalisco conocí a Elías Nandino. Yo vivía en Ameca y él en Cocula: “de Cocula es el mariachi”, asevera el rumor popular. Se lo pregunté a Nandino, me dijo que era puro cuento, que el mariachi se fue dando paulatinamente y casi de manera simultánea en varias regiones rurales de Jalisco. Fue una tarde de regreso del campo que decidí pasar por Cocula para conocer al autor de Erotismo al rojo blanco y Eternidad del polvo, libros que había leído unas semanas antes. Nandino me recibió con gentileza y cuando supo de mi interés por su poesía, no paró de contarme historias divertidas sobre sus amigos del grupo Contemporáneos y del colombiano Porfirio Barba Jacob, ese maestro terrestre, loco y marihuano, autor de algunos poemas dignos de la pluma mágica de un ángel. A sus 84 años Nandino me pareció un ser absolutamente vital, lleno de palabras y de músicas que se agitaban por todos los rincones de su inmensa casa de Cocula. Era un ser a esa edad tremendamente colmado de sueños, de miradas que indagaban los misterios del tiempo y de la vida, pero sin olvidar ni por un instante el cerco permanente de la muerte, ese irse apagando poco a poco, sin sentir, como si nos fuéramos sin saber a ciencia cierta si esto es una quimera o es la vida: “Cuando soñamos/ parece que vivimos,/ cuando vivimos/ parece que soñamos./ Y así,/ confundiendo los/ sueños, con la vida/ y la vida con los sueños,/ sin sentir/ nos apagamos”.
         Durante dos años lo visité esporádicamente en su casa, una casa recién renovada, tenuemente azulada, con un patio grande en la mitad y muchos cuartos alrededor. Nandino se sentía bien ahí porque podía deambular por los corredores, rociar las flores, las plantas de hojas grandes, recostarse en una columna de madera verde, dejar que la luz del sol le bañara sus años y sus antiguas fantasías. Tenía en su sala una especie de biblioteca pública a donde llegaban estudiantes ávidos de conocer la vida y la obra de su poeta municipal, convertido ya en una leyenda nacional. Era fácil advertir lo mucho que Nandino disfrutaba la visita de los jóvenes y fui testigo de cómo, con frecuencia, se convertía en un desbordado maestro de escuela que explicaba a sus alumnos, con lujo de detalles, todo tipo de asuntos, desde cosas elementales de geografía e historia, hasta complicados temas de medicina que él había asimilado a la perfección como médico de prostitutas, homosexuales, artistas, poetas y demás linduras que trató durante su vida profesional.
         En una ocasión, con algunos amigos lectores de su poesía, logramos convencerlo para que diera una lectura en Ameca. Nandino accedió a regañadientes, pues ya no le gustaba viajar y prefería quedarse en su casa a lidiar con los fantasmas de su larga existencia, de su tardío aprendizaje en compañía de sus insomnios en las noches quemantes. El recital de Nandino en Ameca resultó memorable. Leyó poemas viejos, de sus libros publicados y poemas nuevos, recién salidos de su horno viejo y solitario, pero todavía ardiente. Contó, como solía hacerlo, innumerables anécdotas sobre sus compañeros de aventuras y letras, recomendó a los jóvenes presentes “vivir intensamente la vida, para no caer en imposturas y ser víctimas de prejuicios y mojigaterías que destruyen el placer y la alegría…Gocen, muchachos, gocen, gocen, es el único deber del ser humano”. El público, fascinado, aplaudía frenético, hasta tal punto que un centroamericano despistado y delirante que andaba por ahí, gritó de repente ”que viva Sandino”, creyendo tal vez que el poeta Nandino era pariente lejano del famoso prócer nicaragüense.
         Regresamos a Cocula el mismo día en una pick up que yo usaba para el trabajo de campo. En el centro del asiento iba Nandino contemplando cómo la luz del coche atropellaba la negrura. La noche era profunda, pero intensamente salpicada por estrellas que miraban en silencio el infinito. Aún me parece escuchar la voz de Nandino en ese viaje, en esa noche alucinante. Pasaban las casas, los cañaverales, los árboles, las hojas, las cercas, las luces lejanas de los postes escondidos, y las palabras de Nandino juguetonas, irónicas, a veces tristes, sabias, saltaban por la cabina del vehículo. Llegamos por fin a Cocula: en su casa no había luz. Lo ayudamos a bajar, vino su ayudante a llevárselo y el poeta, medio tambaleándose, no dejaba de invocar a sus fantasmas. Nos despidió con un abrazo. Lo vi alejarse entre las tinieblas de esa noche y me pareció un hombre muy solo. Fue la última vez que lo vi. Mirándolo alejarse pensé intensamente en su leyenda y en su vida y no pude más que recordar sus descarnados versos: “Estoy solo,/ con mi soledad a solas,/ amoldado a ella/ como el vino a los muros de la copa,/ y viviendo la íntima galaxia/ del alcanfórico abejeo/ de una conversación en las tinieblas”.
         Los escritores muertos son soportables, los vivos incurables. Con los primeros mantiene uno una viva relación de lector, no hay nada que interfiera o que opaque la fuerza de la obra, no importa ya que hayan sido pedantes, cascarrabias, arrogantes, pijos o desamparados, engreídos, sabiondos, simpáticos o antipáticos, admirables o abyectos, sin injerencias de sus rasgos personales apreciamos mejor su obra. Si leemos Trópico de cáncer o Viaje al fin de la noche o Bartleby o Al otro lado del río y entre los árboles o Lo bello y lo triste, nunca nos pasa por la cabeza ni nos importa si sus autores fueron santos o ruines, borrachos o abstemios, heterosexuales, asexuales o suicidas, nada nos impide disfrutar de tan tremendos libros. Con los segundos, con los vivos incorregibles casi siempre surgen intromisiones estridentes, afinidades desafinadas, ruidos de fondo. En una ocasión, por ejemplo, después de una lectura de poesía, un buen poeta mexicano de mi generación me comentó que la poesía de otro poeta que había leído después de él era totalmente prescindible, como dando a entender con toda incontinencia que su poesía sí era imprescindible. Qué mala leche, pensé.
         Por eso en este libro hablo sólo de los que ya se han ido y con los que conversé al menos una vez. Con algunos hablé más de una vez: el traductor del portugués Francisco Cervantes, hacedor de excepcionales poemas en Heridas que se alternan y otros libros de poesía; Álvaro Mutis con su vozarrón de narrador de Los intocables, irremediable soñador de navíos; la colombiana María Mercedes Carranza, arrinconada al suicidio tras el secuestro de su hermano, autora de al menos dos libros singulares Vainas y otros poemas  y Tengo miedo; la entrañable Esther Seligson, entre la literatura, la mística y la traducción; Sergio Pitol hablando del viaje que es la vida y su pasión por los escritores rusos; Carlos Fuentes mostrándonos en los años ochenta a un grupo de jóvenes, en un salón del Colegio Nacional, el entretejido, la génesis y la estructura en movimiento de su Cristóbal Nonato; el surrealista chileno-mexicano-canadiense Ludwig Zeller construyendo su casa en Oaxaca; el medio espía soviético, periodista, cronista y biógrafo Yuri Páporov; el cuentista transterrado José Luis González, autor de Mambrú se fue a la guerra sin mí; el latinista, traductor, tenor, activista y autor de Mal de piedra y Minas del retorno, dos títulos del geólogo frustrado Carlos Montemayor; Ernesto Mejía Sánchez, poeta nicaragüense que vivió y murió en México, de la generación de Ernesto Cardenal y Carlos Martínez Rivas, gran conocedor de la obra de Alfonso Reyes, me regaló su Recolección a mediodía y me concedió una larga y palpitante entrevista que apareció en Vanguardia Liberal de Bucaramanga a mediados de 1983: cuando le lancé a quemarropa la última pregunta “¿Para qué sirve la poesía?” me respondió con absoluta naturalidad algo que no he olvidado jamás: “La poesía no sirve para ganarse la vida, sirve para ganarse el alma”.

*Del libro inédito Encuentros mínimos con escritores muertos