Ensayo literario sobre la posibilidad de reconfigurar, de reescribir la vida, de darle un orden al azar, a la memoria, al deseo. Eso nos anuncia Roberto Acuña, poeta y académico, chilango de cepa.
La puntuación de la realidad
Roberto Acuña
(Ensayo literario sobre la posibilidad de reconfigurar, de reescribir la vida, de darle un orden al azar, a la memoria, al deseo.)
La tarde se amuralla, los ladrillos parecen hipopótamos dormidos, grises pensamientos que se enmohecen como recuerdos en la lluvia: uno sobre otro y otro hasta construir cada una de las paredes de mi casa; me encierran sus horas duras, tenaces, geometría nunca aprendida, fija y constante; sufro las restas y las sumas de su diseño, como si estuviera preso en la cuadrícula de un cuaderno y ésta, a su vez, subyugada por unas operaciones algebraicas que abarcan la mayor pesadilla de mi niñez y pubertad ―ilusamente, creo superada.
Los números me van dividiendo la realidad, las “x” son un ejército de espías encubiertos. Todo mi ser está en descifrarlos, quizá de ese esfuerzo vendrá la calma, la tranquilidad de resolver algo de una vez por todas. Los sentimientos son un juego de variables, de incógnitas, pero siempre somos sus constantes. Necesitamos de respuestas, de puntos finales en la vida, de puntos muy bien colocados en el tiempo, porque el punto no es sólo un final sino el inicio, la renovación de todo.
Estoy acorralado, ahora una “y” ―que siempre es femenina― me interroga, me pone un cuatro y caigo en la ilusión de su numeralia. Busco en ella su forma precisa, la posición a la que estoy de su delgadez en el plano cartesiano y a la que está esa “x” que quizá comparta algo más que la incógnita con la señorita “y”, eso me enfurece; estoy celoso y quisiera derrumbar de un manotazo todos esos números, pero eso haría evidente mi estado y mi falta de control, así no puedo encontrar la puntuación precisa, necesaria para decir “se acabó para siempre”. El Jaque Mate llega cuando la respiración se entrelaza al cuerpo y al espíritu, cuando la razón imagina un sendero que prolongue nuestros pasos en la tierra, el ajedrez es un hombre enfrentado a sus propios demonios, el adversario es la vida, cada una de nuestras jugadas la escritura para prolongar o apurar nuestro tiempo.
Sumo, divido, resto, multiplico y sigo solo. Con mis dedos ―cada cuenta que hago― construyo un simulacro de universo, una arquitectura que pretende simplificar y, con ello, explicar el mundo. Estoy enamorado y tengo trece años, sus dos senos cerca de mi nariz, su boca entreabierta como mis manos, desciendo y muerdo la parte interna de su muslo ―ya tengo dieciséis. Eyaculo ―nueve o diez años―, trato de no gemir, mi madre en la sala ve la tele, ya no me interesa He-Man ni los amos del Universo. Mi novia se muerde los gemidos ―perdí la edad en la adolescencia―. Treinta años, nunca dejamos de gemir, el dolor y el goce se tocan, se abren y se quiebran.
Hago la tarea encerrado en esta hoja tachonada de números tratando de comprobar que la vida es fácil ―en la secundaria nada lo es―, que las “x” y “y” tarde o temprano se despejan. Canta un pájaro, miles, y aletean sobre los hipopótamos dormidos que conforman mis muros, no despiertan, aunque siento que inflan con mucho más brío su pecho y fruncen el ceño y por primera vez siento que cada tabique es distinto del otro, como si les estuvieran picoteando, a diferente velocidad, el sueño.
Las matemáticas son la otra cara de la filosofía, las dos son teorías inútiles ―al menos para mí―, espejismos del hombre. La literatura al menos es más cínica y hay un desencanto hermoso en la palabra, una lucha insobornable por la belleza, imposible desde nuestra imperfección y que las otras materias intentan negar a través de ecuaciones, silogismos y preceptivas. En la escritura todo es una posibilidad, una conjetura, un engaño y una verdad múltiple y única. Nada se enmascara, porque es la máscara su verdadero rostro. Detrás no hay un vacío, al menos que lo haya; y los gatos allí, todos, sin excepción ―exceptuando al que se pasea en este momento por la pantalla de la computadora― tienen tres patas y el amor nace siempre en una perrera azul que bien podría ser el mundo de todos los hombres.
La literatura es una eterna adolescencia que termina en la sonrisa de un niño o en la de un viejo o en esa edad que no tiene nombre entre los treinta y los sesenta ―según Gabriel Zaid; pero también continúa más allá, cuando el hombre se hace sabio y no importa ya cuántos años tiene, pocos hombres llegan a esa edad, como Juan Gelman, Bonifaz Nuño o Rimbaud.
Nada se sabe, el camino es demasiado negro, blanco y ancho y se bifurca y a veces regresa y otras nunca se le ve el fin o el sentido. Le sigo mordiendo los muslos a esa mujer buscándole lo negra y me excita el olor de su coño, tanto que me vuelvo un mandril entre sus piernas. Me olvido de mí, ¿tengo un nombre?, ¿soy alguien? ¿mi patria es ahora y su carne?
Mi lengua es un tiburón en medio de un paraíso de sangre y de señoritas “Y” ―ahora, recupero mi edad―, secándome, urgiéndome a descifrarlas aunque me arranquen toda la dentadura y el deseo, ya volverán a crecer.
Leo, me escribo, soy otro y puedo si quiero darle un rostro a cada “y” sin necesidad de sumar o restar ni explicar el mundo ni desenmascarar a ese “x” que ahora tiene el rostro de aquel espía, Leamas, de The spy who come in from the cold de Le Carré; me consuela la pared de su muerte, ya no le tengo miedo, he visto su final, soy libre, sé cuál será el mío.
Pierde el interés ―el niño que vivía en una operación aritmética―, ya mi mente lo ha sacado de mi casa y le he robado algunas “y” ―es muy niño para llevarlas consigo y para guardarlas en un cuaderno; como yo lo estoy para preocuparme por él. Dos por cuarenta y cinco entre diez igual a… Qué sentido podría tener ahora.
Miro hacia fuera y el enladrillado es otra hoja y otra escritura, más dura o gris y constante y más muerta; el pájaro ha volado, se ha hecho tarde o crepúsculo; pero antes del retorno a la pesadilla, el niño que terminó en mi estómago me ha contagiado de su miedo y eso me permite, sin pudor alguno, correr las cortinas que dan a la calle… Me gustan las estrellas, qué lástima que no hay suficiente tela e hilo blanco y aguja para abrigar con una buena constelación a esos hipopótamos tan, pero tan perdidamente dormidos.
BREVE SEMBLANZA
Roberto Javier Acuña Gutiérrez (Ciudad de México, 1981). Es escritor, tallerista, profesor universitario en las carreras de Comunicación y Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Entre sus publicaciones se encuentran: Tarde en recordar (UANL, 2017), Los ojos negros de la noche (Surdavoz, 2019), Regusto a diablo (2020, Tintanueva), Calaverio (2020, Cómics poéticos), El infierno es con nosotros (2020, Mantra), Fosa común (miCielo ediciones, 2022). Algunos de sus reconocimientos incluyen en el 2012, el 1er lugar en el II concurso de cuento “La Ciudad Imaginada” (Gobierno del D.F, ediciones el Zócalo). Mención honorífica en el XI Concurso Nacional de cuento Beatriz Espejo (2012). En el 2014, primer lugar de poesía en el “XVII concurso de poesía: Décima muerte”, organizado por la UNAM. En 2015 obtuvo el 3er lugar en el “Concurso de ensayo de literatura coreana. Cuentos de la noche escalofriante”(LTI Korea y Bonobos); 1er lugar en el concurso de crónica: “Crónicas de un virus sin corona” (UACM, 2020). Entre otros.