La casa camina entre los cuerpos que la habitan. Son sus fragmentos y el reconocimiento de una unidad imaginada. La casa percibe la diferencia entre sus habitantes, incluidos los inanimados, con mayor conciencia de lo que ellos, aunque tan diferentes entre sí, disfrutan formando parte de ella. El día perturbado por los ciclos de la existencia, las conversaciones nocturnas entre el sueño y la vigilia, el método de la verdad dibujando retratos familiares. La casa está hecha de este testamento perenne de ilusiones.
El arte de identificar a los personajes de cada trama radica en saber leer los detalles que no encajan en planes alterados. El vestido que sólo puede ser de la madre, el peinado de la mayor a juego con sus perlas, las muñecas que la pequeña deja reposar en el sofá del salón. La casa no necesita escuchar la doble erre en la voz de la madre para saber en qué momento se queja del descuido de la menor. El tiempo se descifra por el sonido del zapato que suele calzarse la señora. Hasta el silencio sabe componer la biografía de la casa. No hay necesidad de ordenar la ropa impecablemente guardada de las hijas. Esto me recuerda a Marcel Schwob en una delicada página suya: el arte está en el lado opuesto de las ideas generales, solo describe lo individual, solo desea lo único. Como el río que, a pesar de ser exterior, recorre la intimidad de la casa como una serpiente iluminada por el deseo de formar parte de un todo.
Con el paso de los años, quizás la hija menor sea convocada para escribir la biografía de la casa, cuando seguro recordará que su madre aprovechaba el insomnio del río para susurrarle lo que el espíritu le ocultaba a la matriarca. También era casi seguro que llegaríamos a saber identificar los gemidos con los que ciertos muebles rasgaban el piso de las habitaciones y el pasillo. La casa siempre ha sabido elegir sus instintos más reveladores. Pero, ¿dónde estaba la vida de la casa? ¿En el libro de cocina, en el viejo baúl guardado en la última habitación, detrás del tocador? El río delineaba los ángulos donde palpitaba cada mirada. Esta es la casa de Carolina Zamudio, cuya melodía descifra la corriente de su memoria. Allí, madre e hijas respiran como alimentando una historia singular, la biografía de un refugio roto por los recuerdos.
No en vano este libro se llama El propio río, pues es él mismo el inventario de sus vidas que invaden el enigma de los muebles, el abrazo de las luces más vacilantes, el tejido incompleto de las confesiones. Un libro que tiene una intensidad lírica inagotable, que se esparce a través de versos e imágenes, expandiendo la casa por donde ella se imagina siendo una aventura más pequeña, dándole la vida que enredan sus personajes. Esta casa-río no solo respira a través de Teresita, la abuela. Ella es también el aliento y la gracia de su hija y de sus dos nietas, sombras ondulantes en el agua de la memoria como intuiciones que no desconfían de sí mismas.
Es un río-poema, de una sola casa, con sus versos-cómodos que guían las más pequeñas formas de escritura. La poeta Carolina Zamudio celebra el linaje de su imaginación, donde todas las mujeres tienen, al mismo tiempo, iguales y diferentes, una infancia prodigiosa que consagra el origen y el destino de su mundo. Tan distintos y semejantes en sí mismos, los verbos perfilados, como la imagen que evoca su tiempo múltiple:
En su centro el mundo
espolea en sus rayos
lo que espía la infancia,
un beso de largo aliento y retorno.
Este es el río de una poeta con una voz tan singular como la de Carolina Zamudio. Un estuario de reliquias de la propia existencia, el delicioso curso de la memoria que fusiona la casa y sus personajes en una misma imagen.
LA CASA, LA MADRE
Las casas no tienen vida,
es la madre quien respira,
¿se oye hablar, en verdad,
vive, siente?
Los muebles crujen misterios,
una lámpara en la noche,
la madre es quien cavila.
¿En qué lugar de la mente
de la casa vive ella?
La comida no es el alimento
de la casa, de los hijos,
es ella quien rehúye nutricia.
¿Qué forma debe adquirir
la madre dentro de la casa?
Calor de hogar, de nido
las voces de la casa respiran
también en los objetos.
¿Los hijos dan vida a la casa,
a la madre, a las cosas ínfimas?
El cordón umbilical une a la madre
con los platos, las copas,
los sillones de los abrazos.
¿Por qué los hijos son de la madre,
no de la casa que los ata?
La casa, la madre, los hijos
y el padre están cubiertos
de estrellas, plantas, piedras.
¿Qué significado tiene
ese universo ahí afuera?
Por momentos toma colores,
crayones, cuadros, la comida;
la madre buscó en su oscuridad
para aclarar de la casa el alma.
¿Qué color tiene la mente
de la madre para cada hijo?
El padre es por la madre
de la casa, el aliento amplio
para los hijos y la tribu toda.
¿Qué es, entonces, de los hijos,
el padre y la madre sin la casa?
OTRO TESTAMENTO
Escribo el jazmín porque no encuentro
otra forma de ver a plenitud.
Dejo constancia del agua a lo lejos,
de un grillo persistente, de la brisa interior,
de las circunstancias pequeñas, de todo
lo que se va ahora y no vuelve.
¿Por qué huir de la nostalgia que nos construye
y mañana nos recuerda?
No sé nada que no sea hacer,
no entiendo las medidas del descanso,
sí intuyo de la urgencia de que algo sea nada,
busco en los contornos de nosotros mismos,
no rezo cuando uno palabras, ellas lo hacen por mí.
Nadie nos habló de la utilidad de la noche,
hicimos sin saber una guirnalda con el tiempo;
fueron las épocas de los abuelos,
quienes nos legaron la oscuridad y su silencio,
lo fortuito en un puente, no saber lo que sabríamos,
que escribir bajo el jazmín, el mismo y otro,
sería la forma común de mirar.
¿Por qué rehuir de la tierra que nos construye
y mañana nos recuerda? No sabremos
nada que no sea decir, así fuimos enseñados,
no desentrañaremos jamás las medidas
de la prudencia, desbocada es la noche
y sus rincones, no se encuentra algo
al unir palabras, se dice alguna cosa para que,
de una vez, la contenga el tiempo.
UNA CONVERSACIÓN
Está lo que queda luego de cada frase oída,
un resquicio entre lo dicho y lo que se dejó escuchar.
Un día, perdido o ganado,
que consta de líneas. Dentro y fuera.
Catástrofe del lenguaje ciertos momentos
no vividos. Un recuerdo a humedad
en los labios. Y algo limoso.
La indiferencia —que no la del silencio—,
la masa del cerebro y su danza,
una música que opaca ciertas palabras.
Horas calmas de no decir.
Lo que queda y lo abandonado,
la puntuación de la arritmia
en el escenario personal, de todos.
¿Qué queda luego de las palabras?
No se elige vivir escribiendo,
lo que se busca es oír.
EL PROPIO RÍO
La niña entre juncos y camalotes
no sabe que es observada,
la luz sobre toda ella
nítida amplifica anchura de parto.
En su centro el mundo
espolea en sus rayos
lo que espía la infancia,
un beso de largo aliento y retorno.
La niña de los camalotales
es árbol de agua,
espejos sus raíces,
todo un cosmos surge:
su mirada lo siembra.
La niña entre los juncos va sin lastre,
pisa fuerte, su magia lo muestra:
la libertad que le otorgan los colores
tiene un brillo antiguo
de muy sencillo linaje;
no lo sabe hoy —quizá nunca—
en ella el río
se arremolina,
renace.
Floriano Martins
Carolina Zamudio. Poeta y periodista (Argentina, 1973). Una de las referentes de la poesía argentina de su generación en el mundo. Publicó, entre otros: Seguir al viento, (Argentina); La oscuridad de lo que brilla, (US); Rituales del azar, (Francia); Teoría sobre la belleza, (Argentina); La timidez de los árboles, (Colombia/Uruguay); Vértice, (Italia); Las certezas son del sol, summa poética, (España) y El propio río, (Ecuador). Incluida en más de veinte de antologías en diversos países. Magíster en Comunicación Institucional. Creó y dirige la Fundación Cultural Esteros. www.esteros.org