“Mis admiradores creen que me he curado,
pero no; solo me he hecho poeta”,
Anne Sexton, epígrafe en el libro
El peligro de estar cuerda, de Rosa Montero.
A lo largo de mi existencia los amigos han poblado de libros mis días, algunos me los obsequiaron, otros me recomendaron títulos y, debo reconocer, que siempre me sentí satisfecho con las sugerencias; así fue como leí El peligro de estar cuerda, de Rosa Montero, siguiendo un consejo de Ricardo Paz Ballivián, quien en un mensaje me dijo: “Creo que podrías haberlo escrito tú. Me parece que Rosa Montero es tu alma gemela”.
Busqué el libro y cuando leí, en el primer párrafo: “Siempre he sabido que algo no funcionaba bien dentro de mi cabeza”, supe que Ricardo tenía razón. Leí el libro en pocos días, se trata de una especie de autobiografía, en la que la autora de La loca de la casa, recurre a su propia vida, a la investigación, al ensayo y a la ficción; además, nos obsequia semblanzas biográficas de grandes escritores y escritoras, mientras se arriesga intertextualmente con sus propias novelas. Escrito con sinceridad y valentía excepcionales, Montero cuenta sus traumas, trastornos y demonios y, al mismo tiempo, los va exorcizando con estudios psiquiátricos, psicológicos, filosóficos, así como testimonios y experiencias de escritores y artistas.
En la contratapa, los editores (Seix Barral) afirman, Montero “recorre episodios de su infancia marcados por una imaginación desbocada, pero también momentos que la hicieron dudar de su cordura. Afortunadamente, “una de las cosas buenas que fui descubriendo con los años es que ser raro no es nada raro”. Rosa Montero ofrece un texto deslumbrante que parte del proceso creativo para explorar el sentido último de la vida. Y lo hace compartiendo curiosidades asombrosas sobre cómo funciona nuestra mente, como un detective dispuesto a unir las piezas durante una investigación”.
Acerca de este libro, cuyo título es préstamo de un verso de Emily Dickinson, poeta de la esperanza y la naturaleza, Montero señala: “es un libro para iluminar mis sombras, para poner luz en mis oscuridades, mis abismos, y tengo la sensación de que lo he conseguido más que nunca” [1].
Leer El peligro de estar cuerda me permitió comprender muchas cosas de mí mismo, ajustar algunos tornillos y aclarar ideas que, sobre el tema de la locura, he venido anotando en artículos, cuentos y novelas. La locura, ese oscuro prodigio con el que convivo, se refleja en las páginas y me hace sentir que padecerla, además de ser una maldición, también ha sido un don que me ha permitido imaginar y escribir cosas que aparecen en mi memoria como si siempre hubieran estado allí.
Montero afirma que los trastornos mentales producen una “sensación de que algo te asalta desde el exterior, como si un gigante te hubiera dado una patada que te arrojara fuera de la vida; la incomprensión de lo que está pasando; la incapacidad para poner palabras a lo indecible; la pérdida de contacto con la realidad. Al principio crees que no vas a regresar jamás a la normalidad, que vas a estar atrapada para siempre en esa torturada dimensión de pesadilla” y eso es exactamente lo que sentía en mis crisis sicóticas. Luego, basada en estudios científicos la autora refiere que, de los artistas, los escritores somos los más propensos a este tipo de trastornos que, incluso, pueden llevarnos al suicidio, “un 50% más de posibilidades que la población en general”.
“Si no has estado allí, en el territorio de locura, no puedes ni siquiera imaginar lo que es”, afirma Montero y, para confirmarlo va citando a varios escritores, psiquiatras y psicólogos, entre ellos a la escritora neozelandesa Janet Frame: “Yo habitaba un territorio de soledad que se parecía al lugar en el que permanecen los moribundos mientras llega la muerte y del que, si alguno regresa vivo al mundo, trae consigo inevitablemente un punto de vista único que es una pesadilla, un tesoro y una posesión para toda la vida”.
En algún lugar del día existe un tiempo inefable donde el pasado, el presente y el futuro no se conjugan. Un tiempo suspendido en el aire, como un paréntesis vacío. Una dimensión propiciada por remordimientos y frustraciones, invadida por malos recuerdos y deseos insatisfechos, que nos muestra ante el espejo interior tal cual somos: con nuestros muchos defectos y nuestras escasas virtudes. Un tiempo que nos asalta sin previa cita, atrapándonos tan desprevenidos que no podemos mentirnos ni recurrir al olvido y nos encontramos indefensos ante sus reproches, condenados a la irremediable realidad del calendario que avanzó implacable sin concedernos ni años de gracia, ni reconvenciones. Es un tiempo sin tiempo que se aparece más allá de las contingencias de la vida cotidiana, inapelable, detenido entre nuestros solitarios extravíos y las frecuentes divagaciones que la rutinaria ociosidad nos otorga. Un tiempo que aguarda dentro de nosotros, en el que todo es ayer, hoy y mañana, tal como lo fui comprobando al recorrer las páginas de El peligro de estar cuerda.
Hay muchos episodios, del tiempo en que se manifestaron con fuerza mis trastornos mentales, que aún permanecen en esa zona oscura que no sé si son reales o producto de mis delirios. ¿El olvido habrá purificado mis recuerdos? Desde hace décadas padezco de trastornos mentales, sé que suena muy literario, pero un largo tratamiento lo prueba y lo que conozco de mí mismo es lo que intento descifrar. El resto es sombra.
Siguiendo el juego de Montero de citar sus propias obras, he aquí un fragmento de El árbol de los recuerdos, mi novela autobiográfica: Es más fácil aceptar un daño físico que un daño mental. Lo primero es normal, lo otro anormal. En la normalidad instituida convencionalmente por la sociedad, no se puede entender que el cerebro padece de enfermedades como cualquier otra parte del cuerpo humano. Los errores son humanos, la locura es inhumana. Incluso hay gente que prefiere que los consideren malos o delincuentes a que los consideren dementes, hasta que, en peligro de ser condenados, recién recurren al fácil expediente de la locura. Para la sociedad siempre es más fácil burlarse de la demencia que intentar comprenderla. La locura fascina a los hombres mientras esté lejos de su familia y los avergüenza tanto que esconden a los enfermos mentales en el tercer patio o los encierran en manicomios. Los locos son el horror familiar secreto.
Montero cita a Johan August Strindberg, que sufría paranoia de persecución: “La idea de que soy perseguido por enemigos electricistas me obsesiona de nuevo”, no me sorprende, yo veía demonios y algunos ellos eran tan reales que tenían nombres y apellidos, lo paradójico es que en la vida real son gente mala, perversa, tal como los conocí cuando la demencia abrió una ventana en mi mente que luego los antipsicóticos cerraron.
“Estar loco es estar solo. Pero estoy hablando de una soledad descomunal, de algo que no se parece en absoluto a lo que entendemos cuando decimos la palabra soledad. Aún no se han inventado las letras que puedan contener y describir una soledad así”, aclara Montero y va enumerando testimonios y experiencias ajenas; yo recordé un cuento que escribí el año del Señor de 1985, titulado «Del tiempo y sus impertinencias», publicado el año 1991 en el libro Seres de palabras, ese cuento es una confesión, voluntaria, pero inconsciente, de cómo intentaba explicar mi locura, escribiendo de dos de las personalidades que me habitan hasta el día de hoy. A veces, despertaba sin saber dónde estaba y quién era. Un día, con mi hijo, Luis Antonio, mirábamos la película La ventana secreta, basada en la novela de Stephen King, yo estaba en mi mundo, escuché a mi hijo decirme: “Papi, el personaje se parece a vos, es un escritor que tiene dos personalidades” y en otra ocasión Carmen Lucía, de seis años de edad, me abrazó y me dijo que nos amaba a todos, incluso al hombre malo que me habitaba.
Cuando asumí mi demencia, escribí un microcuento al que titulé «Autobiografía» y que narra: “Nací, crecí, enloquecí, ¿estaré muerto o, acaso, en un manicomio?” Soy un auténtico sobreviviente de la locura, la literatura me salvó del suicidio y lo digo con una perversa sinceridad. Por eso escribo sin ningún prejuicio y confieso que no podría vivir sin escribir.
“Elogio de los inmaduros”
En el capítulo “Elogio de los inmaduros”, Montero recurre a investigaciones científicas para afirmar que hay estudios que sostienen que el cerebro no termina de formarse hasta después de los treinta años y que hay un cierto grupo de personas, entre ellas los enfermos mentales y los artistas, para los que este proceso nunca termina, quizá por eso escapamos de aquellos que creen saberlo todo y cometemos ingenuidades como las de ayudar a quien no se lo merece. En este capítulo también se refiere a las Personas Altamente Sensibles (PAS), una categoría propuesta por Elaine Aron que, sin embargo, aún está en debate.
Los recuerdos
A propósito de los recuerdos Montero cita a Úrsula K. Le Guin que afirmaba que “inventar es mejor que recordar”. Lo que me llevó a pensar en falsos recuerdos que, en la época de mis peores crisis sicóticas eran muy frecuentes, recuerdos con los que ahora tengo mucho cuidado, especialmente al contar mis historias personales, en las que siempre incluyo algunos testigos y fotografías si fuera posible para cerciorarme de que son reales. Después de leer éste y otros capítulos vino a mi mente el síndrome del impostor, un síntoma frecuente entre los escritores y artistas, la sensación de dudar de nuestra capacidad y de sospechar que no merecemos nada de lo que hemos logrado; yo he llegado incluso a dudar de mis propios libros, porque al leerlos impresos no logro comprender de dónde salieron tantos datos e imágenes, como si hubiera vivido muchas vidas.
“La musa malvada”
En este capítulo Montero nos habla de las adicciones como la plaga mayor que azota a los escritores, especialmente el alcohol y nos entrega una larga lista de escritores consumidos por estos vicios, algunas de las anécdotas que cuenta son tristes y patéticas, si lo sabré yo que durante mi juventud creí que el alcohol era el camino para la iluminación literaria. “La bebida es una musa maligna y traicionera, una asesina que, antes de matarte, te embrutece, te humilla y te arrebata la palabra”, sentencia Montero y tiene razón, solamente que la romantización de las bebidas espirituosas y las drogas entre los escritores y poetas, supuestamente malditos, ha hecho que confundamos a escritores borrachos con borrachos que escriben.
Durante algunas décadas sentí que algo oscuro me habitaba y me obligaba a querer encontrar en las drogas y el alcohol explicaciones que nunca llegaban, porque la respuesta estaba en mi propia mente dañada. Esa ingrata búsqueda me llevó a lugares sombríos, que no se revelaron por casualidad y me atraían como un embrujo, sitios a los que sólo se puede llegar por alguna fatalidad, como el suicidio, que lo intenté algunas veces y también fracasé, menos mal, fracasé, esos gloriosos fracasos.
Hasta que un día, un buen día, impulsado por el amor de mi familia y mis deseos de ser útil a la sociedad que me cobijaba, decidí alejarme de las farsas de impostores y sus vicios, busqué ayuda psiquiátrica y me obligué a descender a los infiernos de mi ser con un tratamiento de choque. Fueron cinco días enfrentándome a mí mismo, a mi lado umbrío, a mis bajas pasiones, a mis mezquindades y miserias humanas, hasta asumir que el mal no me poseía, que era yo quien lo poseía y lo podía dominar. Recuerdo que, al quinto día de tener en mi cuerpo el cóctel de antipsicóticos contaminando mis venas, mi corazón y mi cerebro como un contraveneno, ya no sabía si había despertado o seguía en la vigilia, me dirigí a ducharme, me miré al espejo y, en su reflejo, vi el rostro de un hombre cansado, sin embargo, en sus ojos reconocí al joven que soñaba con ser escritor, me reencontré a mí mismo y supe que había estado de rehén en algún lugar de mi cuerpo y de mi mente. No lo sé, son secretos de nuestra naturaleza humana, quizá porque la literatura y la locura son formas de explicarse el misterio del universo.
Misterios que también se dan en la propia inspiración que a veces se presenta como un sueño, como una señal en los periódicos o como un augurio en un párrafo de algún libro. Montero da varios ejemplos de libros que fueron imaginados por sus autores en estados especiales, yo puedo dar fe de que mi poemario Los Reinos Dorados me llegó en un sueño, como imágenes de una antigua civilización. Montero cuenta que cuando escribe le suceden cosas extrañas, como que al abrir un libro encuentra la explicación o información de algo que necesitaba para el texto que escribía y, de verdad verdadera, que eso me pasa, a veces, para distraerme, tomo al azar (otro de los nombres de Dios) un libro, una revista o una enciclopedia y ahí en la página que abrí está la respuesta a eso que andada buscando, como una serendipia.
“Verdaderas verdades mentirosas”
En este capítulo Montero nos confiesa que en este libro también hay ficción, “pero no en las citas, no en los datos, no en aquellos detalles biográficos en los que sustento mis teorías. Pero sí, hay ciertos ingredientes que son imaginarios. Aunque lo más interesante es que precisamente las partes que no son verdad son las más verdaderas”; Vargas Llosa las define como la verdad de las mentiras, recurso que también utilizo en mis novelas, como por ejemplo en La ciudad de los inmortales, sobre la reconquista de la democracia en Bolivia, el personaje femenino central nunca existió, sin embargo, muchos lectores que vivieron esa época feroz creen haberla conocido mas no así a muchos personajes reales.
A propósito de la esquizofrenia de los novelistas, Montero anota: “Hay una frase de Henri Michaux que me encanta: “«El yo es un movimiento en el gentío». Muy cierto; en el gentío que nos habita, el yo es un garabato fugaz, una estela de humo que va mudando de forma constantemente. Que los novelistas experimentamos esa pluralidad y esa falta de firmeza en el ser, de una manera más álgida que la media, parece algo fuera de toda duda, tanto por las muchas manifestaciones de los autores al respecto, como por el amor que los literatos solemos mostrar por los heterónimos, los seudónimos, los impostores, los falsificadores y los juegos especulares en torno a la dualidad”. Sin embargo, hay que tener cuidado porque entre los locos también hay de todo, Montero cita a Clarice Lispector para hacer notar la diferencia: “La vocación es diferente del talento. Se puede tener vocación y no tener talento. Es decir, se puede ser llamado sin saber cómo ir”.
“Tormenta perfecta dos”
Si bien en todo el libro, Montero habla del suicidio, en el capítulo “Tormenta perfecta dos” se refiere a una de las más famosas suicidas de la literatura: Silvia Plath; es conmovedor el amor con el que Montero escribe sobre Plath, poeta de mis preferencias, y nos hace comprender las razones de su suicidio recurriendo a informes y testimonios. Montero copia fragmentos de un poema de Plath, titulado «Señora Lázaro»: “Morir es un arte, como todo. / Yo lo hago excepcionalmente bien. // Tan bien que parece un infierno. / Tan bien, que parece de veras. / Supongo que cabría hablar de vocación”.
Como toda buena lectura me hizo recordar los versos de otro poeta suicida, Serguei Esenin: “Hasta luego, querida, hasta luego / Dulce mía te llevo en el pecho / Esta despedida nos promete / un encuentro en el futuro / En esta vida no es nuevo morir / Pero vivir tampoco es más nuevo”.
Los perseguidores
Uno de los hilos conductores de este asombroso libro es una perseguidora que tuvo Montero, en una relación de amor y odio que, incluso, se hizo pasar por ella durante muchos años. Esta confesión trajo a mi memoria a mis propios perseguidores, especialmente a algunos odiadores privados que me acompañan desde que publiqué mi primer libro, el año 1983. Recuerdo a uno que intentó herirme afirmando que “en realidad” (¿cuál realidad, la suya?), soy un pseudónimo bajo el cual escriben otros escritores, me encantó y para su frustración le agradecí el halago. Hay otros resentidos con el mundo y con sus vidas, que leen todo lo que escribo para atacarme, gracias a ellos ostento lo que Javier Marías denomina “la condecoración mayor a la que todo escritor aspira: un odiador privado”.
Sin embargo, no hay que confundir a esta gente infame con los portadores de la locura, porque, como lo aclaró Julio Cortázar: “la locura hay que merecerla” y ellos apenas si pueden ser clasificados como lacayos del odio y la envidia, que incluso hablan mal de mi familia y, son tan canallas, que me inventan enfermedades terminales ¡me han matado tantas veces!; el epítome de todos ellos es un miserable que afirma que me violaron de niño, haciendo mofa de algo tan cruel para las inocentes víctimas. En todo caso prefiero pensar como el poeta de Isla negra que: “es posible que alguna vez me irritaran esas sombras persecutorias. Sin embargo, la verdad es que cumplían involuntariamente un extraño deber propagandístico, tal como si formaran una empresa especializada en hacer sonar mi nombre”; así es, prodigiosamente, cada vez que me atacan me suceden cosas buenas, como si la Divinidad lo compensara.
Todos ellos, contados con los dedos de una mano, mujeres y hombres, así tengan diferentes nombres, son una persona, infeliz con su propia vida, los pobres hacen de todo para llamar la atención, “menos escribir bien”, como los fulminó un poeta tarijeño; pero no es solamente la envidia y el odio lo que finalmente los destruirá, también será el oculto deseo de imitar con celo de intrusos, producto de la poca confianza que tienen en sí mismos, lo que terminará aniquilando sus vidas y sus escritos, “jamás serán rescatados de la desmemoria”, sentencia Montero.
¿Los que hemos vuelto?
Para este artículo tomé prestado el título del famoso libro de Erasmo de Rotterdam, porque creo que Montero también piensa como Frame que, si bien la locura es el infierno, también es un privilegio; la autora de La hija del caníbal y de Los tiempos del odio concluye: “Yo he ido, he visto y he vuelto. He conocido y comprendido, me he hecho más empática y más sabia, por eso puedo entender a Virginia Woolf”; sé que de la locura nadie sale indemne, aunque vuelvas la demencia está en tu interior y siempre estará al acecho; sin embargo, “sentir que en tu cabeza estalla la magia es una sensación impagable. Es rozar la felicidad con todos los dedos” y ahora, después de años de tratamiento, despojado de falsas modestias y con la humildad de alguien que salido del abismo insondable de las miserias humanas puedo agradecer a mi familia, a Carmen, mi esposa, a Brisa Estefanía, a Luis Antonio y a Carmen Lucía, mis hijos y a mis amigas y amigos, por supuesto, ellos saben que me refiero a los que siempre estuvieron conmigo.
Antes, había permitido que “otros se aprovechen de mi locura”, como lo descubrió mi maestro Fernando Pessoa y tuve que asumir, como lo aclara José Enrique Rodó, que “cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes”.
Soy feliz con la vida que tengo, “los humanos somos una pura narración, somos palabras en busca de sentido (…) Por no hablar de la memoria, que es una pura fantasía, un cuento que evoluciona con los años. Somos todos novelistas, escritores de un único libro, el de nuestra existencia”, aclara Montero, ahora puedo anunciar que he encontrado ese sentido en la escritura y en la lectura, escribo, luego existo. “Todos tenemos claro que escribir nos salva” ¡Gracias Rosa Montero!
Para cerrar, una pregunta para los teólogos: Si es cierto que Dios creó a los seres humanos a su imagen y semejanza: ¿Quién nos creó a los locos?
Homero Carvalho Oliva
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