BORA EL ARRÁEZ
A los cadetes del Peyk-i Shevket
Su nombre nacía junto con el miedo y acababa con la muerte. Sus hazañas recorrían el Mediterráneo de punta a cabo y en sus costas llenas de espuma, se entonaban canciones que narraban sus aventuras. Se llamaba Bora. Era un joven corsario de bigotes gruesos y negros, de ojos profundos y oscuros como la noche y de hombros anchos, un corsario turco.
La cabeza de este hijo de turco, nacido en las atribuladas costas de Anatolia, se inclinaba sólo ante Alá. Se distinguía por el irrestricto respeto a su soberano, el Sultán. Además, su palabra y sus órdenes eran la única potestad que reconocía en los mares…
Una tarde, mientras el sol se ponía como un estandarte otomano flameando ante el sol, el vigía del palo mayor gritó: “Una galera en el horizonte” … Todo el mundo se aprestó, se enrollaron las cuerdas y se prepararon los garfios y luego arremetieron dejando una estela de espuma en el mar… Las dos naves se dieron al abordaje con unos profundos crujidos y los corsarios se entremezclaron en una lucha cuerpo a cuerpo, cara a cara. Una hora después, la galera de Bora el Arráez, aun cuando llevaba en su remolque la galera enemiga, seguía avanzando hacia el horizonte que empezaba a oscurecer.
* * * * *
Bora el Arráez, mientras se paseaba enfrente del arráez enemigo, quien se encontraba atado al palo mayor con las manos atrás, le preguntó lo siguiente:
—¿Y esa joven?
—Un presente…
—¿Para quién?
—Para el Sultán turco…
Bora el Arráez, algo sorprendido, le dice:
—No entiendo. El otro continuó:
—Sí, esta joven es un presente enviado por el Dogo de Venecia y nosotros lo llevábamos a Estambul. Pero…
Bora el Arráez no lo escuchó más y le dijo:
—Cállate, es suficiente, cállate…
Ahora pensaba. Sin saber, por mano de una amarga casualidad había atacado una nave con un regalo para el Sultán y cometido un grave delito… Debía, era necesario repararlo… Con sus ojos llenos de preocupación miró al arráez enemigo:
—Te devuelvo tu galera. Que te den todo lo que falte y te vas al lugar donde venías ayer.
—¿Y la joven?
—A ella la… Déjala libre.
—Pero…
—¡Cállate!…
* * * * *
En la embarcación la mitad del mejor camarote había sido apartado para los regalos destinados al Sultán. En la otra mitad, separada por una división justo en el centro, dormía Bora el Arráez… Cada noche, cuando se retiraba a su cámara luego del relevo, desde el lado escuchaba la respiración profunda de esta joven y su pecho se erguía con un extraño sentimiento que hasta ahora nunca había sentido. En su tormentosa vida nunca había habido lugar para aventuras amorosas, nunca había tenido enfrente de él un par de ojos hermosos. En cambio, ahora, cada día tenía al otro lado a esta joven veneciana de tez clara, y con su voz que resonaba como el agua dulce se le adormecían los oídos que hasta ahora sólo habían escuchado el ruido de cañones y de lamentos… Que extraña era la atracción que tenía esta joven, que bello era su largo pelo castaño y, a veces, mientras la miraba a sus ojos que se volvían hacia él como en un tibio desmayo, en su interior parecía que algo se desvanecía… Pero a pesar de todo esto primaba la sensatez. Bora el Arráez consideraba que una de las mayores faltas era mirar con malos ojos a un presente destinado al Sultán…
Así pasaron los días. Finalmente se encontraron con la escuadra otomana delante de El Pireo. Las naves presentaron sus saludos muy ceremoniosamente y se entregaron los presentes…
En el muelle, cuando ya finalmente se separaban, la joven agachó la cabeza mientras dos lágrimas se escurrían de sus ojos…
* * * * *
Pasaron cinco años completos. Bora el Arráez, después de hacer flamear el estandarte en la batalla de Préveza, arribó por primera vez a Estambul con la escuadra vencedora.
Las mezquitas y astilleros de Estambul como los palacios que observaba desde lejos lo distraían bastante. Pero luego de un tiempo comenzó a aburrirse. Para un corsario acostumbrado a los horizontes interminables y al vasto mar estos espacios restringidos lo agobiaban.
Un día mientras buscaba un remedio para su aburrimiento sus amigos le dijeron “te llevaremos al campo” y partieron… Él nunca había visto algo así. De unos labios que reían y de unos ojos que se deslizaban bajo el velo de seda, sintió una tristeza, una tristeza indescriptible y que pertenecía al pasado… Ya había atardecido, mientras regresaban, de pronto Bora el Arráez se estremeció cuando vio los ojos de una mujer que llevaba una tunicela con pliegues dobles y dorados en la parte inferior. Estos ojos eran de la veneciana de tez blanca… A la mañana siguiente, tan pronto salía el sol elevó anclas y, como un ladrón, huyó a los horizontes de los vastos mares…
* * * * *
Los años pasaron uno tras otro. Pero para él nada pudo borrar de su imaginación y de sus sueños ese par de ojos… Buscó consuelo en el mar y la tierra, en las victorias, pero no lo pudo encontrar… Un día cuando la noticia de la muerte de Barbarroja recorría el Mediterráneo de punta a punta se dijo: “Tengo que ir. Tengo que ir por última vez”. Y llegó a Estambul para besar la sepultura de su maestro… Al día siguiente por la mañana, en momentos que se disponía a levar anclas recibió una orden del Capitán General de la Mar en que se le informaba que una mujer del harén imperial había sido exiliada a Trípoli. En cumplimiento de la orden tomó la mujer y zarpó rumbo a Trípoli…
No había visto el rostro de la mujer que estaba cubierto con un velo. Sólo cuidaba que estuviera con vida y le temía, la rehuía…
Cierta noche Bora el Arráez, apoyado en la borda de su barco, observaba las fosforescencias que dejaba la nave mientras navegaba, como si quisiera sumergirse en las cavidades del mar. Todo estaba en silencio… En el cielo centelleaban innumerables estrellas y en las montañas de enfrente, a lo lejos, encendían fogatas… De pronto sintió que una mano muy suave le tocaba su espalda, se estremeció y se dio vuelta, y como si en ese momento despertara de una pesadilla dio un leve quejido y quedó estupefacto: Delante de él estaba la veneciana de tez blanca… Avanzó hacia ella como si quisiera entender que esto no era un sueño y la sacudió… La mujer tenía sus inmensos ojos llenos de lágrimas. Le dijo:
—Mira cómo me he envejecido. Puedes estar seguro que no ha pasado ni una sola noche sin pensar en ti. El oro, el palacio, las diversiones, nada ha hecho que pueda olvidarte, te amo. Me he unido a tus vientos, a tus tempestades ¡No me dejes! Puedes estar seguro que, por ti, hice todo para que me expulsaran de allí… No me dejes… Estoy sola… Tengo miedo… No me dejes…
Bora el Arráez no respondió, tampoco la miró. Y huyó, desatando en su interior su propia tempestad, sus propios vientos…
* * * * *
Pasaron los años y en cada rincón del Mediterráneo, le tocó vivir una sangrienta aventura. Quiso olvidar, pero no pudo. Incluso a veces quiso morir, pero no pudo. Por fin un año, un año en que la barba blanca ya le cubría el pecho, se dijo:
—Tengo que ir a verla. Por lo menos tengo que ver su sepultura… Y llegó a Trípoli… Preguntó por ella… Le dijeron que había muerto hacía mucho tiempo. Murió sin dejar de pronunciar su nombre… Preguntó dónde estaba su tumba… Se la indicaron y fue a verla. En su tumba, en la tumba de quien fue su primer y último amor, lloró por primera y última vez… Bora el Arráez…
* * * * *
Un mes más tarde, en las playas de Trípoli encontraron el cuerpo de un anciano de barba blanca que había muerto ahogado… Y así, de esta manera amainó esta tempestad que había azotado el Mediterráneo.
(Diario Alemdar, 29 enero 1920)
CUENTOS DE NÂZIM HİKMET RAN
Traducción del turco por Paulino Toledo