Ángel Guinda (Zaragoza, 26 de agosto de 1948-Madrid, 29 de enero de 2022) es autor de una sólida obra poética, abiertamente comprometida con la estética, adepta a la mejor tradición de la poesía española, pero construida con un lenguaje renovador. Premio de las Letras Aragonesas en 2010 y finalista en diversas convocatorias del Premio Nacional de Crítica y del Premio Nacional de Poesía, fue ejemplo para varias generaciones de poetas y figura inexcusable que mantuvo viva la llama de la escritura poética en Aragón durante las décadas 70 y 80 (manifiesto Poesía y subversión, Vida ávida, Crepúscielo esplendor, Claustro), a la que se arrimó la excelente nómina de poetas aragoneses que surgiría a partir de la década siguiente. En Zaragoza fue editor de las míticas colecciones «Puyal» de poesía y «Al Margen» de ensayo desde la editorial Porvivir Independiente, donde acogió a un buen número de autores que comenzaban a transitar el camino de las letras.
En 1987 se trasladó a Madrid, donde continuó con la construcción de uno de los más singulares edificios literarios a base de su compromiso con un género al que, entre otras cosas, define como una herramienta para embellecer y transformar el mundo. Fue en Madrid el factotum de la revista Malvís, publicación que abrió sus páginas a otros muchos poetas, y esta dimensión tutelar de su personalidad se erige también como uno de los valores sustanciales abiertamente ponderado por el círculo de sus colegas y amigos. Fue también miembro de la heterodoxa Tertulia literaria del café «Alambique» en la madrileña calle Fúcar.
«La poesía sirve, la poesía es» representó para nuestro poeta uno de los lemas (manifiesto Poesía útil -1994-) que no sólo defendió hasta sus últimas consecuencias, sino que constituye hoy toda una sintética declaración de principios por la que camina su obra, fundada en una absoluta independencia al margen de ecclesia literarias, corrientes estéticas dominantes y de cualquier conspiración mediática.
Si los títulos citados anteriormente firman su etapa zaragozana (Claustro, significativamente, la clausura), la etapa de transición hacia su obra plenamente madrileña la conforman tres títulos esenciales: Después de todo (1994), Conocimiento del medio (1996) y La llegada del mal tiempo (1998). Ángel Guinda tiene sólo 46 años en 1994, y 50 al concluir este período operístico transitorio; sin embargo, una pulsión física, entrañada en la pura dinámica biológica, parece empujar su cuerpo (mens agitat molem, dirá Virgilio con otro propósito no menos trascendental para la poesía). Si, al decir de Mohsen Emadi, la poesía es antes canción (y ritmo, por consiguiente) y ésta ha de pasar por el cuerpo, por el cuerpo de la edad, por la edad del cuerpo del poeta, estos tres títulos señalan, quizá prematuramente ‒y desde luego con una dosis de consciente tremendismo‒ la movilización psíquica de un lenguaje relator de la decrepitud física, del cansancio de la vida como angosta rutina, y de una mirada alzada a la atalaya desde donde puede contemplar una realidad ceñida a ese precocísimo estremecimiento de la ruina de su edad.
El período ‘madrileño’ se inaugura con La voz de la mirada, título sinestésico de una plaquette con tan sólo cuatro poemas que aparecería, sin embargo, en la zaragozana Lola Editorial. Libro-descansillo, la naturaleza aparece vista aquí con ojos hegelianos, conversacionales: la naturaleza como sujeto, no como objeto. Ángel Guinda, que, por genealogía, pertenecería a la generación de los «Novísimos» o, en su defecto, a su coetánea contestación reunida en torno a la «Generación del lenguaje», nunca siguió sus postulados estéticos ni formales. Es cierto que la poesía española precisaba una renovación del lenguaje que superara la redacción más comprometida de la corriente precedente, mal llamada, a mi juicio, «poesía social» (más apropiado sería reconocerla como «poesía política» o «poesía ideológica»). Guinda, por el contrario, se mantuvo fiel a su ideario estético (un «escribir como se vive», tan cercano, en su práctica, al «escrivo como hablo» de Juan de Valdés) y fiel a sus contenidos: «si escribo de la muerte es porque estoy vivísimo» y a cuantas instancias semánticas despliega en sus aforismos (Breviario, 1992; Máxima mínimas, 1994; Libro de huellas, 2014) y manifiestos (Poesía y subversión, 1978; Poesía útil, 1994; Poesía violenta, 2011), en donde reclama la radical veracidad de la poesía, su capacidad para transformar el mundo y estetizarlo, su irrenunciable valor adictivo («ser poeta no es una profesión; es una posesión»), y el valor intrínseco del amor como motor de la existencia plena, amparos propiamente románticos exigidos por un poeta inequívocamente romántico. Si la historiografía literaria le antecede en esta singularidad vigesimonónica (y aun posterior), no es menos cierto que nunca renunció a ella; muy al contrario, le importó y la celebró como actitud revelada en su obra misma, a la vez que propugnaba un auténtico acercamiento al ser humano en el plano vital; es decir, un ejercicio diáfanamente solidario con el prójimo, una suerte de humanismo universal tan del gusto de un desgañitado León Felipe en reclamarlo (antes, por cierto, que el propio existencialismo sartriano). A este respecto, la proverbial generosidad de Ángel Guinda siempre se manifestó en su grado superlativo: munífico.
Podríamos, con estos antecedentes, respaldar ‒y lo hacemos‒ la afirmación de que Ángel Guinda ha sostenido esos valores semánticos y sus renovadoras morfologías. Biografía de la muerte (2001) y Toda la luz del mundo (2002) así lo atestiguan; pero Ángel Guinda es también un poeta que se ha rebelado contra todo. Claro interior (2007) es ejemplo sobrado de una escritura que se enfrenta a la realidad («Escribo contra la realidad, no sobre ella»). Su yo es un yo solo frente al mundo; su mundo está fuera de este reino; su demonio es uno de los auténticos dioses. La imaginación y la fantasía son palancas para impulsar recursos estéticos olvidados; su onirismo es ‒cómo no‒ materia poetizable; sus textos claman contra la injusticia y arengan a aliarse en contra del Poder, celebran el cuerpo, lo visten de belleza y proclaman la fortaleza de su juventud; sus morfologías sintáctica y léxica indagan en la transformación y en la búsqueda de lo nuevo como un científico (Espectral, 2011); su poesía cifra en la utilidad pública la capacidad de movilizar la sensibilidad de las masas (Poemas para los demás, 2009). Pero su poesía es, sobre todo, él junto a todos los demás. Es solidaria y crítica; beligerante y amorosa; pedagógica y aforística; es una parte de sí mismo; es un apéndice vital y, en consecuencia, connatural a su ser y ajeno al parecer: Caja de lava (2012); Rigor vitae (2013).
Su poesía no finge. Si el axioma clásico extensamente actualizado por G. Steiner advierte que para la poesía la verdad es el fundamente de la belleza, la sinceridad de Guinda está fuera de toda duda; la belleza, por lo tanto, también. Toma de la tradición lo que es tradicional, invoca su poder posesivo y transformador. Su poesía es, también, todo. Sigue teniendo «claro lo oscuro»; ha desplazado hasta su forma versicular lo que en otro tiempo fue aforismo (¿pero es que alguna vez fueron distintos?); ha incorporado a Dadá en su discurso; clava «los codos en Dios»; sabe decir «NO» convincentemente; sintetiza la aspiración a la libertad con un simple sufijo; blasfema y desobedece; «atravesado por un rayo de sombra» parafrasea la poesía clásica y la moderna; adoctrina y asesora con modesta elegancia a la vez que «siembra relámpagos», «descerraja el aire», «atropella la luz» y ama…
La poesía de Ángel Guinda martillea nuestras conciencias estéticas y sociales, pero lo hace, además, desde la invocación a la libertad de la forma, desde la libertad del pensamiento, desde la libertad a ser un sí mismo capaz y cabal. No es casual que el Poeta y el Poema sean iconos indestructibles de quien, «dentro y fuera del mundo» y de sí mismo, viene «al mundo para destruirlo y, de las ruinas, levantar otro orden». Nada exceptúa tanto su compromiso como estos textos que con rotundidad afirman: «abro los brazos y cierro tempestades»; o del poeta que «persigue la luz de lo profundo». Sin embargo, como hombre, sintió miedo y en silencio siempre solicitó un abrazo humano.
Ángel Guinda es un poeta beligerante y disconforme; un poeta crítico e impugnador, aunque siempre consciente y responsable, rasgos que dicen muy bien de su conciencia poética (émulo del radical Pouvoir poétique del simbolismo) y de su honestidad. Contra lo que pudiera marginarse de un sustantivo tan concluyente, del sí es no es, sabemos que la honestidad (más en el confuso ambiente editorial de la poesía de nuestro país) tiene sus grados. En el asunto de la poesía esta variable gradual resulta determinante cuando ha de juzgarse una obra literaria. De entre los poetas de su generación, los ha habido que han enloquecido lúcidamente; quienes se han declarado excedentes; quienes no han sucumbido al síndrome de la isla y siguen sujetos al pecio de su falucha; quienes han agotado el tesoro bizantino; quienes se han arrojado a las procelosas aguas de la novela u otros géneros; quienes simplemente se han callado; quienes, también, han muerto. Justo será decir ya que, entre tantos relativos, el nombre de Ángel Guinda destaca, en cambio, porque no dejó de escribir en absoluto. Lo hizo escrupulosamente, afirmándose y retractándose, pero no dejó de escribir… De escribir poesía, ésta es la cuestión. De cuanto yo conozco, sé de dos antecedentes españoles que podrían ser sujetos similares de esta condición tan sensible a la ‘conciencia poética’ (que vuelvo a citar con todo su tonelaje a cuestas): Góngora y Juan Ramón. Aunque nos quedaríamos en la simple cita de valor relativo si no añadiéramos en seguida que a Ángel Guinda lo distingue una colosal conciencia de la vida y de la muerte (Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones, 2020).
Y aún existiría otro matiz: la traducción de la vida como un discurrir de acontecimientos a los que se asiste con impostada expectación para trasladar a la escritura lo anecdótico. Ángel Guinda siempre se opuso a este discurrir sin magín poético; se opuso a quienes lo describen todo; es decir, a quienes describen sin advertir que esa «d» prefijal es una partícula negativa (Escrivere non descrivere). Ángel Guinda supo sustraerse a todo ese prosaico neospleen entendiendo plenamente que la vida es, sobre todo, un conflicto existencial. Lo que para Aristóteles era tan querido, lo que para Nietzsche era un asunto central cobra valor relevante en la poesía de Ángel Guinda como antecedente morfológico y argumental de algunas de las corrientes de los años 80 y 90, como lo son, en primer y segundo plano, Jaime Gil de Biedma y el Luis Alberto de Cuenca a partir de La caja de plata. La poesía de Ángel Guinda contiene una tensión extrema con la realidad. Sus consignas parten de un yo consciente del liderazgo lírico, de la conciliación empática que rinde homenaje humano a la solidaridad, de la refutación de los estándares sociales, el boicot léxico, la denuncia del orden político-moral, la introspección crítica del ego sum y la entrega incondicional del ego in vobis, la contestación de las iconografías éticas, su desafío censor, la insubordinación, por fin, de la conciencia y su rebelión contra las categorías sociales resultan, todas ellas, muestras de un conjunto opositor presente y capaz de traspasar el límite de la evidencia formal para instalarse en el ser humano.
Lo dejó dicho en El arrojo de vivir, 2022, que vio la luz póstumamente; y lo constata la colección de poemas recogidos por su viuda Raquel Arroyo que, con el título de Aparición y otras desapariciones, acaba de publicarse en 2023.
Manuel Martínez-Forega
POEMAS
Pregúntate por la grandeza de lo insignificante, por qué el tiempo no tiene marcha atrás.
Pregúntate qué eras antes de lo que eres, a dónde irás después de estar aquí.
Por qué el sol abrillanta las piedras mojadas y no hay consolación frente al asalto de la tragedia.
Pregúntate qué fue de la magnificencia de los cuerpos que amaste, del gozo en pasear por lo incorpóreo.
Pregúntate dónde quedaron los paisajes que abrían de par en par tu boca, dónde las noches que alumbraban el contorno de los perfumes.
¡Y pregúntate por qué te preguntas aún!
(de Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones)
Autobiografía
Si mi vida no es esto
¿Qué será la vida?
Martín Adán
Me preguntas por mi vida a bocajarro.
¿Qué puedo responder? ¿Con qué y de qué modo?
Lo que sé de mi vida lo borra cuanto no sé de ella:
las palabras no alcanzan, los recuerdos confunden.
Mi vida es lo que he hecho,
he deshecho, he dejado de hacer.
Para saber de mi vida piensa en la muerte;
piensa en ti que estás viva y has de sobrevivirme.
No sé si tendré tiempo
para vivir lo no vivido, para matar lo que viví,
para vivir la muerte antes de que me muera.
Mi vida recibe instrucciones de otras vidas
anteriores a mí, a las que sirvo
como fiel sucesor, y en mí reviven
–no tengo ojos sino para lo que no veo.
Mi vida es una noche que a la luz no se adapta,
un astro fugitivo extraviado en la tierra;
es también la palabra que aún no me encontró,
el mensaje misterioso que no descifraré.
Aunque mi verdadera vida tal vez se inventará.
(de La llegada del mal tiempo)
Escribir
Si me quitan la palabra escribiré con el silencio.
Si me quitan la luz escribiré en tinieblas.
Si pierdo la memoria me inventaré otro olvido.
Si detienen el sol, las nubes, los planetas,
me pondré a girar.
Si acallan la música cantaré sin voz.
Si queman el papel, si se secan las tintas,
si estallan las pantallas de los ordenadores,
si derriban las tapias, escribiré en mi aliento.
Si apagan el fuego que me ilumina
escribiré en el humo.
Y cuando el humo no exista
escribiré en las miradas que nazcan sin mis ojos.
Si me quitan la vida escribiré con la muerte.
(de Poemas para los demás)
¡De voces está llena mi cabeza! Voces de aparecidos, voces nuevas, del destino, desconocidas o proféticas, voces del centro de la tierra, voces inquietantes, amordazadas, metálicas, de vidrio, voces de gas, de cloroformo; huecas voces de catacumbas, de robots, de hilo, de desmembramientos. ¡Mi cabeza es un gong, un campanario, un redoble de voces! Oigo voces que se aglomeran, atropellan, quebrantan mi quietud, se tambalean. Voces de sed, de piedra, de madera, voces del infinito, sepultadas, voces de tiempo, del abismo; voces de oscuridad, de terremotos, volcánicas, de alarma. Mi cabeza es un observatorio de voces embrujadas, solas, voces de apartamentos y palacios, de zulos, de chabolas, de tabernas, de desaparecidos, de extenuación, de guerra, de socorro, de náufragos que claman a las nubes. Veo las voces de las pesadillas. Toco voces de oxígeno, secretas, emigrantes, voces que sangran, voces esqueléticas, voces de flores, rocas, animales, voces sin tumba, voces exiliadas. Pero siempre oigo voces, voces, voces. ¡De todas esas voces está hecha mi voz!
(de Espectral)
Tal vez vosotros sabéis
No sé, escucho himnos dentro de las lágrimas.
Tuve una casa con ventanas en el techo:
veía tiburones, cordilleras, trenes volar.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
No sé bien qué es la paz:
llegué tarde a la guerra.
La tempestad está tras la montaña,
sobrellevo el estruendo de su luz.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Tiemblan mis pies
cuando retumba el eco del silencio,
no sé si las palabras tienen sangre.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
No sé por qué se tambalea el vértigo
cuando miro las cúpulas,
pero noto en mi pecho borboteos de petróleo.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Mi país es un rompecabezas,
al más mínimo golpe se desvertebrará:
ya no tendré país.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Desde el avión veía sobre el mar
manadas de elefantes petrificados,
dromedarios tendidos, sombras de cocodrilos:
me dijeron que eran islas griegas.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Huyo, siempre huyo: acaso tras las puertas
que arrancan sus bisagras, sus cerrajas
y, a lomos de las llamas, corren irrefrenables
para aclamar a los ladridos del mar.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
La poesía debe ser extrema,
estampido de mundos, abrazo de la pólvora,
escardar las tinieblas con antorchas,
trepanación de asombro y ebriedad.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
Yo no sé qué preguntan al sol los limoneros.
Ignoro los secretos de las algas y de las medusas.
Tampoco sé si esto es un poema
o una pequeña galería de hormigas.
Tal vez vosotros sabéis, yo sólo canto.
(de Caja de lava)
Los inmigrantes
Los inmigrantes caminan por las calles con mortajas al hombro, lápidas al hombro, cruces al hombro, lágrimas al hombro, corazones en las manos, el cielo sobre un desierto en su mirada. Con una familia y un país escondidos dentro de la cabeza.
Los inmigrantes tienen muchos hombros, muchos corazones, muchas manos, muchas piernas.
Entran en las tiendas, en los bancos, en los locutorios, en los bares: con fotografías enmarcadas bajo un brazo, con féretros bajo el otro brazo.
Nadie ve esas mortajas, esas lápidas, esas cruces, esas lágrimas, esos corazones, esas familias, esos países, esas fotografías, esos féretros, cielos ni desiertos.
No nos miran a los ojos: ¡saben que somos ciegos!
(de Rigor vitae)
Los muertos
Llegan lejos las manos de la ausencia
hasta alcanzar el mundo de los muertos:
los muertos que nos viven,
los muertos que nos matan,
los muertos que vendrán a visitarnos,
los muertos que están vivos,
los muertos que nos llaman,
los muertos que se vuelven a morir,
los muertos que en la muerte nos esperan.
(de Catedral de la Noche)