No todos los días se tiene la posibilidad de ir al fin del mundo. En marzo de este año pude hacerlo y viajé con mucha expectación y mucho deseo a Punta Arenas; una ciudad que conocía por los relatos de su fundación, por las crónicas de expedición de Fernando de Magallanes y por una literatura que habita o bordea esos márgenes. Sabía de antemano que ese viaje iba a ser significativo para mí por muchas razones, algunas confesables y otras no tanto, y así fue efectivamente.
El primer asentamiento de la población en el Fuerte Bulnes y la consideración inicial de Punta Arenas como colonia penal, con sus motines y sus historias de hambre, con sus naufragios y su canibalismo, son una historia calamitatum del frío. Punta Arenas, capital de la Provincia de Magallanes en la Región de Magallanes y la Antártica Chilena, es la ciudad más poblada de la Patagonia Austral. Sin embargo, su población (148.391 habitantes) parece bastante exigua si se consideran tanto su importancia geográfica como punto estratégico político, económico y turístico del territorio nacional como su condición de puerto base para el Continente Antártico; el país que quiera ingresar a este último debe solicitar los servicios chilenos y Punta Arenas es la puerta de acceso.
Chile, el país más largo del mundo, consta de 16 regiones distribuidas verticalmente de norte a sur desde el Desierto de Atacama (el lugar no-polar más árido del planeta) hasta la zona más meridional del territorio nacional (desmembrada en abundantes fiordos y canales), donde se encuentran Punta Arenas y Puerto Williams: la primera es la ciudad que ofrece mejor calidad de vida de todo Chile y está ubicada a pocos kilómetros del Cabo Froward, el punto más austral de la masa continental de América, y entre las dos reservas de agua dulce más grandes del mundo (la Antártica y los Campos de Hielo Sur); la segunda es la ciudad más austral de Chile y junto a Ushuaia es considerada la más austral del mundo. El país más largo, el desierto más árido, las reservas más grandes de agua dulce, el punto más austral de la masa continental de América y el sur más sur del planeta: toda una vanidad del extremo, pero no del exceso; adjetivos que pueden confundirse, pero que señalan naturalezas distintas. Nuestra geografía es terminal, de intensos límites contenidos en su insularidad y esa particularidad nos aísla y define; es extrema, pero el carácter superlativo del exceso es aquí, por contraste, despojado.
García Márquez postula en 1982, en su Discurso de Recepción del Premio Nobel, una poética latinoamericana de la desmesura; la descomunal y fantástica historia de América Latina, signada por el escritor colombiano como “una aventura de la imaginación” desde las crónicas de Antonio Pigafetta en adelante, resulta hiperbólica en su violencia, en su laberíntica soledad y en el desafío creativo de hacer creíble nuestra realidad a través de los recursos convencionales. La lectura de García Márquez de la realidad latinoamericana tiene mucho de veraz, pero también de fabulación; la ficción reside, desde mi perspectiva, en plantear una homogeneidad mágica que presidiría la imaginación de todo el continente y asimismo en pretender que nuestras características singulares podrían aunarse bajo el imperio de una realidad desaforada. Recuerdo entonces lo planteado por Carpentier en el prólogo a El reino de este mundo en 1949, 33 años antes de que García Márquez recibiera el Premio Nobel: el escritor cubano señala que “a fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas” y que, como decía Unamuno, la pobreza imaginativa consiste en aprenderse códigos de memoria. Este conflicto, que Carpentier identifica fundamentalmente en las artes europeas de las primeras décadas del siglo XX, rige los efectismos vanguardistas y prosigue unas décadas después. García Márquez, uno de los escritores más apegados a la mercadotecnia literaria del boom y un autor que en sus momentos menos inspirados recurre a formulismos de realismo mágico a riesgo de caer en el cliché, resulta en ese sentido menos latinoamericano de lo que podría suponerse. En gran medida, el impacto mediático que provoca nuestra realidad política, social y artística en el resto del mundo se debe a la consideración de que todo el dramatismo de nuestro continente se aligera con el espectáculo de mujeres bellísimas y fatales que se elevan por los cielos cuando ponen las sábanas a secar, o con los desvaríos de las estirpes condenadas a cien años de soledad. América Latina toda no puede reducirse a la ciudad de los espejos; tampoco es exclusivamente el campo de batalla de 32 guerras perdidas en bifurcaciones y confluencias temporales y de sangre; no todo el continente es el patio trasero de Aureliano Segundo, sobrepoblado con cerdos que se reproducen con una fertilidad pasmosa, ni en todos lados se bailan la cumbia, el porro y el merecumbé. El barroquismo de Carpentier, en ese sentido, vuela más alto que el binarismo de García Márquez: este último defiende los sueños de independencia latinoamericana y sus palabras, aunque fundamentales en el concierto de las dictaduras latinoamericanas, parecen por momentos más las de un ideólogo que las de un creador. Carpentier, en cambio, juega la suerte del continente a la fe y postula que “los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos”. La crónica de lo real maravilloso de Carpentier presupone una fe que la sobreabundancia de García Márquez le otorga al carácter mágico de profetas (quizás poetas, pero también políticos) y me parece conveniente recordar que entre estos últimos hay muchos prestidigitadores.
Creo que la realidad chilena (su política, su territorio, su imaginación y, por consiguiente, su literatura) es más bien un asunto de fe que de magia. ¿Hay magia en la fe? José Miguel Ibáñez Langlois plantea que la crítica literaria generalmente ha leído la obra de los místicos al revés o de los creyentes agónicos, entre los que señala a Arthur Rimbaud, a William Blake, a Miguel de Unamuno y a Nicanor Parra, fundamentalmente a partir de sus irreverencias y hasta de sus blasfemias; sin embargo, Ibáñez Langlois señala que en todos ellos se puede percibir una profunda dimensión religiosa detrás de sus obsesiones y temas, y cita el ejemplo de El Cristo de Elqui, uno de los tantos rostros de su autor. Yo no creo en brujas, pero de que las hay, las hay; y el Cristo de Elqui, un mesías irreverente y local, es también expresión de la religiosidad sincrética de Parra y del Chile profundo. Claro que hay magia en la fe; esta última presupone la creencia en lo extraordinario y en lo asombroso, pero creo que nuestra fe es despojada y de raigambre muy distinta al encantamiento que puede suscitar el exceso.
El territorio austral chileno difiere muchísimo del centro y del norte del país. Las 16 regiones dispuestas a lo largo de una geografía con climas contrastantes y extremos en la larga franja continental e insular chilena están situadas entre una cordillera y un mar opuestos, con poblados separados por grandes extensiones de tierra. La zona central de Chile (ubicada entre los ríos Aconcagua y Bío-Bío, la frontera natural que marca el ingreso al sur del país, una zona signada por su historia de resistencia) se caracteriza por la fertilidad de sus suelos y armoniza zonas culturales dicotómicas que abarcan desde la desolación desértica en el norte hasta la imponente tundra antártica en el extremo sur. A pesar de que la zona central se presenta tan fecunda que, como decía mi padre, un escupo es capaz de hacer brotar allí un árbol y también a pesar de que el imaginario nacional abunda en lluvias, en bosques y en verdores pródigos, lo que llama la atención en el territorio nacional son las amplias extensiones de tierra abierta, deshabitada y casi sin labrar. Esos sitios eriazos, que defienden su derecho a no ser explotados, determinan nuestra vanidad del peladero. La cultura ancestral mapuche se relaciona con la naturaleza para tomar respetuosamente de ella lo que se necesita para la subsistencia; la tierra no está dispuesta para la producción despiadada y esa idiosincrasia originaria se percibe todavía, todavía, en nuestro territorio nacional. Allí donde los conquistadores y luego los colonos vieron una tierra para enriquecerse, los pueblos originarios sentaron los lazos con sus ancestros (los bosques, las fuentes de agua, los volcanes) y en esa confrontación fundamental residen nuestra identidad estética y nuestra tragedia política de confrontaciones sin término.
El viaje que hice a Punta Arenas en el mes de marzo me hizo dimensionar nuestra relación con el extremo. Somos extremadamente australes, aunque tengamos el desierto más árido del mundo; somos extremadamente insulares, aunque no seamos una isla; somos extremadamente remotos y despojados, aunque parezcamos integrados y locuaces. La contemplación de esa geografía ríspida y compleja, que es la mía, explica mejor que cualquier cartografía teórica y crítica al menos una parte significativa de nuestra idiosincrasia y de nuestra literatura. A veces en este territorio, donde el suelo se confunde con el cielo en horizontes vastísimos, surgen nuestros poetas y los verdaderos poetas son de repente, como dice Gonzalo Rojas; destellos en el panorama nacional más que continuidades perceptibles en una línea historiográfica de la literatura. Y quizás esos chispazos fecundos con sus pliegues de lenguaje despojado e imágenes atiborradas son los que explican nuestro barroquismo, tan distinto al europeo y al que incorporó el sincretismo latinoamericano. La intensidad visual de los poemas de Enrique Lihn, por ejemplo, sin el preciosismo del lenguaje de un Carpentier o de un Lezama Lima, dan cuenta de la vanidad del extremo, de nuestro “eriazo remoto y presuntuoso” que resiste guerras intestinas, dictaduras y soledades sin fin. Inclemencias climáticas, cabos abruptos, límites señalados por costas y montes portentosos señalan las fronteras que definen nuestra parquedad que no se cansa de hablar como un testigo mudo de la violencia que nos gobierna y a la que resistimos sin chistar. Alonso de Ercilla cuenta y canta en La Araucana que a Galvarino, el guerrero mapuche, le cortaron ambas manos en la batalla de Lagunillas, junto al Bío-Bío; en respuesta, el altivo Galvarino alargó su cuello y ofreció su cabeza para que también se la cortaran. Pedro Mariño de Lobera agrega un dato relevante; el cronista español relata que fue tanta la valentía demostrada por Galvarino que, ya sin manos, siguió peleando más fuertemente, y sin doblegarse, con su lengua: un arma que “suele ser más eficaz para hacer guerra que las manos de los Hércules y las industrias de los Césares”. Esa historia mítica de tragedia y valor, de locuacidad parca, de extremidades mutiladas y de extremos territoriales sigue viva en nuestro país y en nuestras ansias de expresarnos.
Etiquetasgaceta187 María Luisa Martínez