También romper la tierra tiene la escritura del sueño
José Lezama Lima
Yo era tierra.
Yo era calle, polvo, casa.
Yo era el padre y el hijo, la hija y la madre y el tiempo,
el lodo y la sombra y su largo camino de madres.
Yo era propia y rodeada como el fuego, veraz y fecunda en el olvido.
Yo moría bajo la luz imperceptible de una tarde a finales de invierno.
Fui mancha, fui polvo, fui grano de arena e insecto aplastado en el vidrio.
Fui azogue, fruición, simulacro, circunstancia y vestigio.
Vestigio y mareo en la nervadura de una frase,
en la fría colocación de la palabra en el texto.
Fui texto.
Fui hembra parida en las palabras del cuerpo.
Cuerpo comprobado y continuo, cuerpo entero y sin saberlo,
cuerpo rodeado de sujeto: hundido. Cuerpo en el ojo: impreso.
Cuerpo sellado al borde del cartílago,
cuerpo de mí,
cuerpo de quién,
cuerpo ciego.
Cuerpo en el descenso del infierno
y en la apócrifa sal del paraíso.
Cuerpo a las tres de la tarde cayéndose de mi cara, máscara usada
en las letras, chorreando capitolina y azarosa. Inmóvil, sí,
en la esquina: niña figurada en el verbo
en la sangre corriendo en las afueras de algo,
en el principio de algo, en la cima imperfecta del ojo
y el ojo puesto en la mano despierta y reseca, la mano que gira
y abre la sorda circunstancia,
la espera de un principio, una fábula sigilosa
en un lugar muy extraño.
Toda la eternidad a las tres de la tarde.
El mundo en un punto fijo, en un minuto exacto,
en la esquina revelada por la luz de los sueños.
Cuerpo de mí,
cuerpo de quién,
partícula abriéndose paso en cada diminuto tablón
de la falda escolar, de la Pléyade y su abertura en el mundo,
en el Sur por el humo, en el Norte dibujada en el rostro
de seres fluviales, metamorfosis simples que pasan
a milímetros de mi yo, asidero y filamento, borde diseminado,
borde mediterráneo, borde en el ojo que arde
y transpira la sal y la carne, la piel diferida en las comisuras del texto,
hacia adentro rozando la estructura de trabes y frisos,
uniones mecánicas, ánforas donde siempre aguarda la cercanía
como un punto en la piedad, una gota en la fuente.
Uva de mí, en mi vientre,
un apenas vivir.
Un vivir en los ojos que anuncia su mar, su río
de ciudad interior, lineal y tejida en lo adentro y en la astucia
de ser, de estar en un zócalo de palabras hambrientas.
Vena superior,
almacén de tejidos y glándulas que se agitan
en sus calles y recovecos como una sola matriz solar.
Todas las avenidas y su blancura de muerte,
su borbollón de semejanzas y diferencias,
de furiosos encuentros sangre a sangre,
verbo a verbo por los intersticios de la piel y sus catástrofes.
(…)
Fui célula. Parte cardenalicia
que rozan las manos en la ausencia,
el comienzo de quién,
con el peso de un cuerpo nuevo,
un principio de ser, una sed en el ojo
y en el ojo la total circunstancia,
la médula y sus caminos abiertos,
sus miles de formas curvas y rectilíneas
para el derroche de una sangre, el derrame en el hueco,
el hueco y su sin embargo de animal y de cueva,
el dedo en mi sexo, el sexo como sustancia primicia.
Todo el hueco del mar
y sus rugidos de animal voraz,
animal que se mueve y que está detenido en el tiempo,
en las nuevas metamorfosis de una ciudad interior y vestal.
Ciudad que llega a mi lomo, lomo de bestia labial
de bestia con sabor a cielo, a café con leche para el niño
en la mesa del desayuno seco.
Sabor a leche primera, leche derramada
en la escritura y sus lentas letras que avanzan
por la avenida en mi cuerpo,
cuerpo de quién,
cuerpo ciego
como una cantidad exacta,
un ruido que ruge en su fresca corriente,
en su estrecho obsesionante y fatal
en su ser un simple ferry
que lleva a la gente de una orilla a la otra,
de un sueño que unge nuevos caminos, avances,
hoyos, contrasentidos, cansancios en la fiebre,
sustancias extrañas mentidas acaso por lo no dicho,
lo no escrito, lo no posible.
Toda una vida sin futuro y sin llegar a quién.
Magnitudes minúsculas,
límites impuestos por cargas milenarias
y momentáneas, conclusiones físicas y dolores musculares,
civiles, feroces.
Perros solitarios en calles pobladas de luz y de basura.
Residuos de otras vidas.
Vidas que cargan sus propios miedos,
manchadas y llenas de tabaco,
de sustancias peligrosas, de finas partículas
donde no se vive, no se duerme, no se piensa
si no en la sal en el ojo. El ojo y su circunstancia de vida.
El ojo y lo visto hace tiempo en una ficción ya escrita.
Palabras que significan otras palabras
perdidas en años y años donde se sabe no hay posibilidad
de la última cosa, la última distancia, la primera frontera
del corazón y sus dagas de improviso. Vida sin futuro.
Futuro que apesta como en los residuales de Homero
y su casa nocturna,
su asfalto de risa y su comezón en la piel.
Viñedos que esconden un punto, un resquicio interior,
quizás una pausa
en el aire, en la serenidad que se busca
para narrar otro tiempo,
un tiempo mejor. Viento en el Sur.
Epidemia de eses sibilantes que surgen
de las venas cardenalicias, de las temperaturas fluviales
donde un mar arde en la garganta de quién.
Bordes y límites en las bocas.
Huecos donde no se consagra el anhelo y su circunstancia,
su afinado sonido de campana, su peste de eternidad
y su terror en los niños. Niños cuidados por mí
en mis manos abiertas como sustitución de la dicha.
Descomposturas de la cal y sus anillos de oro,
su frágil compromiso de torrente.
Su haber vivido 20 o 30 años
con el mismo plato, el mismo vaso interior.
Madrugadas infieles al sueño,
al primer despertar donde se recorta un rosal
y se clama una vida llena de hijos, hijos en los vocablos,
hijos de noche y de día que detienen nuevas banderas,
regiones impresas en el primer deseo y en el último,
el que vivimos siempre junto a la luz de lo incierto.
Hordas piramidales.
Advenimientos de lo que no está o no podrá suceder,
como las elegías de Tibulo,
como el festín de Próspero en su isla de muerte.
Marcos referenciales,
teorías de una luz interior y sedante,
una hoguera del mundo y sus novelas,
historias contadas en otras caras,
unas caras extrañas,
unas caras que no conoceremos,
maquilladas por sótanos y rezos que consagran
y detienen el grito y su pulmón aledaño,
el aullido del Mármara y su futuro glorioso,
su no llegar a la isla de enfrente,
a la ciudad más vieja del mundo,
al continente detenido en la uva
y su descendencia de espejo.
Su no poder nombrar otra página
o escribir un cuento mejor,
un poema como clave del mundo.
Mundo en el grito,
en la más atroz desesperación,
con su nombre de amor
demorado en el cuerpo como si fuera un cielo inferior.
Arcadia, Ediciones Monte Carmelo, 2010, s Material de Lectura 213, UNAM, 2017.
María Baranda, Ciudad de México 1962. Su último libro de poesía es Un leve aullido bajo la arena, Ediciones Monte Carmelo, 2023.