Es sabido que Hugo Friedrich, el filósofo e historiador del arte que fuera maestro de Rafael Gutiérrez Girardot, planteó en su “Estructura de la lírica moderna” la entrada en la modernidad con Charles Baudelaire y con el interés que desde su imagen y magisterio despertó en toda Europa la lírica francesa.
Basaba su idea en la despersonalización, ese método que en autores como Bertolt Brecht deriva en un llamado distanciamiento, algo que no iba en contravía del pensamiento de los románticos, rehuyendo como lo haría Edgar Allan Poe los excesos del corazón, pero dándole un nuevo brío y una vuelta de tuerca a los ideales del romanticismo.
Decía Friedrich que “con Baudelaire empieza la despersonalización de la lírica moderna, por lo menos en el sentido de que la palabra lírica ya no surge de la unidad de poesía y persona empírica”, algo que haría diana en la afortunada frase de Jean Arthur Rimbaud: “yo es otro”. La máscara, la otra persona, libera fuerzas que en algunos casos sólo después su propio autor reconoce como suyas. De esa misma manera Flaubert pudo ser Madame Bovary, Kafka el señor K o Gregorio Samsa, Gogol el negociante en almas muertas que le ayudó –aún creyéndose zarista-, a trazar la novela de la demolición de un anciano régimen opresor y autocrático. Todo esto, enmarcado en una repulsa contra lo objetivo, contra lo puramente vivencial.
Friedrich nos lleva entonces a preguntar cuál es el sujeto de esa mirada y a indagar en lo desconocido. A lo que él mismo responde con unas líneas de Rimbaud: “Porque yo es otro. Cuando la hojalata se despierta en forma de trompeta, no hay que echarle la culpa. Yo estoy presente al despertar de mi pensamiento, yo lo contemplo, yo lo escucho. Trazo una línea con el arco y la sinfonía se mueve en la profundidad. Es un error decir: pienso. Habría que decir: me piensan”. El corolario planteado es el de que el “sujeto actuante no es por tanto un yo empírico”.
A Rafael Gutiérrez Girardot hay que agradecerle, como lo afirma José Emilio Pacheco en el prólogo de una edición de “Modernismo”, el haber estudiado nuestra literatura al unísono con la europea, sin el padrinazgo ni la actitud reverencial o mimética del converso. Esto es, preservándose como un latinoamericano que sabe que su “yo” puede ser “otro” pero no afincado en la servidumbre a una geografía cultural única e imperante.
El mayor aporte del ensayista colombiano (1928), podría señalarse en la manera que tiene de adentrarse, más allá de Friedrich, en el tramado social en que se dio el modernismo, y en los momentos en que se tocaron Europa e Hispanoamérica mediante algunos desarrollos paralelos, no obstante la queja del autor en cuanto a la falta de una historia social que permita ver un diálogo profundo entre esas dos realidades.
Más allá de nuestro modernismo, de ese movimiento que devolvió las carabelas hacia España cargadas de un nuevo sentido de la lengua –y no pretendo ver a Rubén Darío como un nuevo Colón en el reflujo de una lenta y larga marea-, para hablar desde un yo que ya no es privativamente individual, lo que hace Rafael Gutiérrez Girardot con lucidez tiene que ver con una suerte de historia secreta de los supuestos históricos y culturales que nos llevaron a la modernidad, tal como en la divisa que hace de subtítulo en su libro.
Leyendo este volumen resulta recurrente una idea de Friedrich Schlegel, aquel romántico que alguna vez dijera que si un crítico es un lector que rumia es porque, qué duda cabe, necesita de varios estómagos. Gutiérrez, podría decirse que tiene varios. En uno digiere la historia, en otro la filosofía, en uno más la arquitectura, en otro la manera de diferenciar los ecos de las voces. Y en todos ellos, una suerte de heterodoxia que los convierte en vasos comunicantes.
Nuestro modernismo y su correlato español de la generación del 98, es visto cuestionando las dicotomías que plantea Ricardo Gullón en cuanto a la actitud de los modernistas, a quienes señala como “disidentes, disconformes, heterodoxos de todas las ortodoxias y aún de la heterodoxia misma”, es mirado en el mismo ámbito moral que el de otros movimientos modernos europeos como el Sturn und Drang (Asalto y empuje), surgido tras el drama del mismo nombre escrito por Klinger en 1777, el expresionismo alemán o el romanticismo inglés, tanto como en la actitud de Baudelaire y de quien Gutiérrez llama el “voluble padre romántico de la literatura moderna”, Friedrich Schlegel.
Quiebra más de una lanza en contra de los reducidores de cabezas del nacionalismo, y señala cómo algunos de los, siempre entre comillas, revolucionarios tercermundistas, se valen de argumentos conservadores cantando loas al autoctonismo y rechazando lo que llaman extraño o advenedizo. Son los mismos francotiradores del inmediatismo político que rechazaban a Rubén Darío porque al cruzar por un gallinero en Managua en vez de gallinas veía cisnes, y al cruzar en medio de indígenas chorotegas desdentadas veía princesas de una corte remota, cortesanas de Versalles. Con lo cual hubieran despachado al desdoblado, al despersonalizado Cervantes que veía gigantes en lugar de molinos de viento y mujeres de espléndida belleza en hembras sin más gracia que las que impone la imaginación. Ya Jorge Luis Borges nos recordaba que en el Corán no hay camellos. Que a lo mejor se fueron, el agregado es nuestro, a vivir en un poema escrito por nuestro Valencia en Popayán
Ni lunas miméticas ni decapitaciones fraudulentas es lo que señala Gutiérrez Girardot como lo propio del modernismo.
El capítulo “El arte en la sociedad burguesa”, en el que recuerda al poeta ciego Max Estrella de “Luces de Bohemia”, del portentoso Valle Inclán, y cómo éste invidente asevera “yo soy el dolor de un mal sueño”, le sirve de pasadizo al autor para adentrarse en el carácter refractario que se impone entre el artista y su sociedad, como ocurre en “Pan y vino”, la elegía de Hölderlin, en Keats y su “Sylvan historian”, en Heine y “Los dioses en el exilio”, en Rimbaud, en Yeats, en Rilke, en Rubén Darío.
La sensación de Hölderlin, su percepción de llegar “demasiado tarde” y su pregunta sobre la poesía en tiempos menesterosos”, da paso en Gutiérrez Girardot a una visión de la sociedad burguesa y al hombre escindido que para Hegel tiene que ver con los intereses privativamente personales.
La imposición de la clase burguesa es lo que ayuda a fundar el primer mandamiento del ascenso social, a instaurar la manía trepadora, el mascarón de proa del que quiere llegar a toda costa, no importa si se hace en el ascensor al cadalso que arriba a lo que el mismo Hegel llama “la prosa del mundo”. Al rastacuerismo o la mezquindad.
Vale la pena mencionar en tan breve espacio la andadura en la sociedad burguesa de la llamada novela de artista. El “A rebours” de Huysmans o “De sobremesa” de nuestro José Asunción Silva, novela tan mal leída por nuestra crítica, y cómo estos libros ya mezclan elementos de la novela moderna, algo de diálogo, de ensayo, algo de diario y de atisbos de una literatura testimonial, que en el caso de Silva podría verse como precursora de la novela objetalista. Todas estas novelas centraron su espíritu, clavaron su epicentro en una repulsa al tiempo y al lugar que le asignaban al arte esas mismas sociedades ensimismadas y autistas, sin duda de cuño o de talante burgués.
“La evasión de la cárcel de su siglo abre las puertas de la fantasía y del sueño. Negación del presente y evasión a otros mundos: estas son las dos características del artista en la moderna sociedad burguesa”, son palabras de Rafael Gutiérrez Girardot.
Muchas de esas evasiones conducen a una permanente utopía. Así creo entenderlo tras leer el libro del agudo y resabiado escritor colombiano. Como “construcción de una filosofía de la historia” el modernismo opone un mundo mejor, no necesariamente afincado en una geografía específica, sino en la ambigüedad misma que es lo propio de todo gran arte, en unos mapas movedizos que sólo el cartógrafo avisado puede trazar.
Lejos de otras cartografías que fueron asimiladas por “los aparatos ideológicos del fascismo”, como los indigenistas y los realistas, o de los dogmáticos amantes de lo telúrico y de lo puramente regional, los utopistas que en este lado del charco tuvieron dos evidentes teóricos en José Enrique Rodó y en Pedro Henríquez Ureña, ampliaron, al decir de Gutiérrez, un mundo, asimilando y no pocas veces transformando la literatura del siglo XIX.
Se trata de un libro que plantea más de un pleito con el pasado y más de una contienda con un presente que muchas veces se yergue sobre el olvido, un libro, en fin, que se centra en la insatisfacción, en las muchas pugnas con la realidad que sostiene todo auténtico creador dentro de las corrientes modernas del pensamiento y de la literatura que, dicho al paso, no deja de ser otra forma del pensar.
Y más de un pleito, también, con los vaivenes ideológicos evidentes en cierto mercenarismo de Rubén Darío, con ciertas actitudes de veleta de Barrés, de Azorín y su claudicante anarquismo, de Stefan George y su reino de los selectos, o de D´Annunzio y su devenir fascista.
La lectura de “Modernismo” me hizo recordar algo abiertamente expresado por Charles Baudelaire, aquello de que “hay una cosa mil veces más peligrosa que el burgués: el artista burgués”.
Y que el único triunfo del intelectual y del artista en cuanto a su circunstancia social, consiste en mantener la dignidad.