Evodio Escalante sobre José Gaos y una nota a los escritos de Heidegger
Piramidal, funesta de la tierra
nacida sombra, al cielo encaminaba
de vanos obeliscos punta altiva,
escalar pretendiendo las estrellas
Juana Inés de la Cruz
Leer el último trabajo de Evodio Escalante, José Gaos, traductor de poesía, publicado por Bonilla Artigas Editores, me ha obligado a varias cosas que he realizado con gusto. Volver a pensar su trabajo como investigador y difusor de la filosofía; regresar a la figura de José Gaos –alguien que en cierta medida articula y vertebra gran parte del pensamiento filosófico mexicano y algunas otras áreas de las humanidades en nuestro país–; y leer una vez más a Martin Heidegger, quien en los años noventa del siglo pasado volviera a ser una figura muy importante, específicamente, en los estudios que se llevaban a cabo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Hace casi treinta años había dos animadores de ese trabajo, Ricardo Guerra y Bolívar Echeverría, mientras que Mariflor Aguilar era quien encabezaba los estudios hermenéuticos de uno de los alumnos más destacados del filósofo nazi, Hans-Georg Gadamer. Es curioso, pero ninguno de los tres estaba ligado al trabajo de Gaos. Evodio me corregirá, pero yo recuerdo algunas anotaciones de Guerra sobre Gaos como traductor de Ser y tiempo, pero no viene a mi mente ninguna idea sobre la filosofía del autor del célebre ensayo “El pensamiento hispanoamericano”, publicado en el volumen V de sus obras completas. De hecho, tenía la impresión de que no era un autor al que trabajara o hubiera seguido trabajando, si alguna vez lo hizo. De Echeverría, no sólo tenía esa impresión, recuerdo muy bien cuando en un seminario, después de que presenté un trabajo sobre Heidegger aludiendo a Gaos y la filosofía latinoamericana, me dijo que eran fascinantes los títulos que Leopoldo Zea daba a sus libros, y mencionó aquel que se llama Discurso desde la marginación y la barbarie, pero me dijo que nunca se había adentrado en esa tradición. Yo me ofrecí a llevarle algunos trabajos de Gaos y de Zea, y muy animado me contestó que lo hiciera. Semanas después le pregunté si quería más materiales y con esa sonrisa andina que lo caracterizaba me contestó que no, que muchas gracias. Tampoco recuerdo ninguna alusión de Mariflor Aguilar a Gaos. En mi experiencia, quienes mantenían la presencia del filósofo transterrado en las aulas eran Horacio Cerutti, por quien yo llegué a leer muchísima de la obra de Gaos, y Carmen Rovira, la historiadora de las ideas mexicanas más destacada del siglo XX.
Fue en esas épocas cuando conocí, en persona, a Evodio; para mí ya era un personaje notable de la izquierda intelectual y de la crítica literaria mexicana. No lo sabía filósofo, pero lo veía entusiasmado en los seminarios de Ricardo Guerra. Yo era un estudiante de licenciatura que prácticamente no participaba, dentro de ese seminario, y que veía a algunos de los y las maestras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM leyendo línea por línea y párrafo por párrafo la obra de Heidegger. Dice Evodio. “Sin el aire enriquecedor de esos seminarios no me hubiera atrevido jamás a embrollarme en estos asuntos”, en referencia a los artículos que conforman su libro Heidegger, un volumen de la Biblioteca Básica publicado por la UAM. En ese libro, por cierto, escribe lo siguiente: “Heidegger crea el término Dasein [comúnmente traducido como ser ahí] para desprenderse de las resonancias humanistas, cristianas, culturales y antropocéntricas que de modo inevitable se asocian a la palabra ‘hombre’”. Lo cito ahora porque me es inevitable pensar si no esa estrategia fenomenológica, de volver a pensar a una entidad o ser que abre espacio temporalmente y otorgarle una cierta forma autonómica –atada, en efecto, a la facticidad del mundo, como insiste Evodio– no terminó constituyendo un humanismo religioso, cultural y antropocéntrico más o menos elemental. Siempre me gusta recordar el final de esa página que Borges intitula “Notas sobre (hacia) Bernard Shaw”: “[…] las filosofías de Heidegger y de Jaspers hacen de cada uno de nosotros el interesante interlocutor de un diálogo secreto y continuo con la nada o con la divinidad; estas disciplinas, que formalmente pueden ser admirables, fomentan esa ilusión del yo que el Vedanta reprueba como error capital. Suelen jugar a la desesperación y a la angustia, pero en el fondo halagan la vanidad; son, en tal sentido, inmorales”.
En este contexto, un poco de extrañeza y escepticismo frente a la obra de Heidegger, quisiera hacer dos breves señalamientos sobre las ideas de Evodio y un comentario general al libro de Heidegger que se incluye, como caja china, en la edición que ha preparado Evodio Escalante. Empiezo.
1.
Evodio señala, sobre el texto que consta de un breve comentario de nuestro autor, la traducción de Gaos al texto de Heidegger y la reproducción fotomecánica del libro que descubrió el propio Evodio: “Este librito, hasta cierto punto anómalo dentro de la bibliografía del autor, Desde la experiencia del pensamiento (Aus der Erfahrung des Denkens), lo publicó Günther Neske en 1954”, para diez páginas más adelante indicar que la traducción de Gaos responde a un español “laico”, “que elude los peligros de las (sic) trascendentalidad” y no quiere incurrir, como se estima mucho hoy día, en los privilegios de lo sagrado o de lo ‘inefable’”. Las ideas del autor de Las metáforas de la crítica son importantes. Para comenzar, ataja que el español –cosa complicada– puede tener un envés laico y que precisamente ese movimiento le hace que evite el decurso trascendental, y esto lo dice en un sentido epistemológico. Pues Evodio no sólo parece condenar las ideas transcendentes, sino incluso los recursos metodológicos que busquen las condiciones de posibilidad formales. Sólo pues aprueba, para el complejo proceso de traducción, aquello que no se despega de la materialidad y cotidianidad de la lengua.
Más adelante remata con esta idea: “Una traducción, en la medida en que sustituye, desplaza e incluso anula el texto original, también le da una nueva vida, pues lo torna accesible dentro del espacio de una lengua diferente, inesperada, la lengua huésped”. Como él mismo lo ha indicado, está siguiendo algunas ideas de Walter Benjamin sobre la traducción. Una lengua acoge a otra lengua y se transforma a sí misma, se violenta y, en cierta medida, se da una nueva vida, pues la otra lengua, en principio, permanece igual. Es la lengua que fagocita un código la que está llamada a transformarse. Eso explica, en buena medida, la potencia y fuerza de lenguas de deglución, como el inglés. El punto importante, sobre Gaos y gran parte de la traducción de los desterrados y transterrados en Latinoamérica, es que golpean, inquietan y transforman al propio español y, en este caso especial, Evodio detecta que Gaos logra un aire laico, no religioso, en su trato con Heidegger, algo que otros traductores, señala Evodio, no han logrado con esta traducción.
2.
El segundo punto tiene que ver justo con un hecho contrafáctico que asalta al filósofo mexicano. Al final de su comentario al libro de Heidegger y a la traducción de Gaos, concluye que “Sólo debido al trabajo paciente de los traductores los textos adquieren una continuidad fortuita, una suerte de inesperada posteridad que acaso los vuelve sempiternos”, e inmediatamente señala: “ahora soy yo quien invoca los trascendentalismos. En dado caso, digo para justificarme tendrían que ser los trascendentalismos no de un pensamiento, cualquiera que este sea, sino los de la lengua en la que estamos insertos y a la que al final servimos”. Hay aquí dos asuntos que anotar. Primero, Evodio, hegeliano de cepa, tiene que reconocer que, en este caso, y quizá en todos, se da una inercia de formalización, y eso es, en cierta medida, una determinante del pensamiento filosófico en occidente. Son dos estrategias las que cobijan la filosofía occidental, me parece, preguntarse especulativamente por las esencias de las cosas, como lo hace Platón, o formular preguntas sobre cómo suceden las cosas y cuáles son las condiciones de posibilidad para que sucedan, como lo hace Aristóteles. Reconoce pues que ese camino aristotélico, exacerbado por Kant, sucede, pero dice: esas condiciones deben estar atadas, también, a la lengua en la que estamos “insertos y a la que al final servimos”. Se trata de una idea muy sutil. La lengua no tiene posibilidades de conectarse propiamente con alguna esencia o substancia, pero es ella misma un mundo, una tierra podríamos decir, en la que estamos insertos y tiene tal densidad y es tan complejo su sistema relacional que, en última instancia, trabajamos para ella. La salida de Evodio es transparente, sacrificial y bella, en el sentido filosófico, esto es, la potencia de autonomía, de comunicación, se sujetidad y de sentido no reside en las y los individuos, reside en la lengua toda, ahí nos va, en cierto sentido la vida.
Cabría preguntarse si es la lengua tan sólo un conjunto de palabras que se comunican, pero eso es algo que habría que discutir en otro contexto.
3.
Tenemos pues, a manera de grandes pinceladas, ciertas ideas de Evodio sobre el español y sobre la traducción, vamos ahora al centro del libro, los aforismos y poemas de Heidegger.
El libro tiene una estructura teatral básica pero muy potente. Inicia con un verso sobre el yo singular, que representa la generalidad de la vida y termina con un poema catártico, donde ese yo singular –que nunca se plantea como un yo particular– reconoce su fracaso pero, a la vez, manifiesta que pensar, pese a todo, es un momento de dicha. El inicio es el siguiente:
El camino y la balanza,
El sendero y la leyenda
Se encuentran en la marcha.
Anda y sufre
Yerra y duda
A lo largo de tu vida.
El final catártico, en el sentido aristotélico, es éste:
Acampan los bosques
Se precipitan los arroyos
Duran las rocas
Chorrea la lluvia.
Aguardan los sembradíos
Manan las fuentes
Moran los vientos
Medita la dicha.
El asunto importante del libro se juega en todo lo que circundan esos dos poemas. La estructura es la siguiente. Heidegger hace una descripción fenomenológica del paisaje, que sigue muy de cerca el índice de un día –cómo no pensar en James Joyce o en Guillermo Cabrera Infante– desde el anochecer hasta el siguiente atardecer. En muchas ocasiones logra que ese paisaje se traslape hacia una experiencia más vasta, una estación, donde se da una recurrencia de las fuerzas naturales, así, por ejemplo:
Cuando en las noches de invierno las tormentas de nieve zarandean la cabaña y una mañana el paisaje está silenciosamente hundido en la nieve…
O cuando hace clara referencia a un día y determinados momentos:
Cuando la luz de la tarde, penetrando en algún lugar del bosque, dora los troncos…
Pero también cuando la referencia ya no es diaria, sino cotidiana, y tienen que ver con un hecho mayor y no simplemente estival:
Cuando el arroyo de la montaña, en el silencio de las noches, cuenta de sus caídas sobre el bosque de la roca…
Finalmente, la descripción fenomenológica de Heidegger puede alcanzar hechos más complejos, donde la forma natural, como lo enseñaba Shakespeare o Sor Juana, se convierte en hecho emocional:
Cuando el viento, cambiando de pronto, gruñe en las vigas de las cabañas y el tiempo quiere ponerse de mal humor…
Evodio describe así la estructura general del libro: “[…] Desde la experiencia del pensamiento, a pesar de su brevedad y de su tono poetizante, es uno de los pequeños grandes libros de Heidegger, y que por lo demás tiene una estructura muy precisa y que se refuerza como un círculo: empieza y termina con poemas breves; cada sección da inicio con una estampa de tintes poéticos acerca del paisaje y la estación del año que corresponda […] para continuarse con un ramillete de breves frases o aforismos casi siempre de una enorme eficacia”.
Pero lo importante, me parece, es que tras esa estructura, aparentemente neutra y descriptiva, Heidegger interpreta cada estado de la naturaleza que ha descrito y lo hace para tratar de comprender si el pensamiento es capaz de dar cuenta de aquella forma natural que se manifiesta como paisaje (y lenguaje que describe el paisaje). Hay ejemplos notables. Por ejemplo, escribe Heidegger:
Cuando la temprana luz matinal
brota en calma sobre los montes…
E interpreta:
El oscurecimiento del mundo nunca alcanza la luz del “ser”
Venimos para los dioses demasiado tarde y demasiado temprano
Para el “ser”. Cuyo iniciado poema es el hombre.
Ir a una estrella, sólo esto.
Pensar en el atenerse a una idea que un día se detiene
Como una estrella en el cielo del mundo.
Así, en esta analogía la vida humana es un poema que, como señalaba Sor Juana, busca las luces estelares, para Heidegger busca acaso una y fracasa. Llega tarde para entender qué es lo sacro, llega temprano para entender qué es el ser; le queda sin más pensar en una luz ya muerta. Así, la experiencia del amanecer no es para nosotros. Véase este otro aforismo:
Cuando al abrirse de pronto el cielo tras la lluvia resbala un rayo de sol sobre lo sombrío de las praderas…
Qué sucede cuando las luces entran en las cavernas o en las praderas, el filósofo alemán interpreta:
Nunca llegamos a una idea. Ella llega a nosotros.
Es la adecuada hora del diálogo
Anima a reflexionar sociablemente que ni hace resaltar la opinión opuesta ni sufre el asentimiento condescendiente. El pensar se pega al viento de la cosa.
De tal socialidad surgirían quizá algunos asociados en el oficio del pensar. Con lo que sin presentirlo uno de ellos resulta el maestro.
Lejos pues hemos quedado de la experiencia sacra o de la experiencia de sentido del ser –de la apertura profunda de las cosas– pero, en la bella traducción del Gaos, el “pensar se pega al viento de la cosa” (Denken bleibt hart am Wind der Sache). En ese momento surge la comunicabilidad propia del ser humano, diría Kant. Heidegger prefiere algo menos técnico: el reflexionar social, de ahí surgen los profesionales o los oficiantes y sin presentirlo un maestro. Lejos queda aquí de Kant, donde ese principio de comunicación que, en efecto, surge de la imaginación –un pegarse al viento de las cosas– nos otorga a todos y a todas la posibilidad del juicio, de la crítica y en ese primer momento hay un sentido común, no hay oficiantes y mucho menos maestros.
Ya separado de los demás, el maestro avanza. Habla sobre los tres peligros que amenazan el pensar:
El buen peligro y por ello saludable es la vecindad del poeta que canta.
El peligro maligno y por ello el más agudo es el pensar mismo. Este tiene que pensar contra sí mismo, de lo que sólo rara vez es capaz.
El peligro simplemente malo y por ello borroso es el filosofar.
La sustancia de esos juicios no es menor. Es peligroso pero saludable pensar junto al poeta, es maligno pensar, como lo hace Hegel, por ejemplo, desde el pensar mismo, cosas que además rara vez sucede; pero es borroso y malo pensar como lo hacen las y los filósofos.
Sea como sea, dice en un eléctrico y rápido aforismo que no distingue los peligros: “El pensar vuelve cualquier cosa soledad y lentitud”.
Por eso, aunque el pensar se eleva realmente cuando está cerca de la poesía y el canto, al final, al ser un ejercicio particular y reflexivo, claudica. Escribe Heidegger:
La saga del pensar únicamente se quedaría
Tranquila de raíz volviéndose
Incapaz de decir lo que tiene que quedar sin proferir.
Tal imposibilidad pondría al pensamiento ante la cosa.
Nunca es lo proferido, ni en ninguna lengua, lo dicho.
Que haya a cada instante y al instante un pensar,
¿de quién podría el asombro sondear tal cosa?
No hay pues ningún pensamiento que pueda sondear el asombro que causaría el empate entre guardar silencio y saber aquello que se tiene que decir. Un poco lo que le sucede a Tzinacán en el cuento de Borges “La escritura de Dios”. Él sabe la palabra que puede cambiar y develar todo, pero prefiere no decirla y olvidar. Para Heidegger nadie tiene esa palabra, sino sólo la idea de que por ciertos instantes eso acontece, de una manera ambigua, por fuera del ser humano y, en rigor, por fuera del ser, porque quien intuye qué pasa es el que piensa. No habría manifestación propia e inequívoca del ser. Por eso la verdadera topología, el verdadero espacio del pensamiento está en hacer poemas, dice Heidegger: cantar y pensar son estirpes del hacer poesía. Esa ambigüedad, que aquí se trata de salvar con analogías hacia formas sublimadas de la palabra –el canto y el poema– la detecta con precisión Bolívar Echeverría cuando dice, en su ensayo “Heidegger y el ultra-nazismo”: “La intensidad de su vocación anti-metafísica no alcanza para llevarlo ‘hasta las últimas consecuencias’ y lo dejaba suspendido en un eclecticismo esquizoide como el que no logra esconderse tras la retórica grandilocuente de la Retktoratsrede [el discurso de rectorado]: lo conducía a asumir que el hombre moderno se encuentra ‘abandonado en medio del ente’ y que por tanto, sin garantía alguna para la verdad, ‘el preguntar es la figura del saber’, pero se detenía a medio camino e invocaba un destino que da al quehacer humano la seguridad de ser una repetición de algo que ya ha existido y que, desde su grandeza, no está únicamente en el pasado, en los principios, sino también ‘más adelante que todo lo por venir’; un destino cuya vigencia hace del pensar, no un preguntar filosófico, sino una hermenéutica de lo que ya está escrito”.
De una manera más violenta, es similar la anotación que hace y dramatiza J. M. Coetzee, a través de su increíble personaje Elizabeth Costello, en “El matadero de cristal”: “[…] pienso que este hombre, Martin Heidegger, que quiere estar orgulloso de ser hombre, ein Mensch, que nos dice que el hombre es formador de mundo, weltbildend, que podemos parecernos a él y ser formadores de mundo nosotros también. Pero, de hecho, él no está plenamente seguro, seguro del todo, de que quiere ser ein Mensch; hay momentos en que se pregunta si, vistas las cosas con más perspectiva, no sería mejor ser un perro o una pulga y dejarse arrastrar por el torrente del ser”.
***
¿Qué hay pues en este pequeño libro, en la traducción de Gaos, en el hallazgo de Evodio? Hay una forma de pensar que no inicia con el ejercicio especulativo, reflejo, del pensamiento, ni tampoco con la formalización del pensamiento. Sí inicia de un modo material, pues su índice es la descripción del paisaje, pero lo niega con el pensamiento, el cual nunca se reconoce que podría ser parte del paisaje o que, como en toda buena poesía, debería responder a la propia apertura natural o artificial, esto es, al paisaje.
Creer que nuestra lengua no es una extraña forma artificial contaminada de formas naturales, inscrita en las cordilleras, el paso del viento, la dureza de la roca, el filo de lo que penetra, el calor o la frialdad con la que nos tocamos, o la textura del algodón, de la seda, de la flor, es querer autonomizar a la lengua y al ser humano de su analogía con las formas materiales e incluso animales. De ahí el fracaso que relata el libro del autor de Ser y tiempo.
Ser viejo es detenerse a tiempo parece sugerir este libro y quizá no es así. Hacerse viejo es otro tipo de elasticidad, de mirada, de sabiduría, de audacia, de temor y de candor. En efecto, es una lucha con nuestro lenguaje, porque la lengua nos abandona y sigue pensando, reproduciendo el dolor y la dicha, muy lejos del ahí y el aquí de nosotros; pero en ese movimiento, la lengua nos enseña que nunca fue nuestra ni lo será. Al lenguaje le pertenecemos y le servimos, tiene razón Evodio, y un día nuestro cuerpo se aleja de ese lenguaje hablado –quizá escrito y leído– y, simplemente, usa otros lenguajes, sirve a otros amos que, en nuestros temores, funestos de la tierra y nacidos como sombras, nos puede encaminar a vanos obeliscos, pero también, como en la infancia, nos puede enseñar que el ser no es privilegiadamente lenguaje. Es una acción que nunca ocurre dos veces. Como dice Wislawa Szymborska: “Nacimos sin experiencia, moriremos sin rutina”.