Retrato de Héctor Carreto:
José María Espinasa

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Poesía portátil reúne la poesía de este autor de 1979 a 2006. Sus primeros poemas lo sitúan claramente en esa generación surgida en los años setenta y que desemboca en Asamblea de poetas que elaboró Gabriel Zaid en 1981. Esa a veces llamada dispersión multitudinaria. Yo lo conocí justamente por aquellos años cuando coincidimos ambos en la UAM Azcapotzalco, en Difusión cultural, él se encargaba de las colección Laberinto y publicó un par de plaquetas mías. Siempre tenía la sonrisa a flor de boca y era muy divertido. Durante un par de años nos veíamos diario, comíamos juntos muchas veces y hablábamos de poesía y literatura, arte, cine, futbol… durante horas. Tenía un humor rápido y chispeante en la conversación, pero menos ácido e hiriente, más amable que el que desplegaba en su poesía. Y, creo, era muy consciente de ello. ¿A qué se debía esa distancia entre el humor de la persona y la ironía de su poesía? A que la iconoclastia es legítima en la escritura gracias a la vitalidad de la persona. Por eso los pesimistas suelen ser expansivos y a veces eufóricos.
Como señale sus inicios se remontan a la explosión demográfica de poetas que testificó Zaid en su Asamblea que se materializó, con el tiempo, en una enorme diversidad de estilos y temáticas y prácticas poéticas. Esa diversidad hizo también perder la brújula que garantizaba el canon, pero eso hoy quisiera verlo como una virtud. Y hay que aplicarla incluso retrospectivamente ¿son tan unitarios los integrantes de Contemporáneos como hemos creído, no debemos tomar en serio lo del archipiélago de soledades? Hagamos, pues, para esos poetas de medio siglo después, una variante: son un archipiélago de multitudes. La poesía que escribía Carreto no se parecía a la de ninguno de sus contemporáneos. Incluso el manejo de las referencias culturales es extraño, anómalo, su vocación epigramática le da un aspecto iconoclasta.
En medio de la conversación soltaba de vez en cuando alguna cita de un poeta brasileño o un italiano al que yo no conocía ni de nombre y le brillaban los ojos al ver la sorpresa en mi rostro. Le gustaba compartir sus lecturas y sus admiraciones. Apreciaba mucho, por ejemplo a Carlos Illescas, el guatemalteco afincado en nuestro país. Fue Illescas la causa de una errata gigantesca y lo digo literalmente: en un cartel que anunciaba una lectura suya dejé pasar sin darme cuenta al revisarlo que el apellido tenía una errata de ochenta puntos: Yllescas. Solidario me acompañó al molino de papel a triturar el impreso en medio de mis lamentos. La amistad era para él una segunda naturaleza. Luego los derroteros vitales y laborales hicieron que nos viéramos muy de vez en cuando, reunidos a veces por el azar. Por ejemplo, cuando rentamos cada quien por su lado un cuarto de azotea en Coyoacán que resultaron contiguos y fuimos vecinos por algunos meses.
El estilo lírico de Héctor no era común entre nosotros. Más que un raro era un heterodoxo. Tampoco lo era en la tradición mexicana, aunque con excepciones (Eduardo Lizalde y Efraín Huerta, por ejemplo, eran los años de La zorra enferma, El tigre en la casa y los Poemínimos). Sorprendía su precisión y claridad, con referencia a modelos cultos pero cuya condición arquetípica los volvía casi populares (Grecia, Roma la edad de oro, las vanguardias). Ejercía un pesimismo sonriente y jugaba con un pasado helénico sin ser pedante y con un presente pop sin ser simple. Y no volvía eso ni facilidad ni receta (peligro siempre presente en el género epigramático) y por eso publicó poco y con exigencia y si bien en 2002 recibió el Premio Aguascalientes por Coliseo, nunca se dejó tentar por un protagonismo público que más bien le incomodaba. El poeta escogía en todo caso a cual arena era arrojado para enfrentarse a los leones y solaz de la multitud. Pero esa condición referencial no le impedía hacer de la poesía –y del poema- un hecho cotidiano y también la cotidianidad alimentaba su escritura.
El título de su poesía reunida publicado en 2009, Poesía portátil puede hacer pensar en nexos con Enrique Vila Matas, pero aunque los hay, no son tan evidentes y más que la levedad hay en Carreto una voluntad de cotidianidad; la poesía se puede llevar –se lleva- a todos lados. Al reunir sus libros en ese volumen los corrigió y reordenó para darles una nueva coherencia y sentido. Lo recuerdo entonces mirando su libro con cierta sorpresa, no como si fuera de otro pero sí como si ya no fuera del todo suyo, con su rostro de sonriente serafín barroco más propio de iglesia de pueblo que de templo en ruinas. La poesía, como sugiere la pintura que está la portada del libro: un camino. El serafín, como su antecesor Cupido, es un ángel travieso.
Le gustaba coleccionar lapsus de lenguaje, paradojas y sin sentidos que luego usaba en su poesía. La expresión más común podía mostrar un reverso inesperado. Sabía que el lenguaje tiene aristas, filos y bordes que lo caracterizan y significan, que a veces se canta mejor –más intensamente- cuando se suelta un gallo. Ante las tal vez inevitable solemnidad que tiñe la mayoría de la poesía mexicana él hacia aparecer una mirada irónica y descreída, el centro de su burla era la poesía –y el poeta- misma. Había leído bien a López Velarde, a Renato Leduc, a los mencionados Huerta, Lizalde e Illescas o a Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco. De todos ellos se alimentó pero tenía una personalidad propia e irreductible pero no egoísta, pagada de sí misma y autosuficiente. Con una capacidad descriptiva nada rebuscada suele en sus poemas crear un espacio –un lugar, casi en sentido escénico- para la experiencia. En efecto tiene su poesía algo teatral propio del epigrama… o de la pintura pop. El mejor ejemplo, el coliseo que da título a uno de sus libros. O, como diría en otro, Habitante de los parques públicos.
Hacer una taxonomía de sus temas y motivos es bastante sencillo. En primer lugar, la sensualidad del amor y erotismo filtrados por el desencanto. En segundo las quimeras del poeta transformado en arquetipo y sus ingenuas veleidades. No oculta los sinsabores y vergüenzas que esto puede producir y un desaire puede devenir igual tragedia que farsa o comedia. Cuando construye su texto sobre referencias clásicas, Elena, Troya, Aquiles o su tocayo Héctor, refleja la fascinante fragilidad del mito en relación con la vida cotidiana. Esa propuesta de cotidianidad en el mito le permite devolver al arquetipo la condición de persona, evita la rigidez de la estatua y esta echa a andar. La imagen ya no rechaza envejecer coagulada en si misma expuesta desmoronarse ante la mirada como un fresco romano en película de Fellini, sino que acepta el tiempo y sus arrugas. La aparente sencillez de su versificación muestra lo difícil que es conseguirla.
Es a través del verso que la ironía se nos da, aparece el lugar en el cual la intensidad se devora a sí misma y nos pone ante la imagen, no pocas veces ridícula del poeta ante el espejo. Como se dijo, al revisar sus poemas para Poesía portátil muestra una sagaz autocrítica y una plena conciencia de los logros y los peligros de su escritura. Entre los últimos la deriva hacia el resentimiento banal y la simplificación del sarcasmo, y casi siempre consigue evitarlos apoyado en la máxima de que la risa es mejor cuando se ejerce sobre uno mismo. La condición anómala en apariencia de la poesía de Carreto entre nosotros deja de ser extraña en una generación con estilos muy diversos, múltiples tendencias y amplio abanico temático, lo cual complica y enriquece la fotografía de conjunto: no hay una generación sino un conjunto de rarezas. Pero ¿Es realmente un raro Héctor Carreto? Yo diría que sí, pero que su rareza más que en la forma está en su trasfondo moral. No es nunca un inquisidor aunque a veces pueda parecer un maestro zen. Eso hace que sea muy vital y que incluso sus burlas a la muerte sean celebraciones de la vida. Hoy que ya no está en entre nosotros sigamos celebrando con él la poesía.