DOS TERRUÑOS
Rios y TERRUÑOS:
Hermann Bellinghausen

Hay siempre una cordialidad que agradecer en la poesía de Eduardo Mosches. En su caso lo manifiestan también sus dones de anfitrión, lo mismo con un asado en el patio de su casa en el barrio de Santo Domingo que en la revista Blanco Móvil, hospitalaria y celebratoria de la poesía y la literatura en el más vasto sentido de la palabra, desde 1985. Esta sería su impronta inmediata en México, su segundo o tercer terruño, y desde hace tiempo el definitivo. Pero la huella principal de Mosches está en el camino de su escritura poética.
La oscilación espacio-temporal resulta uno de los registros definitorios de su obra. Nieto de un migrante judío salido de Ucrania, porteño muy del siglo XX (siendo Buenos Aires una vasta ciudad imaginaria, una literatura en sí misma) crece a orillas de un río verdadero con los ojos sedientos de mar. Busca luego la raíz en la vieja-nueva tierra de los hebreos perseguidos y dispersados, y por fin vueltos a reunir en Palestina. Con la carga generacional del Holocausto, el joven argentino se instala para crecer en Israel, donde no puede evitar identificarse, no con los “suyos”, sino con los expulsados, despojados y apartados de su tierra, que bien puede ser de los ancestros de Mosches, pero que también es y ha sido del pueblo palestino.
Busca ese socialismo anterior al sionismo, mas presencia la decadencia de la colectividad y los kibutz. “Me han defraudado mis hermanos” admite en su tenso poemario Los tiempos mezquinos (1992). Confía en la mística hebrea y ésta no le responde lo suficiente. En un tono quizá bíblico, cargado de voluntad y de respeto a las palabras, aterriza inevitablemente en una realidad concreta y vacía de Dios. Su “repatriación” no es tal, antes bien alimenta su inconformismo, que lo lleva a estudiar ciencias sociales nada menos que en Berlín. De alguna manera debe resarcir la insospechada vergüenza que la causara su pueblo mítico y heráldico.
Con el corazón y la mente decididamente a la izquierda, la dictadura argentina lo convierte en exiliado. O más bien extiende esa cuerda de exilios que lo preceden y él heredaría a su hijo mexicano, que vive en China. En 1976 viene a dar a la Ciudad de México. Aquí abre definitivamente los baúles de la nostalgia, la búsqueda y la revolución. A partir de 1979 con Los lentes y Marx, se consolida como poeta y desarrolla la totalidad de su obra como autor y como editor de poesía en tierras mexicanas. Ello no lo salva de la nostalgia que como buen argentino trae dentro:

He pasado mi vida
como huésped persistente
en una casa con dos puertas
una que da al sur y la otra observa el norte.

Sin ambigüedad alguna, su nuevo poemario es un reconocimiento vital y encantado de sus Dos terruños. Pues Argentina no lo abandona, ni él a ella. Como en otros libros suyos, emprende la crónica poética de sus regresos. Ya no busca, ya no huye. Va y viene, en las dos orillas se está. Aún así, su segunda antología personal la tituló El río sin orillas (2018). La primera selección de su poesía, publicada en 2010, reiteraba en el título su vocación de poeta que recuerda: Avatares de la memoria.
En Dos terruños vuelve al padre, al abuelo, a todos los pasados. Así el poema “El uso de los pies”:
Es posible que mi abuelo
el zapatero,
se decidiera por ese oficio,
luego de caminar,
desde las nevadas planicies de Ucrania
hasta llegar a la calle tanguera sin farol
y con puerto.

De su boca salían
los clavos
para armar el zapato
de los posibles caminantes,
con los recuerdos de caballos lívidos,
de esa historia a la que no regresaría.

El camino fue largo
acongojado por la tierra mojada.

Las suelas gastadas eran mensajes para la memoria.

También su abuelo tuvo dos terruños. Pero este libro no se pretende bitácora puntual de los traslados familiares y propios. Es una celebración lírica, tan personal como lo puede ser la voz de Eduardo Mosches oteando ríos, “uniendo vías”:

La cercanía a lo transcurrido
amorosamente o su contrario
nos puede llevar sin darnos demasiada cuenta
a trastabillar en los médanos de la vida.

Los ríos, el río que es la vida, trae horizantes pero también sirve de tumba. “Mi infancia estuvo siempre acompañada por un río”, dice, y su compañía era buena:

Era su espalda líquida que me daba apoyo,
su presencia a distancia me proporcionaba confianza
en un futuro que era casi el hoy.

Pero en la naturaleza de los ríos está el pasar. Heráclito al pie del agua. El río de Mosches se llevó los días. “La memoria se hizo agua”. Los años cambiaron al río. Devoró vidas amadas. Devino “ese río pardo” que “sigue golpeando las costas de los desaparecidos”. Es un lecho, un hecho que no deja de acontecer. Bien supo Luis Cardoza y Aragón que “el pasado es imprevisible”, como escribe al pie de El río. Novelas de caballería, caudaloso libro de memorias reales y soñadas a lo largo de su siglo. La imagen fluvial enfrentó en ese mismo siglo la deconstrucción de Paul Celan en la lengua de los verdugos; la tragedia del Holocausto robó la inocencia lírica de los ríos que, si acaso, volverá después del futuro. En su desesperación incurable, Celan se quitó la vida arrojándose al Sena para perderse en todos los ríos.
El autor de Dos terruños encuentra en el silencio una respuesta inesperada: “El espejo flota sobre las aguas”. Por eso no deja de desconcertarlo su nuevo terruño, la Ciudad de México, donde se topa con la extraña costumbre de “encarcelar” los ríos, ocultarlos, desaparecerlos, mientras en otras latitudes los ríos se cubren de mujeres y llevan barcas. Vaya paradoja. Es en una ciudad sin ríos donde busca el tiempo huído a lo largo de una experiencia poética de casi cinco décadas bajo el signo del recuerdo y el ajuste de cuentas con los pasados múltiples que no reposan. Lo señalaba ya Eduardo Milán en su prólogo a la antología de Mosches: “la memoria es un tiempo que no se gasta como tiempo”.
Ese asombro ante los ríos encerrados bajo el Valle de México lo expresa así:

En la ciudad donde florecen las jacarandas,
donde el cielo fue azul intenso con todo y nubes,
los gobernantes a lo largo de una historia,
pasado y presente,
se decidieron por extraña razón
a detener el manar de los ríos,
a encarcelar las aguas.

Historia en dos ciudades, extremos territoriales de una sola y verdadera patria. Bajo flores moradas en el altiplano de México, lo mismo que rondando de nueva cuenta el obelisco donde las palomas han encontrado su mejor nube en el suelo. El poeta sale a caminar en todas partes. En Buenos Aires busca eso, los aires buenos de lo que existió una vez y para siempre. También encuentra los aires del dolor y la separación, la distancia terminante. Y en México se involucra con la tierra, y con los hijos de esta tierra entre el cielo y el cemento.

Las flores caídas de la jacaranda,
forman un cielo morado en el suelo.

La edad lo alcanza. El cuerpo deviene frágil como todos, pasado un cierto tiempo. Asoma la muerte de su padre, aprende algo de lo que será la suya. Atraviesa y deja atrás un temporada cerca del infierno en los hospitales, cuando encuentra su existencia “plena / de pulmones ojerosos”. Y de ahí las lecciones del superviviente, del que todavía la hace y disfruta aunque los dolores del cuerpo y de la memoria se acumulen hasta formar parte de uno. Hasta el silencio le transmite “un sonido intenso”.
El amor que es y ha sido sucede en el terruño elegido que no cede a la renuncia total. Como otros paisanos de aquel sur tanguero, recinto de los libros de la alegría y los perseguidos, los de la memoria y los de la pérdida, los libros vida y los libros “delito”, encuentra en México el desenlace de un viaje que inició en la Ucrania anterior a la Revolución soviética que teñiría de rojo todos los octubres. El futuro de aquel migrante se hizo a la América y su descendencia siguió perseguida. Pienso en sus paralelismos con Juan Gelman.

Acá se suma a los compromisos del pueblo con el mismo fervor de los otros lares. Respalda la rebeldía zapatista y la poesía de los indígenas mexicanos, se sigue doliendo de las 43 sillas vacías de los muchachos de Ayotzinapa lo mismo que esa casa “donde las ventanas rotas / se movían rezongando / al ritmo de un viento nocturno”, y se duele de los clavos en los niños de un sueño

muy pequeños
que tenían introducidos sobre su piel y carne
cortos clavos
tachuelas de zapatero sobre los hombros
el pecho y piernas.

“Los cuerpos respiraban con tranquilidad” en ese sueño de lo atroz que sacude al mundo. Al fin despierta. Sin embargo

En la saliva de mi boca
quedaba el sabor infame de los clavos.

La tarea del poeta es no olvidar. Sólo así derrota a la derrota. Sólo así devuelve la dignidad a las palabras traicionadas. Pues los terruños son suyos. Es local en distintas partes, que no significa lo mismo que cosmopolita. Fue peregrino, pero erigió casa y nunca deja de escuchar los consejos del mar, donde el cuerpo recupera la sensualidad de los abrazos y hasta los perros ladran distinto.

El poemario Dos terruños concluye provisionalmente en la prosa confesional “Han pasado varias décadas”, epílogo que no se ruboriza al plantar un punto y seguido que se resiste a ser final:

No hay una forma clara de contar el tiempo transcurrido. Lo más simple es mirar de reojo y contar las arrugas. Llegué en un tiempo muy gris desde Argentina. Gris oscuro, de color asfixiante. Aterricé en estos lares y me encontré envuelto en colores de tonalidades intensas, desde las colinas entreveradas de mangos y aguacates, hasta los matices humanos y coloridos de los nuevos amigos que invitaban a un café de olla, a la entrega de dos camisas de poco uso, una charla sobre la vida, lo vivido angustiado y un vivir deseos, envuelto en papel de china solidario(…) Sin darme cuenta me fueron naciendo raíces en los pies, estaba abandonando el barco de la trashumancia, me enamoré dos o tres veces intensamente, nació mi hijo, repartía volantes contra la injusticia, escribí poemas y leí los de los amigos, formamos la familia ampliada, me uní a campañas en defensa de lo justo, amasé un poco de la harina revolucionaria, y se brindaba con un vaso de espumante aguamiel en algún pueblo perdido de Oaxaca (…)
Soy una buena mezcla, así lo espero, un mestizo de norte y sur, de un fluir de río terroso con toda su humedad y el espacio de montaña, de mirar a los ojos de las nubes (…) Las arrugas no lo dicen todo. Hay mucho que contar alrededor de la fogata cálida de la vida compartida. Seguimos.

En Dos terruños los ríos, voces y recuerdos se reúnen. El vuelo de los versos reconcilia al poeta con los pasos perdidos en la vena generosa de esos territorios que lo viven y reconcilian las orillas que parecían inalcanzables. La tierra de uno, nos enseña Eduardo Moshes, está en el corazón del pensamiento -de ahí la cordialidad de su poesía- donde encuentra suelo, casa y compañía. Un lugar para seguir cantándonos y contándonos todo.

Ciudad de México, primavera de 2024

Uniendo vías

Esos adoquines y las vías abandonadas ,
se unían a otras vías, en otra ciudad.
Uniendo esas calles lejanas y cercanas
creando una sola en mi propio andar.

Las calles, esas líneas casi siempre rectas,
se hermanan en un pacto ciudadano,
sin tomar demasiado en cuenta
la pertenencia nacional.

Del surgir festivo e iluminado de Rivadavia
al transitado fluir de una Insurgentes
en estrecha unión de caminante
que entre sirenas de auxilio
tatuan en mi piel
la existencia de dos calles y mi mundo.

Quizá sea posible encontrar descubrir
alguna galería no comercial
entrelazándose en dilatado túnel,
traslade en un ida y vuelta
( a la manera de Cortazar)
a ambos lugares y en diferente tiempo.

Los cuerpos y recuerdos
se han ido desgastando a lo largo
de años trascurridos
en lo que fue un exilio
con recuerdos y nostalgia del mate matutino
y más tarde, ese intenso aroma a maíz
creado por el fuego y su flama.

La cercanía a lo transcurrido
amorosamente o su contrario
nos puede llevar sin darnos demasiada cuenta
a trastabillar en los médanos de la vida.

Memoria de río

El río ancho marrón oscuro,
con poco oleaje y muchos peces,
crea en la gente que vive cerca o un poco lejos ,
lo momentáneo,
fluidez y algo de olvido.
historia que envuelve sin conmiseración.

Ese río sin culpa
en décadas pasadas y dolidas,
fue utilizado de cementerio humano.

Hoy como antes
los pescadores acomodan
su paciencia junto con los peces.

Salta el hilo de algún abrigo
evocación de la historia ,
la que no viene de los libros, sino desde ese túnel
a veces oscuro , o iluminado, con los reflejos
que estallan al descubrir en la memoria
de la propia vida.

El obelisco de los encuentros

El hilo asciende
por paredes del obelisco bonaerense
rasca las alas de las palomas
y el deseo de tocar el cielo,
erguido en su violencia desafiante, rígido

El hilo sube
buscando señales que llevarán a encontrarse
en las alas de un ángel dorado
en otra ciudad,
desde la que escribo, murmuro, bebo
y hago el amor.
Ese hilo se extiende para arropar
los poemas , al bebé que fue y es mi hijo,
las almohadas
plenas de sueños y sexo,
las botellas de vino que nos hablan de amigos,
los colores de algún amanecer,
las marchas realizadas ,
fotos de padres y conocidos
que hacen lo posible para seguir vivos
en el tejido de la memoria.

Estas aves han dejado de ser libres
a la espera que los vientos sean leves y el vuelo corto.
Su mejor nube es el suelo.

 

Aflicción

El sol se desgaja
en oleadas intensas de calor,
sin conmiseración alguna
convierte hojas de árboles,
y a mi propia piel
en casi brasas .

Después de caminar
bajo este cielo,
ha dado como resultado
que mi propia sombra
se ha ido incinerando.

Me he quedado
sin mi más cercano acompañante.

La soledad me aflige.

El uso de los pies

Es posible que mi abuelo
el zapatero,
se decidiera por ese oficio,
luego de caminar,
desde las nevadas planicies de Ucrania
hasta llegar a la calle tanguera sin farol
y con puerto.

De su boca salían
los clavos
para armar el zapato
de los posibles caminantes,
con los recuerdos de caballos lívidos,
de esa historia a la que no regresaría.

El camino fue largo
acongojado por la tierra mojada.

Las suelas gastadas eran mensajes para la memoria.

El espejo

Las aguas se desplazan con lentitud
en ese río color ocre vencido, .
han cargado historias como fantasmas
iluminan las brazadas que los ahogados
no pudieron realizar,
mientras los aviones lanzaron hace tiempo
pedazos de esperanzas envueltas en piel joven,
mientras que hoy
algunos pescadores esperan con paciencia
que su carnada cargue ese pez
que asfiixiado por el aire
se retuerce con deseo de vida.

Es posible que al atardecer,
ahogado el sol,
el hombre lleve a casa algo del río.

En el otro lado de ´mi historia
el mar se despereza con las olas,
mientras la tormenta desgaja palmeras.
y los cuentos de la vida vuelan
con las hojas anchas que son refugio
para la cabeza y pensamientos en momentos de lluvia.

Cuando las gotas atraviesan la tierra
es probable que se descubran
tumbas donde pueden encontrarse
hijos que las madres buscaron
en el laberinto de la angustia.

Las flores silvestres crecen
en amarillo
por doquier.

Ladridos en el mar

Cuando visito el mar
no son pocas las veces por la noche
en que me recuesto
envuelto en las brumas del insomnio,
los recuerdos se despedazan en cascada,
fluyen recuperando trozos de vida
propia y ajena.

Miro las olas en su sonido,
las maderas flotan recuerdos de navío,
me acompañan en la vigilia
los ladridos de perros encadenados
a la azotea de una casa,
ladran y ladran al compás de las olas
que los guían por el silencio resquebrajado
de la noche salada,
cuerpos roídos de pescadores
caídos en las manos húmedas
de una tormenta,
mientras los ladridos envuelven
el silencio de un amanecer.

Los perros del mar ladran distinto
a los de mi ciudad,
están menos solos,
los acompaña el ir y venir de las olas
Son perros viajeros.

Las olas siguen despreocupadamente,
en el vaivén de las mareas
su eterna relación con la luna.

 

A través

Mirar a veces a través
de la cerradura de una puerta,
pertenece a lo que fue la casa
donde las rodillas de la infancia
se magullaban en el aprendizaje.

Intentar ver los actos perseguidos
con aullidos perrunos de recuerdos,
donde la sonrisa vaga de nómada
transformada en olas vertiginosas
fragmentación del vuelo de uno mismo,
transfigurado en paloma
para dejar recados a los amigos y a los amores,
mientras el olor de las calles abandonadas
desde una adolescencia que solazaba entre
cinturas deseadas y poluciones nocturnas.

Esas ventanas iluminadas que conducían
a la mesa servida de una cena,
las sillas a la espera de iniciar,
el descorrer de las voces,
más tarde los platos eran olvidados
en el momento donde las cortinas traslucían imágenes
de uno mismo y los otros amigos
perdidos en el áspero surco
donde correr
es no perderse el momento
en que las ventanas apagan su luz
y regresamos a mirar a través de la cerradura.

La copa de un eucalipto atraviesa la cerradura,
el ojo recuerda su altura imponente ,
la oreja de mi infancia se acolmena
de gritos duros y agresivos,
el humo se enreda en el aroma
de los inviernos fríos,
los pájaros se descargan de vuelos
a medias aprendidos y las rodillas inician
el ritual de ver crecer las piernas,
mientras la honda lanzaba esa piedra
que detenía un vuelo.

Encontrar al río pardo
no fue nada fácil,
con la ciudad que se deslizaba
sensual hacia el río,
con guijarros que contuviesen carcajadas,
mientras los ahogados extendían sus manos
en el dolor de los sin viajes ni retorno.

La estación de trenes fue deshecha
y casi no había caminos
que no llevaran al espacio de las charreteras,
sin pasar por el temblor de la tortura.

Las esquinas se llenaron de silencios.
Cambiaron la cerradura de mi puerta.

Lluvia de gritos

Hay noches donde las nubes
se cargan de un gris oscurecido
lo iluminan
los relámpagos y una andanada ruidosa y violenta
de gotas gordas y rápidas,
siguen creciendo las nubes
hasta castigar las olas
de un mar entretenido en esta costa
donde llueve llueve y llueve más.

En esta costa las nubes no se embarazan
solamente de luces y truenos,
los sonidos vienen cargados de enfurecidos gritos,
el tamborileo frenético de la espera ansiosa,
fragmentadas voces de mujeres,
se escucha el sonido intenso de esa nube
que dispersa los gritos
colgados de un relámpago,

Las uñas de la rabia
crean girones en la vida.

Cambiando color
 

 

El río con los años se ha esforzado en cambiar
de color, sacar al barro oscuro para transformarlo
en algo así como su  nombre dice, pero por eso,
se molesta , encrespa, balbucea olas  más crecidas y
reanimándose se hace solidario , casi amante,  de las mujeres,
que saltan  y se  visten con pañuelos verdes,
exigiendo su derecho  a romper uñas ,
diciendo este cuerpo es mío y la ola verde se engendra mar
en este río,
el oleaje se anima y escala el obelisco, ondea fluído
entre las calles y sigue ola y se hace fuerte,
las plazas recuerdan el revolotear del blanco en los pañuelos,
el color se  recrea como en bosque muy obscuro,
 crece y las  hojas lanzan su discurso en ese invierno
para hacer veranos muy verdosos.
El río se cubre de mujeres.
 

La silla vacía

Los abuelos en momentos de festejos
arreglaban la larga mesa
con un bordado mantel muy blanco,
sobre el cual con esplendor de vigía
estaba el candelabro de siete brazos
con su velas sabatinas prendidas,
los platos vacíos aún
esperaban la presencia de los que llegaríamos.
Las sillas rodeaban la mesa,
eran contadas con el saber
de que una siempre debería quedar vacía
a la espera de la persona que nunca podría arribar.
Era el espacio a llenar del recuerdo
del grito del hermano acuchillado por los cosacos,
el amigo perdido por siempre en el sudario hecho nieve,
mientras hablaban en un idish casi silenciado,
se miraban a los ojos y sonreían,
era difícil que el mesias llegara,
los cuervos volando se reclinaban sobre los cadáveres,
la música alegre y rápida recordaba los jasídicos perdidos,
mientras la abuela llenaba la mesa con la comida:
el pescado hervido la sopa de bolas de harina
el pan tierno y dorado las pequeñas copas servidas
con vino dulce las galletas con sabor a abuela
y una rápida bendición a nosotros y los alimentos,
adonai eloheinu adonai ejad,
mientras yo miraba la silla vacía
me miraba
desde los ojos asombrados de mi infancia,
como para recordar.

Mi abuela
como el azúcar de su té,
nos acariciaba con su comida,
el abuelo de barba dura
abrazaba con sus manos grandes
y estampaba ruidosos besos,
ardía un poco mi mejilla.
La memoria envuelta en la mesa del afecto.

La silla siempre quedaba vacía.

 

Han pasado varias décadas

No hay una forma clara de contar el tiempo transcurrido. Lo más simple es mirar de reojo y contar las arrugas. Llegué en un tiempo muy gris desde Argentina. Gris oscuro, de color asfixiante. Aterricé en estos lares y me encontré envuelto en colores de tonalidades intensas, Desde las colinas entreveradas de mangos y aguacates, hasta los matices humanos y coloridos de los nuevos amigos que invitaban a un café de olla, a la entrega de dos camisas de poco uso, una charla sobre la vida, lo vivido angustiado y un vivir deseos, envuelto en papel de china solidario. Pasear entre aromas desconocidos, intensos no pocas veces, de ese chile abriéndose paso desde el comal caliente, de las tortillas inflándose como una falda de gorda risueña, de las carnitas nadando en la manteca de cerdo, vertiginoso aroma. Sin darme cuenta me fueron naciendo raíces en los pies, estaba abandonando el barco de la trashumancia, me enamoré dos o tres veces intensamente, nació mi hijo, repartía volantes contra la injusticia, escribí poemas y leí los de los amigos, formamos la familia ampliada, me uní a campañas en defensa de lo justo, amasé un poco de la harina revolucionaria, y se brindaba con un vaso de espumante aguamiel, en algún pueblo perdido de Oaxaca, al tiempo que la tierra seca se incrustaba en los ojos y las muchachas jóvenes daban a luz , mientras la esperanza crecía y decrecía por una vida mejor. Mis raíces se formaban, ampliándose, escarbando en la tierra de aquí, pero no dejaban de tener brotes de nostalgia y el voseo de la costa en reposo, el mate matutino y los recuerdos memoriosos de las calles crujientes de hojas otoñales.
Soy una buena mezcla, así lo espero, un mestizo de norte y sur, de un fluir de río terroso con toda su humedad y el espacio de montaña, de mirar a los ojos de las nubes; los años no pasaron en vano, en medio del dolor propio y ajeno. Aquí me quedaré, a mirar a esa última ola de mar que se entremezclará con la caída suave de las flores de la jacaranda.
Las arrugas no lo dicen todo. Hay mucho que contar alrededor de la fogata cálida de la vida compartida. Seguimos.