I
Cuando cierro los ojos, puedo verlo:
malherido, gimiendo bajo el cielo,
retorcido en medio de la lucha invernal.
Sobre su cuerpo debieron caer los copos y la metralla,
el sueño y la realidad,
hierbas salpicadas por la sangre,
la demencia colectiva,
debieron caer las alas de los ángeles, me digo.
Y digo, entonces, que las palabras
empezaron a sangrar
entre sus brazos.
Murió vestido, probablemente, con guerrera militar.
Sus botones no sé si eran dorados o de plata.
Ahí está mi abuela sacándoles el brillo.
Estoy segura que antes de tocar el suelo,
lanzaron rayos de luz sobre las tropas fascistas.
Estoy segura que allá donde se encuentren,
siguen restregándose los ojos.
Los ojos nuestros no son los ojos de ellos:
los ojos desalmados, deambulantes,
solitarios guijarros del olvido,
diminutos planetas donde viven
visiones oscuras.
II
¿Habrá muerto con la cara mirando a las estrellas?
¿Habrá muerto con la cara sumergida en el lodo?
¿Habrá caído sobre alguno de sus camaradas?
¿Habrá muerto con alguno encima?
¿Quién le tiró la primera paletada de tierra?
¿Estaría boca arriba?
¿Estaría boca abajo con la camisa vieja
dando la espalda al sol?
¿Todos los muertos del batallón estaban juntos?
¿Habría algún fascista muerto cerca de ellos?
¿Será que en la fosa se han hecho un bulto?
¿Será que en la muerte la guerra cesa?
Ha transcurrido el invierno
y el campo se ha llenado de lavanda.
Él era como una llovizna que se escurre entre las manos
y era como un riachuelo atraído fatalmente al mar
y era una abertura, un puente
que te arrastra a una zona sin palabras.
Él era esa palabra que se embarra por el cuerpo,
que tiene una cadena y dos grilletes,
que huye de la mente y de la boca,
que entra en los oídos
y en silencio se deshace
y se vuelve indomable.
Surge la luz y en la aldea
aparecen brazos sin manos,
piernas esparcidas.
Verdes campos por los que un día
llegaron sobrevivientes
a recordar
en muletas.
También acudieron algunas palabras rotas,
quebradas entre el silencio,
desvencijadas,
palabras de letras incómodas
sin gratitud ni gloria.
De una trinchera a otra
los militares se desplazan como gusanos.
Las detenciones fascistas incluyeron la memoria.
La memoria detenida languidece para siempre.
La memoria tiene dos sótanos y diez almenas.
La memoria es una hija rebelde que moría de memoria.
III
Mi padre era fascista.
Era mi padre pero fascista.
Era fascista pero mi padre.
Es difícil acomodar ciertas palabras.
Trato de hacer combinaciones
pero no siempre se dejan las palabras.
Escritas juntas se dan codazos.
Padre fascista, fascista padre.
Lo que más me estorba en esto
no es el padre ni el fascista
es un “mi” para omitirlo
y no puedo porque es mi.
Los insectos que recorren silenciosamente la tierra
saben que es mi.
Ese mi es la más difícil prueba de la lengua.
Digamos, entonces, que
su hermano me había dicho que mi tío
había muerto en la Guerra de Cuba
hasta que un día
la demencia le apareció y antes de enloquecer
olvidó Cuba y dijo:
“lo mataron por rojo”.
“Lo vieron muerto por Grado”.
El desprecio es un gesto que va
de la ceja a la boca
y se vuelve un nombre sin apellidos.
Sin apellidos un nombre es como un árbol sin bosque.
En esta honda oscuridad (Restos de la Guerra Civil Española), de Carmen Nozal
Claudia Hernández de Valle-Arizpe
De entre los variados temas que Carmen Nozal aborda en su poesía y que le suponen un disparadero para la creación, el de la familia es sin duda uno de los más importantes. Cuando me mostró, hace no muchos años, los textos que acababa de escribir sobre el pasado de su familia y la guerra civil española, me impresionaron hondamente. Y al escribir aquí la palabra hondamente me viene el eco de la palabra -honda- dispuesta en el título del libro que hoy presentamos; honda para calificar a la oscuridad; oscuridad para ingresar en los estragos dejados por la guerra. Ya sabemos que la poesía hurga en la memoria para recuperar hechos pero también emociones intensas, personas y lugares. “A quiénes devuelve Carmen al presente del poema? ¿Qué hechos tremendos revive? ¿Qué fatigas, qué injusticias?
En su presentación a este breve pero importante libro de Carmen, Aurelio González Ovies ya nos da una respuesta: “A las montañas/subió el olor de la sangre/la huella de los pueblos salvajes, de nombres espantosos, y perpetuar la historia de cuanto no debiera repetirse jamás. Por la brutalidad, por el horror, la infamia, sus vástagos y víctimas”, dice.
Dedicado a la memoria de su tío republicano caído en batalla y desaparecido en una fosa común, Carmen Nozal abre este libro con un texto de ecos hernandianos. Imposible no conectar su poema con las elegías de Miguel Hernández; las palabras ante la ausencia del caído; las palabras de amor tejidas ante el cadáver de quien fue asesinado y aventado a un hoyo en la tierra. La autora no vio caer a su tío pero conoce su historia, la ha pensado por años como una herida: “Cuando cierro los ojos, puedo verlo:/malherido. Gimiendo bajo el cielo,/retorcido en medio de la lucha invernal./ Sobre su cuerpo debieron caer los copos y la metralla”.
En novelas, crónicas y poemas de todos los tiempos habitan muchas páginas extraordinarias sobre la guerra. En la Antigüedad se le cantaba y honraba, a la manera de la Ilíada de Homero, pero desde hace mucho, los escritores se centran en su brutalidad, en sus horrores, y en nuestra incapacidad para entenderla. Pensemos en el poeta Paul Celan y en las espirales de humo que suben al cielo desde los hornos crematorios, en las “tristes guerras”, “las tristes armas” y los “tristes hombres”, del ya mencionado poeta español Miguel Hernández, en “El soldado muerto” del cubano Nicolás Guillén, en los poemas del chileno Raúl Zurita, donde una tortura, una desaparición forzada, una violación y sus cicatrices son también otras formas de muerte. ¿El dolor se hereda? ¿Pasan de una generación a otra las heridas ? Carmen nos diría que sí. Sabe de eso. Lo ha estudiado, practica las llamadas Constelaciones. ¿Es la poesía un ejercicio que, a su vez, al no dar la espalda al pasado, lo mira de frente e intenta transmutarlo o, al menos, traducirlo? Me atrevo a decir que sí, que es combustión y exégesis; que la poesía puede ser medicina para las personas y también para los pueblos.
En estos textos, la autora contrapone el silencio a la palabra, el silencio al lenguaje, pero también borra la frontera común que los separa cuando confiesa en dos versos poderosos: “El silencio que yo escucho está llorando./ Como a un cerdo lo abrieron en canal” y nos advierte que el silencio puede tener una voz callada, sometida, muy llena de palabras.
En un tú y yo, la autora habla con su muerto, se dirige a él. Como una forma de acercarlos y aun de revivirlos, la literatura siempre ha hablado con los muertos, y no sólo eso: los ha puesto a hablar a ellos desde su hondo silencio. ¿No es eso ya un milagro? Carmen se suma entonces a estas prácticas milagrosas preguntándose por la naturaleza de una fosa común, entrando valientemente en ella para rescatar de ese infame lugar a su familiar pero también a los otros, a los tantísimos héroes oscuros de la guerra. Porque “Abrir una fosa es abrir un párpado”, escribe, “un agujero para que entre la luz”, y su contrario, el no abrirla, “no es andar”, sentencia la autora, “es ser rastrero,/ dejarte como un pedazo de pan bajo la mesa”.
En ocasiones afortunadas, la poesía conmueve desde lo más hondo. A veces, la poesía , en su hábito de lograr lo imposible con muy poco (la disposición de las palabras, digamos, y una forma de estar en el mundo de quien la escribe), cumple con la muy noble función de remover la conciencia de los hombres, y se vuelve necesaria. Tal es el caso de En esta honda oscuridad (Restos de la Guerra Civil Española), de mi querida amiga Carmen Nozal.