El 4 de septiembre de 2022 falleció Carmen Martínez Diez, y un año después, en el mismo mes, perdió la vida entre las llamas de su casa Luis Ángel, su hermano. Ambos conforman una etapa de mi vida y de la mirada de mi tierra, pero también de la presencia del exilio español en México, particularmente en Durango. Son estos relatos de sus vidas y sus sueños.
José Ángel Leyva
Carmen Martínez Diez se fue de viaje
Ha muerto Carmen. No iré a su velorio. Nos despedimos la última vez en la Ciudad de México después de la pandemia. De Querétaro vino a buscarnos a sus amigos para pedirnos perdón porque nos había pedido dinero prestado para un supuesto médico gringo que debía de salir de Siria… su última fantasía amorosa. Quedó endeudada con el banco, esa fiera insaciable, y los amigos decidimos pensar que había sido una contribución más a las causas perdidas. Ella ya no era Carmen, sino un espectro dolorido en el abandono, la soledad, el miedo, sus quimeras y sus males. Pero era Carmen, mi querida amiga, mi entrañable hermanita del alma a quien buscaba yo cuando sentía la urgencia de soñar y de escapar de conformismos.
La gente de Durango tendemos a ser así, fantasiosos y amantes de espejismos. Debe ser esa geografía tan apartada de todo, tan gobernada por lo que nunca fuimos y lo que no seremos. Anquilosada en los mitos y en los fantasmas, entre reinas de belleza y bandas de guerra, entre políticos acartonados y empresarios abarroteros, entre revoluciones de opereta.
Su hermano Luis Ángel, el Churumbel, era y es un loco de película. Dice que fue a matar a Franco y se fue a Estados Unidos buscando ser una estrella de la pantalla grande. Es y fue un seductor, un Casanova de pueblo. Fue él quien me dijo un día que su hermana era una mujer excepcional, una crítica feroz y una feminista de primera línea, médica y lectora voraz. Yo era un chico de 20 años, estudiante de medicina y militante comunista, aprendiz de poeta e ignorante de todo; ella una doctora de 29 que había ido a buscar a su pareja. En la penumbra del Café La Mansión la vi entrar un domingo con su cabellera ensortijada y su sonrisa roja, labios de gitana y ojos grandes que me recordaron los de Katy Jurado. ¿Eres Leyva?, me dijo con una dulzura que parecía ajena al carácter arisco de las mujeres duranguenses. Me sometió a un interrogatorio y me habló de su familia. Padres del exilio republicano, de León. No eran intelectuales sino campesinos a los que habían sentenciado a muerte, pero les conmutaron la pena por el exilio. Se habían ido a Durango porque un pariente había migrado años antes y había ido a recalar a la sierra de Durango, donde tenía fama de mujeriego. Causa por la que más tarde lo asesinarían.
Carmen Martínez Diez es una presencia fundamental en mi biografía afectiva. Le gustaba ser norteña y española, aunque admitía que era más norteña, y por ello no sólo su simpatía sino su identificación y admiración por María Antonieta Ramírez Wakamatzu, Toñeta, sonorense y japonesa de carácter solidario, alegre, luchón y combativo. Mujeres autosuficientes y libres, amorosas y orgullosas. Hermanas sin tregua, si las hay.
Carmen amaba la soledad y la autonomía de pensar, de ser la dueña de sus decisiones. Durante años vivió en Santa Mónica, en Tlanepantla, EDOMEX y trabajaba en el sur de la Ciudad de México, en la UNAM y en una farmacéutica. Se enamoraba con facilidad de los hombres que aparentaban ser dueños de sí mismos y con la misma facilidad se desencantaba. Así le sucedió con el padre de su único hijo, a quien tuvo a los 19 años.
Una vez se enamoró de un polaco, académico, intelectual y por primera vez sintió que la vida le obsequiaba un amor satisfactorio. Jean Patula murió con las arterias coronarias obstruidas a los 57 años de edad. Carmen no cesaba de soñar y de vivir como si fueran películas de amor a la italiana, como si ella fuera una estrella del neorrealismo. Los viajes no eran sólo conocimiento de otras geografías, sino la proyección de sus deseos en momentos transitorios y efímeros. Carmen era la mujer nostalgia de una zona de silencio, de una película que aún no habíamos visto, pero nos contamos. La tierra de sus padres quedó como una marca de agua y la vivía aún como una lucha entre republicanos y falangistas, entre partisanos y fascistas. Durango era por otro lado una infancia de rumores y de sueños de quienes anhelan partir hacia lejanas regiones del mundo para volver y narrar sus aventuras con los aún esperan su turno de migrar.
Carmen de Durango vino de Querétaro a despedirse a principios de año. Nos abrazamos y lloramos por anticipado porque la muerte andaba revoloteando en su esqueleto disminuido y casi ingrávido. Hablamos de esa primera vez que nos encontramos en el café la Mansión, ella en busca de su amante y yo preparando mis miedos para abandonar mi tierra, si es que uno puede abandonar la tierra que lleva en las entrañas. Y recordamos tantos episodios, como cuando fuimos ella, Toñeta y yo a una restaurante a ver una pelea de Julio César Chávez por el campeonato. Comimos y bebimos, pero la transmisión fallaba. Toñeta fue de mesa en mesa y convocó a la clientela a abandonar el establecimiento sin pagar, porque era un fraude, cena, pero sin pelea. De pronto nos vimos entre la multitud precipitándose en la puerta de salida y los meseros tratando de impedir que la clientela se fuera sin pagar. Con esas mujeres no se juega. Finalmente terminamos viendo la pelea desde fuera de un restaurante, por las ventanas, con una muchedumbre que celebraba cerveza en mano el triunfo del boxeador mexicano. En realidad a Toñeta y a Carmen les valía un cacahuate el box, pero no así el gusto por la celebración.
No recuerdo una sola discusión con Carmen, aunque sí exponer nuestras diferencias, que las teníamos, pero nunca fueron sustantivas. Fue también mi confidente, y yo su oído. No estuve exento de sus críticas ni ella de las mías, pero siempre nos unió ese cariño sincero de las almas que comparten dolor por la humanidad y sus necedades, de las que no somos ajenos. En este momento en que no asistiré a sus funerales la evoco disfrutando un rayo de sol en el jardín de su casa, con el periódico abierto de par en par, en pantalones cortos y su cabello encabritado y espumoso, un libro a la espera de ser devorado, una cerveza helada y esa mirada a la Katy Jurado, dulcificada por el césped verde esmeralda. De fondo la voz de Lole y la guitarra de Manuel. La imagino así, disfrutando de los pequeños placeres de la vida, preparando un viaje a las islas griegas y Estambul, allá por el oriente, donde el sol nace primero y nos esperan los amigos y los amores, los ancestros.
Luis Angel Martínez Diez, El Churumbel
Dicen las noticias que Luis Ángel Martínez Diez, el Churumbel ardió entre las llamas de su casa. No sé si merezca el cielo, pero sé que esas llamas no son las del Infierno, por mucho que los diablos quisieran tenerlo entre sus huestes. Nunca fue suficientemente malo. Hace un año murió su hermana Carmen, que era también hermana mía y quien seguramente lo llamaba desde ese cielo llamado fantasía. Con Luis Ángel se me va un trozo de historia personal, se desmorona un muro del recuerdo.
Marcelo, su hijo, me dice entre sollozos que Luis Ángel no sólo era su padre, sino un amigo del alma. Viaja por carretera de Los Ángeles a Tijuana para abordar un avión que lo lleve hasta Durango y despedirse “de ese loco sensacional”. Hablamos por teléfono y le digo que es extraña esa tierra de olvidos y de ausencias que nunca nos deja tirar sus cielos por la borda. Cielos encarnados que echan de menos lo nunca conocido, lo extraño y lo carente.
Luis Ángel, como Carmen, deseaba ser escritor y consciente o inconscientemente se cultivaba como personaje. Un loco audaz y temerario que inventaba historias para vivir y contarlas. Hijos del exilio español, de republicanos campesinos, aprendieron a vivir en la tierra del cine una vida de película. Contaba Carmen que el tío Marcelo había venido a México antes de que el franquismo derrotara la República y se fue a vivir precisamente a la sierra de Durango donde tenía fama de seductor y pendenciero. Por él sus padres fueron a parar hasta esa región ausente, luego de ser excarcelados en España por su militancia izquierdista. Al tío Marcelo lo asesinó un marido celoso, o un contrincante cobarde. Luis Ángel heredó ese mismo delirio por las mujeres y la ficción. Yo también maté a Franco fue una obra autobiográfica en la que narraba su aventura en la cárcel de Carabanchel por haber intentado perpetrar el magnicidio y abatir al dictador. Me tocó revisarla y auxiliarlo en su edición. Nunca supe qué tanto de fábula tenía el relato, pero me consta que era audaz y temerario, irreverente y disruptor, trasgresor y aventurero. No dudo que al menos en su imaginación y en su deseo anidara la intención de cometer el crimen. Su padre, dueño de unos baños y patrocinador de un equipo de futbol local, fue, en su literatura, el “Gitano del panteón de Oriente”. Su madre, Modesta, a quien conocí y quise por su ternura y su desbordada expresividad afectiva, aparecía en sus letras como una fuente de sonrisas y optimismo.
La biografía del Churumbel señala que nació el 11 de noviembre de 1946. Lo conocí en el CCH como profesor. Él acababa de volver de España y yo era parte de la primera generación de un modelo educativo que enseñaba supuestamente a construir una conciencia crítica y experimental. Luis Ángel calzaba sandalias y vestía camisas holgadas, poseía una melena casi rubia y una barba a la Fidel Castro. Su hablar enfático marcaba un acento norteño muy particular que al poco tiempo varios chicos comenzaron a imitar. Solía contarnos sus aventuras europeas y norteamericanas. Nos aconsejaba viajar y practicar la seducción como llave maestra para abrir puertas. Nunca fue mi maestro, pero pronto, con Othón Pescador, nos hicimos muy amigos. O tal vez si, sin pretenderlo, fue mi maestro en varios campos como el musical y el bohemio; por él conocí a Lole y Manuel, a Camarón de la Isla, a Luis LLac, a Chavela Vargas, a Alfredo Zitarroza, a quien llevó a su casa, en la famosa Trinidad, un par de ocasiones tras los conciertos del maravilloso cantante uruguayo. Luis Ángel hacia posible cosas inusitadas en un Durango alejado de todo, particularmente de la cultura, donde privaba un machismo feroz y una homofobia radical. Por algo es uno de los últimos rescoldos del priismo. Luis Angel, de un izquierdismo sui géneris, estaba al día de la política nacional e internacional y soñaba con un país menos injusto e iletrado.
Fue dos veces Director del Instituto de Cultura del Estado de Durango y le dio a la gestión cultural no sólo visibilidad sino el impulso que nunca jamás había tenido. Rompió el cerco de la mediocridad que habían impuesto los abogados poetas, tan acartonados y tiesos como sus afanes de poetas y declamadores. El Churumbel fue un chubasco con vientos renovados en una tierra de sequía intelectual y simulaciones. No dudo en afirmarlo, fue una época dorada para la actividad cultural en Durango. Pudo irse a vivir cualquier lugar del mundo, pero siempre regresaba a su Durango, fascinado con sus amores locales y los locos ingeniosos que pululan sin ambiciones en el terruño. Para Luis Ángel, Durango ha fue una perla desconocida, en bruto, atada a la mentalidad abarrotera de sus empresarios y al ánimo rapaz de sus políticos. Como en su hermana, Durango fue la tierra de sus fantasías y sus amores, la tierra desconocida.
Ha muerto Luis Ángel Martínez Diez, el contador de historias, el don Juan irredento de la localidad, el personaje de sus fábulas, el personaje de Durango, mi hermano y amigo generoso que desde hace algunos años comenzaba a perder la brújula de la memoria. Lo recuerdo con enorme cariño cantando junto a la madre de su hijo Marcelo, Doris, con quien se fue a buscar fortuna y fama a las Españas, lo evoco como un niño travieso con la sonrisa ingenua de Modesta, porque Churumbel significa niño en jerga gitana y Luis Angel era eso, un Churumbel que hacía ruido de cascabeles donde quiera que se hallaba. Hace un par de años Marcelo me llevó a verlo porque había dejado de llamarme por teléfono para contarme sus ideas y sus historias. Nos abrazamos, nos sentamos y le pregunté, “¿qué nuevas historias tienes para contarme?”. Se me quedó mirando con tristeza, como un Churumbel extraviado, y me contestó: “Hermanito, se acabaron las historias”. No nos dijimos más, nos despedimos en un abrazo adolorido.
Me entero por conocidos que me envían imágenes del incendio de su casa: “el Churumbel ha muerto calcinado”. Pero él había soltado amarras ya en esa región Ausente, vivía a ratos la realidad y el mayor tiempo en el olvido. En mi, por el contrario, comienzan a desfilar imágenes de ese personaje que despierta en un bello amanecer de nuestro Durango, no en el de todos, en el nuestro, en el de nuestra película. Luis Ángel tiene muchas historias por contar y yo me sé una que él solía cantar acompañándose con el ritmo de sus palmas, invocando la voz y la guitarra de Lole y Manuel: Un cuento para mi niño.
¡Niño!
Erase una vez
Una mariposa blanca
Que era la reina de todas las
Mariposas del alba
Se posaba en los jardines
Sobre las flores más bellas
Y le susurraba historias
Al clavel y la violeta
Feliz la mariposilla
Presumidilla y coqueta
Parecía una flor de almendro
Mecida por brisas frescas
Más llego un coleccionista
Una mañana de primavera
Y sobre un jazmin en flor
Aprisionó a nuestra reina
La clavó con alfileres
Sobre cartulinas negras
Y la llevó a su museo
De breves bellezas muertas
Las mariposas del alba
Lloraban por la floresta
Sobre un clavel se posó
Una mariposa blanca
Y el clavel se molestó
Blanca la mariposa y rojo el clavel
Rojo como los labios de quien yo sé
Rojo como los labios de quien yo sé
Buen viaje, querido amigo, ya estás con el Gitano del panteón de Oriente, con la alegre modesta, con tu soñadora hermana. Nos vemos pronto en la región ausente.