Laberinto de un secuestro:
David Jurado

[Camilo Bogoya. Dédalo. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2020, 187 pag.]

Leer Dédalo es ir desenredando una madeja en un laberinto cuyos muros no están hechos de piedra, sino de ruinas y huesos. Esta obra, ganadora del Premio Nacional de Novela de la Universidad de Antioquia en 2019, escrita por Camilo Bogoya (Bogotá, 1978), quien hasta ahora se había destacado por sus dos libros de cuento, El soñador y Ética para infractores, relata la historia de Flora, una estudiante universitaria secuestrada por error y retenida en El Paraíso, una hacienda ubicada al lado de un matadero. Siguiendo el modelo clásico del relato enmarcado, la novela entrevera la historia de Dédalo, el inventor del laberinto del Minotauro, en la historia de Flora: mientras espera que su padre, Horacio, un vendedor de libros antiguos, pague su liberación o vaya a rescatarla, Flora establece una relación con su guardiana, a quien le relata la historia de este mítico inventor.
Al tener un pie en la realidad y otro en el mito, la novela toma la forma compleja de una alegoría, principalmente sobre el conflicto armado en Colombia. Pero no una alegoría unívoca, sino de aquellas que siguen la veta de la literatura barroca descrita por Walter Benjamin en El Origen del “trauerspiel” alemán, aquella que es expresión de sentidos y totalidades desvanecidas, de mundos fracturados y de cosmovisiones catastrofistas. El estilo mismo de la novela da cuenta de un espacio textual fracturado: a medida que nos adentramos en el relato las voces de los distintos personajes se van entremezclando, los relatos de los unos y de los otros se vuelven invasivos, fracturándose entre ellos; la monumentalidad de la narración a través de la cual Flora cuenta la historia de Dédalo se destempla poco a poco con las intromisiones vulgares de la guardiana: “ese man se las trae, dice la guardiana, y mucho descaro tiene, venir a juntar una reina con un toro” (Bogoya, 36); pero además las voces de la víctima y su victimaria no tienen ni mayúsculas ni puntos, como si para comunicarse tuvieran que recurrir a un lenguaje a la vez primitivo, animal, originario y ruinoso.
Por la misma razón la obra es, a su vez, laberíntica: la novela nos lleva por múltiples analogías, paralelismos y simulacros que derivan en preguntas sobre la monstruosidad del secuestro, sobre una sociedad del engaño, sobre una cultura de la guerra y de la muerte que parece no tener fin, sino que pareciera repetirse por el designio absurdo de los dioses, sobre la relación entre el exilio, el secuestro y la locura, y sobre la idea misma de la libertad. Aquí ser libre no es solo ser rescatada, sino potenciar la imaginación con “un sistema de engranajes y palabras que me sacarán de aquí” (27), dice Flora, como si estuviera haciendo un preámbulo a su relato sobre Dédalo. Relatar una historia es liberarse en esta otra, la real, donde reina el agobio de la privación, esa es la apuesta, pero no para huir de la segunda, sino para pensarla. Esta parece ser también la apuesta del autor: proponer una escritura metadigresiva que no huya de los problemas de violencia que vive el país, sino que encuentre nuevas vías para pensarlos a través de la literatura y, solo así, logre liberarse de ellos o, al menos, inaugurar una visión distinta sobre los mismos, restaurar ese vacío, ese hiato que deja su acaecer monstruoso. Vale la pena señalar además que se presiente un velo de ambigüedad en la manera en la que está relatado el rescate, pues los “héroes”, el padre de Flora y un exmilitar, son personajes turbios, como si, de nuevo, la libertad solo se encontrara en el acto de pensar la privación.
Por otra parte, se suma a esta estructura laberíntica la multiplicidad de géneros que se entremezclan en la obra: novela negra, novela testimonial, mito y leyenda. No por ello la obra es ilegible, todo lo contrario. Su hibridación es perceptible gracias a un armazón estructural rígido: la novela está dividida en 38 breves capítulos, medidos con escalpelo, cuyos títulos anuncian la voz y la acción principal que guiará la narración de cada uno de ellos. Esta es la madeja de Ariadna que nos permite caminar esta obra laberíntica sin perdernos, pero la que nos deja también percibir una intención espacial, como si se buscara hacer converger a la literatura con la arquitectura y así llevar hasta sus últimas consecuencias el mito de Dédalo.
Las características de la primera novela de Camilo Bogoya hacen de ella una obra atípica en la literatura sobre la violencia en Colombia. Ante el dominio de un realismo, a veces documental, a veces testimonial, muchas veces crudo, la obra de este autor bogotano radicado en Francia abre un camino distinto, en consonancia con ejercicios digresivos, especulativos y metanarrativos propios de un Bioy Casares, un Borges o un Pascal Quignard, de quien el autor es especialista. Preferir a un personaje marginal como Dédalo, en vez de a Ícaro, y darle los contornos y los matices necesarios para reinventar su mito y ponerlo a funcionar como un motivo alegórico o, incluso, como un mito fundador de un problema particular es, en cierta forma, un gesto quignardeano. Quizás para desmarcarse o para añadir una capa más a este gesto, el autor suma relatos míticos provenientes de pueblos originarios de América Latina y un pasaje chamánico que, sin embargo, no es del todo convincente.
También es cierto, por otra parte, que la obra se suma a un conjunto amplio de novelas colombianas sobre la víctima, en donde están Los ejércitos de Evelio Rosero o Rencor de Oscar Collazos, por solo mencionar dos ejemplos. A su vez, resulta interesante alinear esta obra con novelas alegóricas que surgieron en periodos de transición política en otros países de América Latina, tales como la argentina La ciudad ausente de Ricardo Piglia, donde se explora la idea de los metarrelatos como ejes de una reflexión sobre la memoria y la libertad, o la chilena Los vigilantes de Diamela Eltit, donde aparece el tema de la privación de la libertad en un país en donde se habría perpetuado la desigualdad y el Estado de sitio a pesar del fin de la dictadura. El tiempo dirá si la obra de Camilo Bogoya es sintomática del periodo transicional que Colombia ha venido buscando pero que también se le ha ido refundiendo.
El artificio literario que nos propone el autor es pues fascinante y sacro, pero el lector atento no solo quedará petrificado por este, sino también por el profundo pesimismo que se desprende de la obra. Un pesimismo que, si bien pasa por la esperanza de encontrar o de ver florecer en el mito y en la alegoría las palabras que nos permitan articular la realidad atroz del secuestro, no deja de presentar una visión amarga de un país donde abundan las fosas comunes, los entierros, los huesos, los desdentados, los cojos, y donde tanto humanos como animales viven entre Matanzas, el barrio de Flora, y el matadero, tan lejos y tan cerca de un engaño: El Paraíso.
Camilo Bogoya es egresado de la facultad de Estudios literarios de la Universidad Nacional de Colombia, realizó estudios de maestría y doctorado en la Nueva Universidad de Paris o Paris 3 y actualmente es catedrático de la facultad de Estudios hispánicos de la Universidad de Artois, en el norte de Francia.

Obras citadas
Benjamin, Walter. “El Origen del ‘trauerspiel’ alemán”, en Obras completas (Libro 1. Vol. 1). Trad. Alfredo Brotons. Madrid: Abada, 2013, pag. 223-447.
Bogoya, Camilo. El soñador. Bogotá: Ediciones Universidad Central, 2008, 192 pag.
__; Ética para infractores. México: Luzzeta, 2017, 212 pag.
Collazos, Oscar. Rencor. Bogotá: Seix Barral, 2007, 241 pag.
Eltit, Diamela, Los vigilantes, Santiago: Seix Barral, (1995) 2012, 136 pag.
Piglia, Ricardo. La ciudad ausente. Buenos Aires: De bolsillo, (1995) 2013, 160 pag.
Roserio, Evelio. Los ejércitos. Bogotá: Tusquets Editores, 2007, 208 pag.