Los contadores de películas:
Homero Carvalho Oliva

¿Existe, nos preguntamos, algún lenguaje secreto que sentimos y vemos, pero nunca expresamos en palabras y, si es así, podría hacerse visible a nuestros ojos?» Virginia Woolf, Cine y realidad, 1926,
La felicidad de escuchar las historias merecía cualquier sacrificio”. Emma Reyes, Memoria por correspondencia.

Hace diez años leí la novela La contadora de películas, del escritor chileno Hernán Rivera Letelier (1950), la obra, ubicada en la década de los sesenta, es la historia de María Margarita, hija de una familia pobre de un pueblo en el desierto de Atacama, que poseía el don de ver películas con los oídos y escucharla con los ojos. “Aunque la película fuera en blanco y negro y a medida pantalla, esta niñita, compadres, parece que la contara en tecnicolor y cinemascope”, aclaraba su padre a los vecinos que iban a mirar sus palabras, a asombrase con las inflexiones de su voz, sus precisos y sugerentes gestos y su singular lenguaje corporal; después de leerla recordé que, en mi pueblo, Santa Ana de Yacuma, por los mismos años, segunda mitad del siglo XX, había, también, una familia experta en contar películas, cuyo sobrenatural talento de crear imágenes con las palabras los convirtió en un fenómeno popular. Como todo tiene su tiempo y su lugar, ahora contaré la historia paralela de esa familia.

La primera función

En los pueblos pequeños el cine fue de las pocas diversiones fuera de las tradicionales, el estreno de una película o la llegada de un circo eran acontecimientos que la población recordaría por siempre jamás. En sociedades rurales, en las que hasta los ricos no tenían otros privilegios, contar historias en las plazas, al atardecer en los corredores, durante las comidas o en algún cumpleaños o boda era parte del ritual social; sencillamente porque contar cuentos, películas, historias o escenas circenses extiende el entendimiento y desarrollo emocional de la sociedad.
Mi tía Lely Carvalho me comentó que, en Santa Ana, fue un judío venido del Perú, Absalón Levy, quien apareció con un proyector, alquiló un patio a una cuadra de la plaza principal, y proyectó las primeras escenas; imagino el asombro que se apoderó de la gente cuando la noticia serpenteó por las calles polvorientas: ¡había llegado la primera película! Nunca antes habían experimentado algo así, una proyección que transportaría sus mentes a lugares desconocidos y les permitiría vislumbrar historias de otros mundos. Los habitantes del pueblo, acostumbrados a una vida tranquila y rutinaria, se congregaron en el modesto cine local, improvisado en el patio de una casa, con una mezcla de curiosidad y conmoción. Afuera, los niños correteaban ansiosos por presenciar algo imposible: ver imágenes en movimiento que contaban historias, mientras los adultos intercambiaban especulaciones sobre lo que podrían esperar de este prodigio.
En la noche, la casa abrió sus puertas de par en par, revelando el misterio que se escondía dentro: un proyector sobre una mesa y una cortina blanca colgada entre dos árboles. Los asistentes, ansiosos por sumergirse en una experiencia nueva, se acomodaron en sus sillas de madera que cada uno había llevado. De acuerdo a la manufactura se advertía el nivel social: sillas de mimbre, de cuero, de madera rústica, tocos de tres patas sin espaldar… unos pocos, que habían tenido la oportunidad de viajar, comentaban que ya habían visto películas en otras ciudades y eran escuchados con ojos brillantes y corazones acelerados. Al fondo del patio el gran telón, un par de sábanas blancas unidas por costuras, se movía al ritmo del viento y se cuenta que, en más de una ocasión, las ventoleras volaron las frágiles telas, haciendo que los espectadores salieran por las oscuras calles persiguiendo al fantasma de las imágenes secuenciales. Conjeturo que cuando la película comenzó a rodar, y la pantalla se llenó de cuadros en blanco y negro que creaban la ilusión óptica de estar mirando vidas a través de una ventana, los espectadores quedaron hipnotizados por la narrativa visual que se desarrollaba ante sus ojos, transportados a un mundo completamente diferente al suyo, acentos lingüísticos extraños que, sin embargo, invitaban a imitarlos. Las risas, los susurros y los suspiros llenaron el ambiente, creando una atmósfera de asombro y fascinación. A medida que la historia se desenvolvía, el pueblo entero se sumergía en una especie de trance, experimentando alegrías, tristezas, miedos y esperanzas a través de los personajes en la pantalla. Las emociones fluían libremente, tejiendo un lazo invisible entre los espectadores y la historia que se desplegaba ante ellos. Al final de la proyección, cuando la última escena se desvaneció, el silencio cayó sobre el público. Por un momento, todos permanecieron en sus asientos, asimilando lo que acababan de presenciar, saboreando la magia del cinematógrafo que había llegado a su pequeño rincón del mundo.
Finalmente, con legítimas sonrisas en sus rostros excitados, los habitantes del pueblo salieron de la sala, en sus ojos las miradas nunca volverían a ser las mismas, llevaban consigo el recuerdo indeleble de la primera película. Aquella noche, la magia del cine dejó su huella definitiva en sus corazones; las películas, como una fina capa de ficción, habían envuelto sus vidas. En un texto sobre cine y poesía escribí que, el encantamiento poético e infinito del cine, solo es comparable a la figura del Aleph, creada por Jorge Luis Borges, “ese punto en el espacio que contiene todos los puntos”, ese punto perdido en un oscuro sótano donde uno de los autores más prodigiosos de la lengua española vio “millones de actos deleitables o atroces”. ¿Acaso no es eso el cine? Las preferidas eran las mexicanas, porque la mayoría de los habitantes del pueblo eran analfabetos y el cine de ese país vivía, en esos años, su época de oro. Las canciones que se escuchaban en los filmes eran rápidamente imitadas por los cantantes y guitarreros locales, así como los dichos y refranes del país de Emiliano Zapata, Pancho Villa y María Feliz, la doña del cine de belleza inigualable.
Las noches de los pueblos ya sean estrelladas, con luna llena o con el cielo encapotado, acompañaron las funciones primigenias en patios caseros que, al pasar de los años, dieron lugar a salas con cierta comodidad como las que, posteriormente, instalaron Elías Nacif y Boíta Roca, dueña del Cine Azul, una sala con techo y asientos, para que los cinéfilos no tuvieran que cargar con sus sillas de ida y vuelta.

El cine y la vida cotidiana

Mi padre, Antonio, historiador, poeta y cronista de los pueblos amazónicos del Beni, relata, en uno de sus libros, que la proyección no hubiera sido posible sin la electricidad, ese prodigio de la ciencia que, poco a poco, fue desplazando a las velas, los lampiones y los mecheros. Antonio cuenta una anécdota que muestra la importancia del cine en nuestro pueblo: “Hacía tres meses que se exhibía la película «Jalisco nunca pierde» y los empresarios repartidores de las cintas exigían al propietario del cine la inmediata devolución. Nada valieron las gestiones de las autoridades y llegó el día en que hubo de remitirse por vía aérea los rollos de la mentada película; y aquí viene la picardía: un gran cortejo, a cuya cabeza iba el Diputado, el cura, el Subprefecto, el Alcalde y otras autoridades, como despidiendo a un muerto, condujeron los rollos hasta el aeropuerto, al compás de la banda de viento que tocaba la pieza del mismo nombre y, a los gritos de vivas y hurras, tronaban los tiros al aire como homenaje de protesta por la desaparición del filme”.
Mi hermano Bolívar que, ha heredado de mi padre, una memoria prodigiosa, me hizo recuerdo de un tío suyo, Huáscar Suárez, fanático del cine al punto de viajar de Santa Ana a Trinidad, capital del Departamento, solamente para asistir al estreno de alguna película, cualquier hubiera sido el origen, la historia, los actores y el director. Bolívar, que, de niño, en Santa Ana del Yacuma, reunía monedas para pagar su entrada al cien, coincide con la versión de nuestro padre de que Huáscar convino con Kity Rosas, vecino de Trinidad, para que lo llamara ya fuera por conferencia radial, le enviara un oportuno y urgente radiograma o telegrama avisando la fecha de estreno de los nuevos films, informado Huáscar contrataba una avioneta expresa y volaba a Trinidad para retornar al día siguiente. Antonio afirma: “Yo creo que ningún aficionado al cine pagó jamás tanto dinero por ver las películas de su predilección”. Años después, Huáscar se fue a vivir a Trinidad, feliz de la vida y del cine.

Los narradores de mi pueblo

En la novela de Rivera, “la niña que cuenta las películas”, fue elegida por su padre para ese oficio luego de una competencia con sus dos hermanos que también lo hacía, pero que no cantaban tan bien como ella y eso en las películas mexicanas eran imprescindible. En la familia de mi pueblo todos eran narradores: madre, padre y una pareja de hijos, era famosa por saber contar historias y cantar, todos tenían voces prodigiosas; si la vida les hubiera dado la oportunidad de vivir en alguna urbe de seguro hubieran sido actores y actrices, cantantes o magos en los mejores teatros del planeta. El padre era zapatero, en un pueblo en el que la mayoría de la gente andaba descalza o usaba sencillas abarcas de cuero crudo y caucho. Les encantaba mirar películas, pero no tenían el dinero suficiente para costear cuatro entradas, así que cada vez que llegaba algún nuevo filme se turnaban para asistir, reunían para una entrada y el elegido tenía que contar lo que había visto. Esa necesidad les despertó habilidades que, quizá, dormían en su interior, y se esmeraban en hacerlo mejor que el familiar antecesor. Pronto los vecinos se anoticiaron de las escenificaciones domésticas y se invitaban a regocijarse del espectáculo. Si se trataba de películas mexicanas no había problema, con el tiempo la producción de Hollywood desplazó a las de Churubusco, y los padres tuvieron que admitir que ellos no sabían leer y resignaron sus visitas al cine a la de los hijos que leían los subtítulos en español. Esa es otra diferencia con la familia chilena que evidencié en esta conclusión de María Margarita: “Alguna vez leí una frase —seguramente de un autor famoso— que decía algo así como que la vida está hecha de la misma materia de los sueños. Yo digo que la vida perfectamente puede estar hecha de la misma materia de las películas”, frase de William Shakespeare que aparece en La tempestad.
Así como con la niña de la novela de Rivera, cuyo padre cobraba entradas para verla narrar películas, nuestros contadores descubrieron que podían incrementar sus ingresos cobrando unas monedas que, de todos modos, era más barato que ir al cine. En esos años, como ahora, había que tener dinero para ir al cine.
Una noche, el tío Pilo, hermano de mi madre, compadre de los narradores del pueblo, me llevó a una función contada por la madre, una mujer morena, de buen porte, macanuda dirían los paisanos, su vestido era sencillo y su pelo estaba recogido en una cola. Contó una de vaqueros, tal cual dice el dicho popular “ahora cuéntame una de vaqueros”, pues ella la contó. Cuando leí la técnica de la niña María Margarita, la imagen de la madre narradora volvió a mí: «Comencé a fijarme en detalles que la mayoría pasaban por alto: el modo acanallado de pintarse los labios de la rubia amante del mafioso, algún tic casi inadvertido del pistolero en los instantes previos al saque, la forma en que los soldados encendían el cigarrillo en las trincheras para que el enemigo no viera el resplandor del fósforo.». En los detalles estaba el cuento, evoco a la madre, soltándose el cabello para representar a una actriz seductora, los besos escapaban, húmedos, de sus labios; luego enojada, la ira la alumbra como un relámpago; la recuerdo transmutando en traviesos niños, sabios ancianos, en tiernas abuelitas, en revolucionarios de bigotes tan grandes como sus sombreros, en militares de impecables uniformes, en soldaderas de senos turgentes (la madre alzaba los suyos con sus manos y yo percibía la respiración agitada de los jóvenes, sus miradas eran iguales a la de mi padre cuando la vecina pasaba por su lado).
Otra noche fui a ver al hijo mayor convertirse en briosos caballos y cabalgar por la verde pradera verde, en feroces lobos, en el mecánico tren, extrapolando metáforas de la vida, el narrador describía los vagones y sacaba la cabeza por las ventanillas recibiendo la brisa de los ocasos; la hija menor, tenía una memoria milagrosa para describir los ambientes,: ranchos, mansiones, palacios, casas, departamentos, cuartos, una veía las camas, los cuadros colgados en las paredes, los adornos, los jardines, el bosque y los árboles; cada uno era un artista de la narración, que dotaba de otras dimensiones al relato de los filmes, y podían contar de guerras, de amores traicionados, de duelos en lejanos oestes, de apuestos espías y de crueles villanos; disfrutando de sus destrezas, no me costaba imaginarlos interpretando cualquier personaje, describiendo los ambientes, la coreografía, la fotografía; los buenos actores son lo que encarnan, para mí ellos fueron los magos de mi infancia, cuyas palabras hacían realidad películas que no necesité ver y las que vi las recuerdo mejor contada por ellos; hay personajes que nunca dejarán de ser el actor que los definió; por eso cuando, años después, vi algunas de las películas que la madre narró, nunca dejé de pensar en las versiones de ella, que emocionaban a los vecinos, pobres como ellos, que apenas podían pagar la función y acudían a su humilde tapera para verlos, escucharlos y soñar con las películas que contaban.
Lamentablemente no recuerdo los nombres y apellidos de este clan de relatores prodigiosos, mi padre ya no puede ayudarme y mi madre, Janola, de 91 años, hay días que los recuerda y otros que los olvida. Décadas después, cuando vivía en la ciudad de La Paz, mi madre nos llevaba los domingos, al cine México a ver a su ídolo Javier Solís; de niño también pude asistir a las funciones de matiné, acompañado por mis hermanas (Alcira, mi hermana mayor era fanática de las películas de terror y yo era su acompañante incondicional; en cierta ocasión fuimos a un cine inmundo solo para ver un film sobre un vampiro negro), de adolescente y joven por amigos y enamoradas; una de ellas, conocedora de que me gustaba la poesía, quien me obsequió un libro de Rafael Alberti, en el que leí un poema que identifica mi relación con ellas, con mi madre, las películas y las chicas: “Del cinema al aire libre/ Vengo, madre, de mirar/ Una mar mentida y cierta, / Que no es la mar y es la mar.// Al cinema al aire libre, / Hijo, nunca has de volver, //Que la mar en el cinema/ No es la mar y la mar es”..
Mi familia, Carmen, Brisa Estefanía, Luis Antonio y Carmen Lucía, somos cinéfilos, de los que prefieren ir a salas, a disfrutar en la oscuridad de una buena película y, a veces, cuando se apagan las luces, cierro los ojos, por un instante, para imaginar cómo hubieran contado ellos las películas que me han fascinado: Cinema Paradiso, El padrino, Blade Runner, Avatar, El señor de los anillos, El curioso caso de Benjamín Button, El caballero oscuro y tantas otras quimeras de la imagen en movimiento. Siempre quise contar películas como los narradores de mi pueblo, lo seguiré intentando hasta el The end, sean estas palabras mi homenaje a ellos.