Monólogo Del Necio,
de Jorge Boccanera:
Alejandro Gómez Monzón

Sin contar algunas recopilaciones de su poesía –entre ellas Tráfico/Estiba, que reúne todos sus poemarios editados hasta el momento– Monólogo del necio es el último pero no reciente libro de Jorge Boccanera. El autor certifica con hechos (con versos) lo que, acerca de su tesón por corregir y no apresurar las publicaciones, en 1979 anotaba en Poemas del tamaño de una naranja: “Hay que incendiar a la poesía / y cantar luego / con las cenizas útiles”.
Publicado en 2015, después de Palma Real (2009), libro que le valiera el Premio Casa de América de Poesía Americana, Monólogo del necio dialoga desde el título con otro poemario suyo: Sordomuda (1991). En ambos casos, la materia poética no proviene de una desembarazada y celeste elocuencia, sino de voces agujereadas por el vacío de lo imposible y lo ignorado:

“No es la musa cantora ni el pájaro chillón,
ni el muñeco parlante ni la dama que dicta.
Es una Sordomuda,
que te muestra la lengua por sólo una moneda.
La lengua está vacía.
La moneda tiene que ser de oro”

afirma en Sordomuda.

“¿Quién escribe? El hambre. La voracidad escarba (…)
No hay letra, hay dentellada (…)
¿Quién responde? Una voz corroída. Punta
de un corazón mellado que va sobre su presa
respirando preguntas.

Eso se come. Gula del vacío”

dice en Monólogo del necio.

La necedad (antes la sordomudez) funciona como alumbramiento, no como límite del decir. Sin ir más lejos, lo que planteaba el ensayista Roland Barthes acerca de la labor docente: empezar enseñando lo que se sabe hasta dar el paso siguiente: enseñar lo que no se sabe, o sea, investigar. La necedad (ignorancia) del que respira preguntas y las suelta en el aire (la palabra “viaja sobre los hombros del enigma”), no del que las atornilla en paredes aleccionadoras.
Aunque la gula del vacío dibuje la forma en que el necio, arrebatadamente, monologa, el poeta no elude la imperiosa necesidad de reformulación: “escribirlo como la bestia, corregirlo como la bella”. Decir vorazmente y pulir con delicada perseverancia, pero ¿qué es lo que se cifra en esa sucesión? La clave parece darla Boccanera en Palma Real (2009): “La poesía se come cruda”. Además de que también en ese libro se inscribía el tema de lo culinario, el poeta esclarece, paradójicamente, que es indispensable corregir (cocinar: incendiar la poesía) hasta que lo escrito alcance un estado anterior y a su vez posterior al fuego: la crudeza. No es extraño, por lo tanto, que en una entrevista Boccanera exalte a Juan Gelman, afirmando que posee la maestría y el rigor de “sacar sucios, vivos, los poemas”.
A la par del propio Gelman y de los músicos argentinos Raúl Carnota y Dino Saluzzi, en las dedicatorias que anteceden a varios textos de Monólogo del necio, palpita una serie de nombres que entrañan una filiación esencial en la trayectoria de Boccanera. Menciones como las de Oscar Hahn, Juan Manuel Roca, Francisco Ruiz Uriel o José Ángel Leyva (todos poetas) remiten a la conexión que su escritura traza, como pocas en su país natal, con la vasta poesía latinoamericana. Si el exilio que el poeta debió emprender en 1976 debido a la última dictadura militar argentina, implicaría, en sus propias palabras, un proceso de latinoamericanización de su vida, su poesía no solo se embeberá en los ampliamente célebres Vallejo y Neruda. También obras menos conocidas en Argentina, como las del nicaragüense Salomón de la Selva, el chileno Pablo de Rokha y el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (al que considera uno de sus maestros, y a quien dedica el libro de ensayos Sólo venimos a soñar), calarán hondo en la sensibilidad de este autor que, con los años, fundará una poética caudalosa en imágenes y registros, espesa (no oscura) y abierta (no llana) al mismo tiempo.
Monólogo del necio se divide (se enhebra) en cinco secciones: “Ojos de la palabra”, “La espera”, “Lluvia negra”, “Moribundaje” y “6 Canciones necias”. Como si el poema fuera un caballo implacable que devuelve los regalos que no le agradan, la primera parte es una serie cuyo tema es la misma poesía, con la particularidad de que, a diferencia de ejercicios metapoéticos que incurren en excesos de conceptualismo, encuentra en la metáfora una potencia mayor que en la mera acumulación de ideas en verso. Lejos de pensamientos disfrazados metafóricamente, en esta primera parte del libro la metáfora se levanta como la vía más propicia de conocimiento: “las patas diminutas (de lo escrito) lo tocan todo por primera vez”, apunta, con confianza, sobre la relación entre las palabras y las cosas.
A excepción del quinto bloque de poemas, el segundo es el único que no incluye un texto homónimo. Encabezado por testimonios de Chicha Mariani y Vera Vigevani de Jarach (una, Abuela de Plaza de Mayo; otra, Madre de Plaza de Mayo), carga la temperatura del horror provocado por la violación de los derechos humanos. Tatuada menos por el aguardar que por el desasosiego, “La espera” encuentra en “El desespero”, si no la síntesis, su punto cúlmine o más exacto: “Crudos son los trabajos del mientras tanto”, dice este poema dedicado al Juan Gelman que, desconsolada y empeñosamente, buscaba noticias de su hijo desaparecido por la última dictadura militar. Desespero es la palabra que define la experiencia de quienes, durante años, persiguieron aunque sea migas de una huella dolorosa. Esa pesquisa doliente y oscura provoca que al famoso e imprescindible lema “Nunca más”, nacido como respuesta al golpe dictatorial de 1976, en el poema “La peregrina” Boccanera le invierta el orden de los términos, evidenciando el espanto: “Más nunca”: nuncas que se suman.
“Lluvia negra” es la tercera sección del libro, a la vez que el título de un poema en que una vieja máquina desvelada vela su “fulgor sumergido”, oxidada en un galpón bajo una “lluvia atronadora de viruta negra”… El tiempo es el tema central de esta parte del poemario: un espejo que se pudre y devora los ojos – “que ya no son los mismos” – de quien lo mira (de quien se mira); un desamorado que ante el recuerdo de una boca a la que una vez pudo besar, solo le está dado tocar “el espesor de tu fantasma”; el alma que –también ella– “es una especie en extinción”; un milonguero que en una pared de arrabal (orilla de las orillas) siente que el tiempo le queda grande…Más allá de esto, hay resquicios por donde gotea la luz, y la marcha de las horas avanza indetenible pero no linealmente. Por eso en los sueños “un agua de alumbrar caía sobre el techo del alma”; por eso el insaciable espejo “reúne lo que el viento dispersa”; por eso el adulto que lleva a un niño de la mano va enlazado “a un ramo”, y “no retrocede nunca”; por eso “Nunca se nace, siempre / vamos cosidos a una madre” (¿por eso una madre nunca muere?).
Ya no sobre el tiempo en general, sino sobre su más categórica variante, la cuarta parte del libro (“Moribundaje”) se detiene en la irreprimible muerte. Muerte que apenas si condesciende, un rato, a que al agonizante le den “de vivir en la boca”. Como el resto del poemario, y como los mejores poemarios de Boccanera (Polvo para morder, Sordomuda, Palma Real, el mismo Monólogo del necio), esta sección de la obra tiene un ritmo puntual (tempestuoso o reposado, según el momento) y un potente manejo de la ironía: “La muerte siempre toma la última foto”.
Para finalizar, las “6 canciones necias” despliegan versos atentos a la métrica (pentasílabos, heptasílabos, eneasílabos y endecasílabos, a veces alternados entre sí) y una rima principalmente asonante. Estas letras fueron reunidas más por una cuestión genérica (cancionera) que temática, de modo que hay versos para una Madre de Plaza de Mayo que los jueves, en la provincia de Jujuy, da vueltas sola alrededor de la plaza de Ledesma, otros para el bandoneonista Dino Saluzzi, otros para un niño cantor… Pese a esta diversidad de tópicos, la imagen y la metáfora, centrales en la poesía de Boccanera, vuelven a destacarse y a mancomunar las palabras. Ellas (la imagen y la metáfora) y el anhelo de la restitución o de la recompensa. Más allá de cualquier hostilidad existencial o histórica, la esperanza brota con fuerza en esta poesía: “Dicen que hay oro al fondo del deseo”.
Boccanera da un paso superior al de observar el mundo y lo escrito. Y en esa contemplación al revés, en ese dejarse observar por los “ojos de la palabra”, vibra un arrojo donde el poeta no deviene padre de su poesía, sino algo más: partero que, espiando por las cerraduras del insomnio, le sostiene la mirada a una pregunta sedienta, hasta que los versos, cortando de adentro hacia afuera, hallan por fin la luz.

 

 

Alejandro Gómez Monzón nació en Argentina en 1985. Poeta y ensayista. Su libro de ensayos La flecha ya está en el aire. El cancionero y la literatura de Yupanqui resultó finalista del premio “Todos los tiempos el tiempo” (2021). Su poemario Los silbidos que afilaron las piedras obtuvo el primer premio del “Concurso Nacional de Cuento y Poesía Adolfo Bioy Casares” (2017).Participó del libro de crónicas Ruta Salamone, referido al arquitecto Francisco Salamone. Publicó también Entre gallos y cuervos (poesía, 2010). Es profesor en letras y magíster en literatura argentina. Colaboró en revistas como “Anfibia”, “Sudestada” y “Latinamerican Literature Today”.