Uniendo vías
Esos adoquines y las vías abandonadas ,
se unían a otras vías, en otra ciudad.
Uniendo esas calles lejanas y cercanas
creando una sola en mi propio andar.
Las calles, esas líneas casi siempre rectas,
se hermanan en un pacto ciudadano,
sin tomar demasiado en cuenta
la pertenencia nacional.
Del surgir festivo e iluminado de Rivadavia
al transitado fluir de una Insurgentes
en estrecha unión de caminante
que entre sirenas de auxilio
tatuan en mi piel
la existencia de dos calles y mi mundo.
Quizá sea posible encontrar descubrir
alguna galería no comercial
entrelazándose en dilatado túnel,
traslade en un ida y vuelta
( a la manera de Cortazar)
a ambos lugares y en diferente tiempo.
Los cuerpos y recuerdos
se han ido desgastando a lo largo
de años trascurridos
en lo que fue un exilio
con recuerdos y nostalgia del mate matutino
y más tarde, ese intenso aroma a maíz
creado por el fuego y su flama.
La cercanía a lo transcurrido
amorosamente o su contrario
nos puede llevar sin darnos demasiada cuenta
a trastabillar en los médanos de la vida.
Memoria de río
El río ancho marrón oscuro,
con poco oleaje y muchos peces,
crea en la gente que vive cerca o un poco lejos ,
lo momentáneo,
fluidez y algo de olvido.
historia que envuelve sin conmiseración.
Ese río sin culpa
en décadas pasadas y dolidas,
fue utilizado de cementerio humano.
Hoy como antes
los pescadores acomodan
su paciencia junto con los peces.
Salta el hilo de algún abrigo
evocación de la historia ,
la que no viene de los libros, sino desde ese túnel
a veces oscuro , o iluminado, con los reflejos
que estallan al descubrir en la memoria
de la propia vida.
El obelisco de los encuentros
El hilo asciende
por paredes del obelisco bonaerense
rasca las alas de las palomas
y el deseo de tocar el cielo,
erguido en su violencia desafiante, rígido
El hilo sube
buscando señales que llevarán a encontrarse
en las alas de un ángel dorado
en otra ciudad,
desde la que escribo, murmuro, bebo
y hago el amor.
Ese hilo se extiende para arropar
los poemas , al bebé que fue y es mi hijo,
las almohadas
plenas de sueños y sexo,
las botellas de vino que nos hablan de amigos,
los colores de algún amanecer,
las marchas realizadas ,
fotos de padres y conocidos
que hacen lo posible para seguir vivos
en el tejido de la memoria.
Estas aves han dejado de ser libres
a la espera que los vientos sean leves y el vuelo corto.
Su mejor nube es el suelo.
Aflicción
El sol se desgaja
en oleadas intensas de calor,
sin conmiseración alguna
convierte hojas de árboles,
y a mi propia piel
en casi brasas .
Después de caminar
bajo este cielo,
ha dado como resultado
que mi propia sombra
se ha ido incinerando.
Me he quedado
sin mi más cercano acompañante.
La soledad me aflige.
El uso de los pies
Es posible que mi abuelo
el zapatero,
se decidiera por ese oficio,
luego de caminar,
desde las nevadas planicies de Ucrania
hasta llegar a la calle tanguera sin farol
y con puerto.
De su boca salían
los clavos
para armar el zapato
de los posibles caminantes,
con los recuerdos de caballos lívidos,
de esa historia a la que no regresaría.
El camino fue largo
acongojado por la tierra mojada.
Las suelas gastadas eran mensajes para la memoria.
El espejo
Las aguas se desplazan con lentitud
en ese río color ocre vencido, .
han cargado historias como fantasmas
iluminan las brazadas que los ahogados
no pudieron realizar,
mientras los aviones lanzaron hace tiempo
pedazos de esperanzas envueltas en piel joven,
mientras que hoy
algunos pescadores esperan con paciencia
que su carnada cargue ese pez
que asfiixiado por el aire
se retuerce con deseo de vida.
Es posible que al atardecer,
ahogado el sol,
el hombre lleve a casa algo del río.
En el otro lado de ´mi historia
el mar se despereza con las olas,
mientras la tormenta desgaja palmeras.
y los cuentos de la vida vuelan
con las hojas anchas que son refugio
para la cabeza y pensamientos en momentos de lluvia.
Cuando las gotas atraviesan la tierra
es probable que se descubran
tumbas donde pueden encontrarse
hijos que las madres buscaron
en el laberinto de la angustia.
Las flores silvestres crecen
en amarillo
por doquier.
Ladridos en el mar
Cuando visito el mar
no son pocas las veces por la noche
en que me recuesto
envuelto en las brumas del insomnio,
los recuerdos se despedazan en cascada,
fluyen recuperando trozos de vida
propia y ajena.
Miro las olas en su sonido,
las maderas flotan recuerdos de navío,
me acompañan en la vigilia
los ladridos de perros encadenados
a la azotea de una casa,
ladran y ladran al compás de las olas
que los guían por el silencio resquebrajado
de la noche salada,
cuerpos roídos de pescadores
caídos en las manos húmedas
de una tormenta,
mientras los ladridos envuelven
el silencio de un amanecer.
Los perros del mar ladran distinto
a los de mi ciudad,
están menos solos,
los acompaña el ir y venir de las olas
Son perros viajeros.
Las olas siguen despreocupadamente,
en el vaivén de las mareas
su eterna relación con la luna.
A través
Mirar a veces a través
de la cerradura de una puerta,
pertenece a lo que fue la casa
donde las rodillas de la infancia
se magullaban en el aprendizaje.
Intentar ver los actos perseguidos
con aullidos perrunos de recuerdos,
donde la sonrisa vaga de nómada
transformada en olas vertiginosas
fragmentación del vuelo de uno mismo,
transfigurado en paloma
para dejar recados a los amigos y a los amores,
mientras el olor de las calles abandonadas
desde una adolescencia que solazaba entre
cinturas deseadas y poluciones nocturnas.
Esas ventanas iluminadas que conducían
a la mesa servida de una cena,
las sillas a la espera de iniciar,
el descorrer de las voces,
más tarde los platos eran olvidados
en el momento donde las cortinas traslucían imágenes
de uno mismo y los otros amigos
perdidos en el áspero surco
donde correr
es no perderse el momento
en que las ventanas apagan su luz
y regresamos a mirar a través de la cerradura.
La copa de un eucalipto atraviesa la cerradura,
el ojo recuerda su altura imponente ,
la oreja de mi infancia se acolmena
de gritos duros y agresivos,
el humo se enreda en el aroma
de los inviernos fríos,
los pájaros se descargan de vuelos
a medias aprendidos y las rodillas inician
el ritual de ver crecer las piernas,
mientras la honda lanzaba esa piedra
que detenía un vuelo.
Encontrar al río pardo
no fue nada fácil,
con la ciudad que se deslizaba
sensual hacia el río,
con guijarros que contuviesen carcajadas,
mientras los ahogados extendían sus manos
en el dolor de los sin viajes ni retorno.
La estación de trenes fue deshecha
y casi no había caminos
que no llevaran al espacio de las charreteras,
sin pasar por el temblor de la tortura.
Las esquinas se llenaron de silencios.
Cambiaron la cerradura de mi puerta.
Lluvia de gritos
Hay noches donde las nubes
se cargan de un gris oscurecido
lo iluminan
los relámpagos y una andanada ruidosa y violenta
de gotas gordas y rápidas,
siguen creciendo las nubes
hasta castigar las olas
de un mar entretenido en esta costa
donde llueve llueve y llueve más.
En esta costa las nubes no se embarazan
solamente de luces y truenos,
los sonidos vienen cargados de enfurecidos gritos,
el tamborileo frenético de la espera ansiosa,
fragmentadas voces de mujeres,
se escucha el sonido intenso de esa nube
que dispersa los gritos
colgados de un relámpago,
Las uñas de la rabia
crean girones en la vida.
Cambiando color
El río con los años se ha esforzado en cambiar
de color, sacar al barro oscuro para transformarlo
en algo así como su nombre dice, pero por eso,
se molesta , encrespa, balbucea olas más crecidas y
reanimándose se hace solidario , casi amante, de las mujeres,
que saltan y se visten con pañuelos verdes,
exigiendo su derecho a romper uñas ,
diciendo este cuerpo es mío y la ola verde se engendra mar
en este río,
el oleaje se anima y escala el obelisco, ondea fluído
entre las calles y sigue ola y se hace fuerte,
las plazas recuerdan el revolotear del blanco en los pañuelos,
el color se recrea como en bosque muy obscuro,
crece y las hojas lanzan su discurso en ese invierno
para hacer veranos muy verdosos.
El río se cubre de mujeres.
La silla vacía
Los abuelos en momentos de festejos
arreglaban la larga mesa
con un bordado mantel muy blanco,
sobre el cual con esplendor de vigía
estaba el candelabro de siete brazos
con su velas sabatinas prendidas,
los platos vacíos aún
esperaban la presencia de los que llegaríamos.
Las sillas rodeaban la mesa,
eran contadas con el saber
de que una siempre debería quedar vacía
a la espera de la persona que nunca podría arribar.
Era el espacio a llenar del recuerdo
del grito del hermano acuchillado por los cosacos,
el amigo perdido por siempre en el sudario hecho nieve,
mientras hablaban en un idish casi silenciado,
se miraban a los ojos y sonreían,
era difícil que el mesias llegara,
los cuervos volando se reclinaban sobre los cadáveres,
la música alegre y rápida recordaba los jasídicos perdidos,
mientras la abuela llenaba la mesa con la comida:
el pescado hervido la sopa de bolas de harina
el pan tierno y dorado las pequeñas copas servidas
con vino dulce las galletas con sabor a abuela
y una rápida bendición a nosotros y los alimentos,
adonai eloheinu adonai ejad,
mientras yo miraba la silla vacía
me miraba
desde los ojos asombrados de mi infancia,
como para recordar.
Mi abuela
como el azúcar de su té,
nos acariciaba con su comida,
el abuelo de barba dura
abrazaba con sus manos grandes
y estampaba ruidosos besos,
ardía un poco mi mejilla.
La memoria envuelta en la mesa del afecto.
La silla siempre quedaba vacía.
Han pasado varias décadas
No hay una forma clara de contar el tiempo transcurrido. Lo más simple es mirar de reojo y contar las arrugas. Llegué en un tiempo muy gris desde Argentina. Gris oscuro, de color asfixiante. Aterricé en estos lares y me encontré envuelto en colores de tonalidades intensas, Desde las colinas entreveradas de mangos y aguacates, hasta los matices humanos y coloridos de los nuevos amigos que invitaban a un café de olla, a la entrega de dos camisas de poco uso, una charla sobre la vida, lo vivido angustiado y un vivir deseos, envuelto en papel de china solidario. Pasear entre aromas desconocidos, intensos no pocas veces, de ese chile abriéndose paso desde el comal caliente, de las tortillas inflándose como una falda de gorda risueña, de las carnitas nadando en la manteca de cerdo, vertiginoso aroma. Sin darme cuenta me fueron naciendo raíces en los pies, estaba abandonando el barco de la trashumancia, me enamoré dos o tres veces intensamente, nació mi hijo, repartía volantes contra la injusticia, escribí poemas y leí los de los amigos, formamos la familia ampliada, me uní a campañas en defensa de lo justo, amasé un poco de la harina revolucionaria, y se brindaba con un vaso de espumante aguamiel, en algún pueblo perdido de Oaxaca, al tiempo que la tierra seca se incrustaba en los ojos y las muchachas jóvenes daban a luz , mientras la esperanza crecía y decrecía por una vida mejor. Mis raíces se formaban, ampliándose, escarbando en la tierra de aquí, pero no dejaban de tener brotes de nostalgia y el voseo de la costa en reposo, el mate matutino y los recuerdos memoriosos de las calles crujientes de hojas otoñales.
Soy una buena mezcla, así lo espero, un mestizo de norte y sur, de un fluir de río terroso con toda su humedad y el espacio de montaña, de mirar a los ojos de las nubes; los años no pasaron en vano, en medio del dolor propio y ajeno. Aquí me quedaré, a mirar a esa última ola de mar que se entremezclará con la caída suave de las flores de la jacaranda.
Las arrugas no lo dicen todo. Hay mucho que contar alrededor de la fogata cálida de la vida compartida. Seguimos.
[Del libro Dos terruños. Eduardo Mosches. ]