Jaime Labastida, Medalla Óscar Oliva 2024:
Por José Natarén

Increpación del firmamento en equinoccio

I

Apenas el sábado 21 de septiembre, tuvimos el privilegio de escuchar a uno de los mejores poetas de la lengua española, el mexicano Jaime Labastida (Los Mochis, Sinaloa, 1939). Filósofo, académico y editor, la mañana de ese mismo día fue reconocido con la Medalla Óscar Oliva en el Marco del X Festival Internacional de Poesía de San Cristóbal. Este suceso posee una doble significación: por una parte, se honra una trayectoria intelectual ejemplar, admirable por su impecabilidad en los varios ámbitos de la inteligencia, disciplinas y géneros en la que se despliega: literatura, filosofía, historia, academia, política, poesía, ensayo, crítica. Por otro, es de dominio público que a Labastida y a Oliva les une una amistad de casi siete décadas y que la antigua Jovel fue el espacio de convivencia de los cinco integrantes de La espiga amotinada (es un deber escribir los nombres de Juan Bañuelos, Eraclio Zepeda, tuxtlecos, y del capitalino Jaime Augusto Shelley). Los cinco, asociados por Octavio Paz con un símbolo de la naturaleza, de acuerdo con el I Ching. Oliva, Viento; Labastida, Lago, “depósito de agua”. Paz considera que “en su fondo se encuentran muchas cosas -quizá las que perdimos en la infancia”. Y, en efecto, al escuchar a Jaime Labastida leer el poema “Firmamento”, por un momento recuperamos nuestra “unidad perdida”, mientras su voz, iluminada de inmensidad, golpea los cuatro costados del vacío al nombrar la experiencia de ser en Las Barrancas del Cobre en la Sierra Tarahumara, en México, y en 2016. A la par, permanecemos solidarios en la duda, en la increpación, en el dolor de la indeterminación, del desarraigo en un mundo que parece concebido por una potencia ausente, ida hace miles de años, por un primer móvil sordo y mudo, incluso ciego, o que se mira sólo a través de nuestros ojos, prestos para ver la nada que nos traspasa y que nos mueve a negarla insertando la palabra, colmando de ser el universo en un movimiento dialéctico entre la vida y la muerte, movimiento en que sucede la existencia del individuo, quien eventualmente alza la voz y cuestiona y clama sin más respuesta que el espacio nocturno. El poeta nos dice:

“Escucho tan solo un gran silencio
Arriba, pero ¿dónde están los dioses
que controlan la vida?
En verdad me pregunto
¿Habrá algún dios que gobierne el firmamento?
¿Qué dios, terminada su obra, agotada
su voz, llagada su garganta
podría sentirse satisfecho
al verse en el espejo de su mundo?
Debería llorar de espanto y de vergüenza.
Cuánto dolor acumulado.
El horizonte es una herida,
unos labios que sangran.
Tendido cara al cielo ¿qué vislumbro?
¿Hacia dónde se expande el universo?
La barranca cortada a tajo
estalla envuelta en el silencio”.

II
Han transcurrido casi 13 lustros desde la publicación -merced a los buenos oficios del mentor del grupo, el catalán Agustí Bartra- del primer volumen de La espiga amotinada, el número 62 de la Colección Letras Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, en 1960. Entonces el gran público atestiguó la emergencia del grupo -en apariencia más próximo a los Estridentistas que a los Contemporáneos- y significó una inflexión en la historia de la literatura del país. Si bien se distinguió el fuerte sentido social de los cinco poetas, no es trivial señalar que el principal de los compromisos del grupo estribó en defender la responsabilidad del poeta con el lenguaje, sin soslayar el dolor padecido por los atropellos del Estado contra la sociedad y contra el individuo, por los crímenes disimulados con discursos oficiales, ya sea en favor del progreso capitalista -sí, neoliberal…- o con las arengas y panfletos propios de los socialismos totalitarios o de la ideología asumida como heredera del sueño de Bolívar, desviaciones del marxismo, doctrina monumental que pocos comprendieron tan bien en México como Adolfo Sánchez, Vázquez, Eli de Gortari, Bolívar Echeverría y nuestros escritores José Revueltas y Jaime Labastida. Este sentido de compromiso con el sufrimiento de la sociedad, pero aún mas, con la Palabra, con la poesía, hoy es manifiesto y declarado por Labastida -voz que disiente con lo que no convenga al bien común, voz que no transige con simulación alguna- y por Oliva, infatigable explorador de las regiones al norte del futuro, los elementos de la realidad que aún permanecen sin nombrar, sin existencia poética.

Pero ¿qué han hecho Labastida y Oliva en una historia conjunta desde antes de 1959?
Tensar el lenguaje hasta el límite de una transparencia que nos permita comprehender nuestra condición de seres en el mundo situados -o sitiados- entre el devenir histórico -imperio de lo mutable y lo fugaz-, y lo perdurable: el arte y el conocimiento construido por los saberes, poético, filosófico y científico, histórico, musical, vital. En La espiga amotinada se incluye el poemario “El descenso”. En el prólogo, signado en la Ciudad de México, en otoño de 1959, Jaime Mario Labastida Ochoa, joven poeta (apenas 21 años) de notable ecuanimidad y admirable inteligencia -cualidades del intelectual consagrado a los 85 años- apuntaba que el arte “justo es decirlo, nunca ha derrocado tiranías. Sólo se trata de la posición que asumamos como hombres. Las posiciones puristas me parecen inhumanas y cobardes; en cambio, las posiciones comprometidas, olvidan a veces el requisito fundamental de todo arte: que lo sea”. Como puristas, entiende Labastida, a los que permanecen “indiferentes al desgarramiento de un pueblo o al parto de la bestialidad actual”. En el primer poema del primer libro del autor sinaloense de voz universal, se observa el asombro de origen y la contundencia de aquel que ha recuperado desde el abismo del corazón, las imágenes primeras que nuestra conciencia reconoce como memoria colectiva y a la vez como verdad personalísima, con el ímpetu que las arranca del fondo no sólo del lago, sino del océano mismo del ser, hasta desgarrar el silencio con la palabra de agua amarga, primordial, cuya carga filosófica da cuenta de la eficacia del lenguaje del poeta que inaugura su admirable trayecto editorial con los versos:

“No hay nada que no pueda referirse.
Estoy aquí, golpeado como un timbal en una dura sinfonía,
señor de la desgracia que el aire danza
y que viene a contar la parábola del muerto”.

En cuanto a la posición del intelectual -y de todo ser social-, la visión de Labastida, décadas después, se reafirma con lucidez -a la par de erudición- y con honestidad -lo propio del autor, de carácter firme y directo, al modo norteño-, como es patente en el Discurso de Ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, para ocupar la misma silla que el padre Méndez Plancarte y Antonio Gómez Robledo. En el discurso pronunciado en la ceremonia del 2 de abril de 1998, el poeta advierte: “La independencia de criterio no se levanta sólo ante el poder del Estado, sino ante todo poder, el de la masa incluido. Hoy ese poder asume otra forma: la sociedad civil, el cuerpo ciudadano, los medios de comunicación. (…) Nunca el filósofo podrá ser hombre de gobierno. El político es, como el estratega militar, alguien que toma decisiones súbitas, que llevan a las naciones y a los hombres a la muerte (o a la vida). El filósofo, en cambio, duda. (…); el político es a su vez hombre que piensa. Pero está sometido al imperio de lo inmediato. (…) Quisiera que en México se impusiera, por encima de todo, la razón, digo, el diálogo incluyente, diálogo tolerante entre diferentes. He ahí la función última del Estado: conducir a los hombres a la muerte y evitar la locura. Por esta causa urge llamar a la razón, como si todos fuéramos filósofos o poetas que trabajan con la vida puesta en la eternidad”. Nada más oportuno, pertinente, necesario y, de hecho, urgente, a más de un cuarto de siglo, que lo anterior.

III
Poesía como campo de lo posible, de lo que puede o debe ser, territorio abierto, conexo con todo (como si fuera “todo y nada” nos dice el poeta Óscar Oliva “tarea inconclusa siempre”, al aceptar el Premio Fuentes Mares 2024, pocas horas antes que Labastida recibiera la Medalla que lleva su nombre). A propósito, el poema “La Mortaja de jade (Homenaje a Diderot)” del libro Obsesiones con un tema obligado (1975) de Jaime Labastida está dedicado a Oliva. En él, la dialéctica, la ley del mundo, en su eterno consumirse y mudar de los seres y las cosas, es fijado por el poeta, que sentencia con la gravedad del profeta laico, formado en la razón y por la historia, no en la fe ni por el mito:

“Todo animal es más o menos planta, toda planta
más o menos mineral, nada hay preciso
en este río, ni las gotas
ni la espuma ni los cauces.
(…)
Somos producciones momentáneas de este planeta,
igual el ave que tu sonrisa cuando llena el día,
la lombriz lo mismo que aquel saurio
musical y herbívoro. Todo animal fermenta
en este átomo, la Tierra”.

El poeta: agraciado y condenado descubridor, el inocente en el primer día sobre la Tierra, y a la vez aquel que ha visto más allá. El vate: vislumbra recuerdos del futuro. Convergencia de todos los tiempos en el presente continuo de la poesía. Labastida continúa:

“El mundo empieza
y acaba sin cesar; cada instante
se encuentra en su comienzo
y en su fin, densidad, densidad”.

Poesía: poliedro de lindes porosas, bordes danzantes, límites en movimiento incesante. La poesía, entidad orgánica, viva, ventanal con vista a la realidad, claridad de la continua mutación. La poesía, doble operación de la inteligencia en llamas: cifra de la fragilidad de la especie ante lo incognoscible -indecible-, lo inasible, lo fugaz -todo-, la impermanencia, la transitoriedad como ley suprema del universo.
Pero también fija, señala, inscribe un momento de eternidad: entre el tránsito perpetuo de las formas en nuevos cuerpos, el poeta instaura lo que permanece ¿o el Ser se instala en sí, a sí mismo? Labastida nos revela:
“Todo
pasa mientras el todo permanece”.

IV
Esa tarde del 21 de septiembre, a punto de crepúsculo, a punto de equinoccio, traía conmigo, de Tuxtla a San Cristóbal, el libro Humboldt, ciudadano universal. Jaime Labastida fue reconocido con el Premio Nacional de Literatura Fuentes Mares en 1987 por Humboldt, ese desconocido. Es el experto latinoamericano en la obra de Alejandro de Humboldt; uno de los destacados filósofos continentales -sin afán laudatorio, es la autoridad intelectual de nuestro país- y uno de los mejores editores durante décadas (al frente de Siglo XXI, editorial con la que marcó una era, un ciclo que, como todo en la vida, debió completarse y más, como es común, en el mundo comercial, para escándalo de los ajenos a lo práctico). Ese día, durante cinco minutos, su poesía, obra bella y fugaz que deleita a la eternidad, venció a lo real: esplendencia de la imagen sobre la desolación del tiempo, trascendencia de la historia al inquirir por los cimientos de la realidad, inquietud cosmológica, duda filosófica, necesidad de comprensión del origen, actualización de la clásica duda: “¿por qué hay algo en vez de nada?”, conjuro del caos primordial, motivo del Big Bang. El maestro -otro y el mismo que leía poemas con los otros integrantes de La espiga a fines de los 50- recitó “Firmamento”, el último poema del libro Atmósferas, negaciones, incluido en la edición de su obra completa. Como curiosidad crítica, en la primera parte del libro dialoga con “La epístola a Arias Montano” de Francisco de Aldana, intercala versos de la epístola a lo largo del poemario, según comentó.
Luego de escuchar al poeta, tras el arrobo que manifiesta la experiencia estética, es factible apuntar que en “Firmamento” se traza un retrato del hombre -él, ustedes y yo, todos, voz de lo colectivo- que se sabe solo en el espacio, en la inmensidad que no se presume cosmos. Nos observamos a través de su mirada -entonces nuestra- como el individuo -pletórico de preguntas como de asombro- contra el horizonte, celeste oquedad que pulsa el corazón en la cima nocturna, en el desasosiego por la advertencia de un universo dejado a su suerte por la suprema indiferencia, sin más sentido que el dado en y por la palabra. “Firmamento”, un poema de fuerza primigenia, con el ímpetu de miles de millones de años, siglos de edades atrás con una resonancia en la que se puede presentir el eco sinfónico de alcance universal que nos deja en la conciencia escuchar “Muerte sin fin”. Aunque también grave, “Firmamento” es menos solemne y más encarnado, más humano, menos metafísico, más lírico, y sí, filosófico, pero desde la particular visión del hombre sobre una eternidad humana pasajera, “enferma humana que contagia”, de acuerdo con el propio Labastida, uno de los grandes críticos de orientación marxista, autor de uno de los clásicos contemporáneos de la educación filosófica superior, el más de veinte veces reeditado Producción, ciencia y sociedad. De Descartes a Marx.
“Firmamento”. Poesía y mito, poesía y cosmogonía, poesía y filosofía. Poesía, pan de certeza y vino de incertidumbre. Poesía como vía de conocimiento, hallazgos del que explora la geografía del Ser, o lo que el Ser permite dejar de ocultar a través de lo humano, lo que se filtra en el cuerpo verbal, la irrigación de la poesía en el mundo.
Animal de silencios, el poeta, persiste por la palabra, por la poesía, melliza y rival, lo más propio y a la vez la voz de lo “otro”. La voz se levanta y celebra y protesta, afirma su cuestionamiento, constata su saber que no sabe: es. La poesía es y al fin, somos; la poesía nos devuelve nuestro ser: ser colectivo, seres de pensamiento y deseo; palabras, signos y significados, creadores de sentido; seres de, por y en el lenguaje. El poeta Jaime Labastida cuestiona la preponderancia del amor dantesco y canta:

“Ninguna nube enturbia el firmamento
la noche disemina la luz entre los astros.
¿Es el amor, sólo el amor, oh, dioses,
eso que mueve al sol y las estrellas?
¿Dónde queda el rencor, en dónde el odio,
dónde la indiferencia simple y llana?”.

Coda
Jaime Labastida, aparece en escena en Escrito en Tuxtla – obra reconocida con el Premio José Fuentes Mares 2024- identificado por el autor, Óscar Oliva, su hermano, con Néstor Gerenio de la Odisea, el más sabio entre los aqueos. Leemos casi al final del capítulo XVI, dedicado al autor de “La feroz alegría”:

“Néstor y yo, el uno con el otro conversando, más bien ensayando el treno, con musical desorden, si es posible calificar, con estridencia, con todos nuestros muertos alrededor esperando el banquete, dos ancianos que vislumbran por encima del miedo los estragos del amor y del sobreactuar, y más allá de la pantalla de cine un torrente sonoro, y atrás de la pantalla la silla que se desvanece en el aire, lo inconmensurable, siempre quise desde pequeño saber qué hay detrás de la pantalla, nada más oscuridad, murciélagos ciegos, gatos ciegos, desde pequeño y viejo”.

Es claro que Labastida y Oliva son los poetas-pensadores entre los escritores mexicanos, porque inquieren la razón del firmamento con la palabra poética a la velocidad de los acontecimientos planetarios.

Jaime Labastida Director de la Academia Mexicana desde 2011 a 2019. Elegido (silla XXVII) el 13 de noviembre de 1997. Escritor y periodista, es doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Dirigió la revista Plural en su segunda época y fue presidente del Colegio de Sinaloa, director general de Siglo XXI Editores y miembro de número de la Asociación Filosófica de México.
Ha sido galardonado con el Premio Xavier Villaurrutia (1996), así como el Nacional de Periodismo por artículo de fondo y el Nacional de Ciencias y Artes en 2008. Doctor honoris causa por las universidades mexicanas Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Autónoma de Sinaloa y Autónoma Metropolitana. Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el Gobierno de Francia, y con la Cruz al Mérito por el presidente de la República Federal de Alemania. Medalla de Oro del Instituto Nacional de Bellas Artes.
Entre sus obras de poesía: La feroz alegría, A la intemperie, Obsesiones con un tema obligado, Las cuatro estaciones, Dominio de la tarde, Animal de silencios, Elogios de la luz y de la sombra, La sal me sabría a polvo, En el centro del año. Filosofía, ensayo, crítica literaria, histórica, de artes plásticas: Estética del peligro, El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana, La palabra enemiga, Cuerpo, territorio, mito, El edificio de la razón, Textos y texturas.

 

José Natarén es promotor cultural y secretario técnico del Instituto Tuxtleco de Arte y Cultura del Ayuntamiento de Tuxtla Gutiérrez. Trabajó en proyectos de investigación de carácter literario y filosófico. Ha colaborado con el Sistema Chiapaneco de Radio y Televisión y con la Radio de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas con programas de rock. Poemas suyos han sido publicados en New York Poetry Review y revista de literatura La Otra, así como en las antologías Universo poético de Chiapas (CONECULTA, 2017) y Hacia un azul imposible (UNAM, Embajada del Reino de Marruecos, El tapiz del unicornio, 2023). Ha publicado ensayos, artículos y notas sobre poetas mexicanos en diarios de circulación local y nacional, como La Jornada Aguascalientes, Diario Ultimátum y el Diario de Chiapas, así como en las revistas latinoamericanas: Taller ÍgiturAltazorCarátulaLetralia y Contrapunto, Revista de la Universidad de Alcalá. Está próximo a aparecer su libro: Óscar Oliva, Al norte del futuro. Apuntes para un ensayo sobre la obra del poeta, auspiciado por el CONECULTA-Chiapas.