Presentación:
La Otra 193,
Octubre de 2024

A lo largo de la historia, la voz ha sido censurada. Miles de personas, miles de libros, revistas y periódicos han sido acallados. Sus voces han sido prohibidas por no ajustarse a los parámetros políticos y religiosos de quienes ostentan el poder. Se quemaron personas, se quemaron códices, libros de política, de historia, con el fin de negar el pasado, los derechos humanos más elementales, como el derecho a hablar, a cuestionar, a cantar. La memoria histórica recuerda la quema de la biblioteca de Alejandría por los católicos, de los códices mexicanos por los conquistadores españoles, de cientos de libros quemados por los fascismos europeos y las dictaduras sudamericanas. En territorios colonizados, como América y África, se prohibieron idiomas y se impusieron otros, como lenguas oficiales.
En estos regímenes de silencio obligado, la voz de las mujeres ha sido la más castigada. Encerradas en el gineceo, en el harem, en el hougong chino, en el okiya japonés, o simplemente en la casa doméstica, las mujeres han sido obligadas a callar en público. Incluso en sus propias casas existen ámbitos de reclusión femenina, como la cocina o el dormitorio. Mientras los varones salen a la aventura, las mujeres esperan, como Popocatépetl y Ulises que parten a la guerra, don Quijote a buscar aventuras y Hervé Joncour, gusanos de seda. Iztaccíhuatl, Penélope, Teresa Panza, Hélène esperan en casa, en silencio.
La última palabra, en muchos sitios democráticos y modernos, todavía la tienen los hombres. En ocasiones, la prohibición de la voz de las mujeres no es necesariamente explícita. En la Mixteca oaxaqueña, muchas pertenecientes a los pueblos originarios prefieren no hablar de ciertos temas porque de esos “sólo hablan los hombres”.
Estremece la nueva prohibición árabe, en Afganistán, que obliga a las mujeres a no reír ni hablar en público y, por supuesto, a no “recitar”, declamar, leer ni cantar. Tampoco pueden usar un micrófono ni salir a la calle sin un acompañante masculino. Algunas niñas son casadas a la fuerza. Las sanciones por ejercer el derecho a la voz van desde consejos hasta detenciones, pasando por la represión económica que implica confiscación de bienes. Y puede ser peor si no se enmiendan, a juicio de los tribunales.
En ese sentido, la poesía es la voz de los que no tienen voz. No hay límite de temas ni de tonos, la poesía puede hablar de cualquier cosa, incluso a través de sus silencios, de sus alusiones, de los rodeos metafóricos y las bellas construcciones del lenguaje para abordar los actos más tristes. Se trata de la posibilidad de la denuncia, de reflexión, de cantar a la belleza del mundo, de este ejercicio punzante que es la poesía. Por ello, La Otra es un ámbito de expresión de mujeres poetas. En todos los números de la nueva época procuramos dar voz a esa mitad de la humanidad, que sigue siendo dolorosamente silenciada.

Grissel Gómez Estrada