Cien años de soledad (la serie):
el mejor gancho comercial |
María Luisa Martínez

Los detractores de García Márquez deben estar dándose un festín viendo o imaginando la adaptación de Cien años de soledad dirigida por Laura Mora y Álex García López, y recientemente estrenada en Netflix. Yo, que no soy detractora de García Márquez, que leí el libro de un tirón cuando casi era una niña y que lo releo cada tanto con el mismo entusiasmo, vi el primer episodio de la serie (el primero de ocho de la primera temporada) el último fin de semana y voy a ver los siguientes, por último para despotricar con ganas.
¿Cuál es el desacierto del episodio y, por cómo viene la mano, supongo que de la serie? Muchos, pero creo que el peor de todos es que no hay rastros del realismo mágico, con todo lo que es ese mundo literario y es muchísimo, en las imágenes. La expresión poética de acontecimientos sorprendentes y milagrosos, de personajes con atributos sobrehumanos, de paisajes irreales, de exceso de irracionalidad, de realidades deformadas y aumentadas, de laberintos exteriores e interiores, todo ese carácter superlativo de la novela, sumado al modo panorámico y escénico de la narración de García Márquez, que se asemeja tanto al modo de narración cinematográfica, quedó reducido a polvo, a nada.
Fernando Vallejo, siempre excesivo y también certero en sus denuestos, hace una crítica despiadada contra García Márquez en “Un siglo de soledad”, una diatriba contra el pope del realismo mágico que la revista “El Malpensante” rechazó en su momento y que finalmente se publicó en Peroratas. Vallejo interpela a García Márquez y su obra, y entre las joyitas que se manda (porque parece imprecar más por vocación que por razón) dice lo siguiente: “Pero explicame ahora la segunda frase de tu libro genial: «Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos». ¿Huevos prehistóricos? ¡Prehistóricos serán los tuyos, güevón! No hay huevos «prehistóricos». Los huevos son del Triásico y del Jurásico, o sea de hace doscientos millones de años, cuando los pusieron los dinosaurios, y nada tienen que ver con la prehistoria, que es de hace diez mil o veinte mil. Los bisontes de las cuevas de Altamira y de Lascaux sí son prehistóricos. Sólo que los bisontes no ponen huevos. ¿O en el realismo mágico sí?” Vallejo le tiene más respeto a García Márquez que los de la serie (director, guionista, actores y el largo etcétera de técnicos en maquillaje, vestuario, escenografía, locación e iluminación comprometidos en la traslación fílmica del texto). Creo sinceramente que la defenestración que Vallejo hace de la novela de García Márquez y de su autor suscita un interés por la obra de este último (a fin de cuentas, el odio puede llegar a ser creativo) muchísimo mayor que el que puede provocar la complacencia artística de la versión fílmica. La simpleza y la falta de excepcionalidad de la serie hacen pensar en la pobreza imaginativa con la que se puede llegar a leer una novela tan completa como Cien años de soledad, la misma “novela total” que Vargas Llosa exalta en Historia de un deicidio antes de enemistarse con el creador de la ciudad de los espejos y de la estirpe condenada de los Buendía.
La traducción de un texto literario al lenguaje cinematográfico, sobre todo en el caso de una novela tan visual y plástica, es siempre complicada, pero en la serie parece una caricatura: actores comunes, menores, interpretando a los hombres alucinados y a las mujeres históricas de una de nuestras novelas fundacionales; paisaje banal, música intrascendente, un vestuario imposible que por momentos parece un disfraz ecléctico entre primitivo y folk, unos diálogos anodinos que se intentan superar con un narrador en off que apunta pasajes de la novela, etc.; todo es de bajísima creatividad y factura, aunque se trate de una megaproducción. Pongo un ejemplo del empobrecimiento que sufre la idea original en la traducción: cuando José Arcadio Buendía descubre que Macondo (que en la serie es una aldea trivial, que podría situarse en cualquier parte, y no el caserío emblemático del inicio de los tiempos) está rodeado de agua y llega al mar, uno espera ver un mar tan desmesurado como la novela permite suponer, pero lo que se muestra es una playa cualquiera, de aquí o de allá, no la inmensidad de las aguas que se pierden en un horizonte infinito. Y estamos en tiempos en los que los recursos digitales permiten potenciar esas posibilidades técnicas, pero la serie optó por interpretar el realismo como imágenes pedestres y lo mágico como artificios facilistas. Ni el mar parece EL MAR, ni el paisaje es deslumbrante cuando los primeros hombres y mujeres andan perdidos por la ciénaga ni en el nomadismo por la sierra antes de la fundación de lo que llegará a ser Macondo con su auge y su caída. Es lamentable que la serie no alcance a soñar, arriesgándose y equivocándose por último, con la interpretación de unas vidas, unas caras, unos nombres, unos laberintos, unos paisajes intransferibles y unas soledades excepcionales. La serie es todo menos eso: es corriente. Y funciona como tal, como una teleserie liviana y entretenida, con el sexo como mejor gancho comercial, como cantan Los Prisioneros, y sin el más mínimo atisbo de un país en el que, como dice Aurelio Arturo, “el verde es de todos los colores”.