Foz do Iguaçu, Brasil…
Donde el «Gran Agua» llega a su fin:
Shekoufeh Mohammadi

1.

Todo comienza con un trozo de pan: un trozo de pan blanco sobre la mesa del desayuno. Al dar el primer bocado, mi corazón se detiene por un instante; cierro los ojos humedecidos y una sonrisa invade mis labios: el sabor y aroma me llevan a los lejanos días de mi infancia: años de guerra, represión y aislamiento, cuando los días olían a oscuridad y las noches sabían a sangre. Y entonces, las manos de mi padre, recién llegado de sus largos viajes, que traían consigo pequeños tesoros: una manta azul oscuro, una bolsa blanca hecha de un material entre papel y plástico, y siempre, una pieza de pan; un pan redondo y blanco que pertenecía a otro lugar, otra cultura, otro mundo. En nuestra familia, mi padre era el único que salía de Irán por trabajo; y estos eran los recuerdos de sus vuelos, como si quisiera compartir con nosotros la sensación de libertad en medio de la represión de aquellos años.
Hoy, en esta pequeña y verde ciudad de Brasil, el punto de encuentro entre dos lenguas y tres culturas, vuelvo a saborear el aislamiento y la represión, pero también la esperanza que brota cuando nos asomamos a otros mundos.
Foz do Iguaçu es una ciudad joven y de buen aspecto, con un corazón oscuro y misterioso. Su madre es la Mata Atlántica, vibrante y llena de vida; pero su padre es una sombra negra que se extiende sobre los árboles, los ríos y las majestuosas cataratas: los primeros en habitar este generoso cuerpo femenino fueron los militares, los que aún se ocultan bajo la piel de la ciudad, acechando tras sus muros verdes y plantas frondosas, apuntando con sus armas cada latido de su corazón, por si aparece un pulso libertario.
Aquí, la libertad solo tiene sentido en los centros comerciales fronterizos, en las «zonas de libre comercio», donde las identidades coloridas de Brasil, Paraguay y Argentina se diluyen tras las puertas y paredes del capital. Si alguien quiere asomarse a otra cultura, queda atrapado en este laberinto de consumismo. Sí, en Foz do Iguaçu, donde el «Gran Agua» llega a su fin para unirse a las aguas del Paraná, las calles murmuran una canción amarga, una melodía que se pierde en el bullicio de los hoteles y restaurantes de lujo: incluso las cataratas, en su grandeza, la han olvidado.

2.

Pero, ¿cuánto recuerda realmente un río? Si le preguntas al Paraná, te contará otra historia, una que se entrelaza con sus aguas profundas y sus deltas fértiles: el relato del sufrimiento de los trabajadores que, hace más de un siglo, perdieron la esperanza de una vida digna, en los campos de yerba mate de Paraguay y Argentina, o bajo el peso de la represa de Itaipú, ese monstruo de cemento que une a Brasil y Paraguay. Fueron esclavos de grandes terratenientes, o migrantes de Brasil, Argentina, Paraguay y hasta Japón, que tras huir de la pobreza o la guerra, buscaron refugio en la dictadura de Stroessner en Paraguay o en el gobierno militar de Brasil. Los esperaba la explotación, junto con la humillación de las «Villas de la Sección C», que incluso hoy debe permanecer oculta a los ojos de los turistas.
La represa inundó trece ciudades y pueblos. Cientos de personas perdieron sus tierras y hogares, y miles de aves y animales salvajes, habitantes de los bosques destruidos, cayeron víctimas de este frenético «progreso» humano. Hoy, la empresa binacional Itaipú ha creado un «refugio» para los animales rescatados del tráfico ilegal, y a los visitantes que acuden a admirar esta “maravilla del mundo moderno” se les invita a plantar semillas de especies vegetales extintas por la construcción de la represa. Éste es el sentido de «refugio» a orillas del Paraná: escapar de la muerte y refugiarse en la explotación; un asilo para las nuevas generaciones ofrecido por los asesinos de las pasadas.

3.

Al final de este día agotador, me siento en algún lugar para comer algo antes de mi vuelo a México. Un hombre de mediana edad se sienta en la mesa de al lado, frente a mí. El color de su camiseta y pantalones me recuerda al uniforme de los agentes de la policía federal de Brasil, aquellos que me recibieron al bajar del avión para hacerme «algunas preguntas». El breve interrogatorio terminó con la pregunta: «¿Envía usted dinero a Hezbollah?». En la frontera argentina, los agentes vestían uniformes similares. Allí, tras la toma de mis huellas dactilares, el escaneo de mi iris, y nueve horas de espera, Estados Unidos no confirmó si tenía permiso para entrar a Argentina, y mis planes de viaje se deshicieron.
Siento la mirada del hombre de la mesa de al lado clavada en mí. Giro la cabeza y pienso, con amargura: «La tiranía, la discriminación y la estupidez no conocen fronteras». Entonces, de pronto, recuerdo que en mi adolescencia, en aquellos años heridos, recorrí Brasil a través de las maravillosas novelas de José Mauro de Vasconcelos, y exploré Argentina en los cuentos y versos de Cortázar y Borges. Me río del concepto de frontera. Me digo: nadie puede arrebatarnos la esperanza ni la capacidad de soñar: las dos alas que nos permiten volar, libres, hacia donde queramos.

 

Shekoufeh Mohammadi Shirmahaleh, es doctora en Lingüística Aplicada por la Universidad de Alicante. Su carrera profesional ha consistido en investigación, docencia y traducción. Actualmente es investigadora del Seminario de Hermenéutica del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM y como investigadora se ha dedicado a las aplicaciones de la semiótica a la literatura y las artes, teniendo la cultura y el arte persas como el centro de sus estudios. Sus líneas de investigación incluyen la hermenéutica literaria, la hermenéutica del símbolo y la hermenéutica cultural. Actualmente es miembro de International Association for Cognitive Semiotics (IACS) y Association for Researching and Applying Metaphor (RaAM).