Los elotes:
un perro negro sobre un gran prado verde
por María Luisa Martínez M.

En enero, unos días antes de viajar a México, leí un poema de Elisa Díaz Castelo que comienza de la siguiente manera:

I. Escoge una situación medular. [Por ejemplo,
               Querétaro a las cinco: el calor
               incurable
               brota de las banquetas, los niños se queman
               cuando caen de rodillas.
               Las horas rotas por la campana de la iglesia.
               Por ejemplo, son las cuatro de la mañana,
               el calor no anochece. Escuchas a tu madre susurrar
               en el cuarto de junto.
               Una voz que narra la oscuridad.]

Recordé este poema cuando llegué a Querétaro la tarde de un viernes y me sorprendió una noche helada que me hizo comprar una manta al paso, porque no llevaba ropa gruesa. El frío no anocheció y, cuando me acosté, tuve que taparme con una manta adicional mientras la única voz que narraba la oscuridad era el susurro del aire acondicionado. Ya al día siguiente la temperatura cambió y, aunque no me pareció incurable, pude imaginar un día de verano en una ciudad donde el calor brota de las banquetas.
Carezco del sentido de la orientación; las calles de mi ciudad, Concepción de Chile, están trazadas en damero y cualquier otra forma de organización urbanística me pierde. La desorientación no me angustia, al contrario; una ciudad desconocida es siempre una oportunidad para disfrutar el vagabundeo, aunque muchas veces descubra que doy vueltas en círculo. Caminar por una geografía extranjera exige un compromiso absoluto del cuerpo que arrastramos como un sismógrafo hipersensible a la temperatura, al cansancio y al espectáculo de la vida que descubrimos. Primero llega el cuerpo, luego el alma y, en ese arribo del cuerpo, lo primero que percibí fue el color de “un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”, el mismo que Borges ve en el aleph; después vinieron el ruido de los carritos ambulantes que venden comida y que se guardan al anochecer para ubicarse a la mañana siguiente exactamente en el mismo lugar en el que estuvieron el día anterior, y el persistente olor de la comida que sale de los muchos cafés, restaurantes y puestos de venta callejeros. En ese callejear por Querétaro, en una plaza, vi una pareja muy joven que llamó mi atención: ella se reía y coqueteaba mientras comía un elote asado con mayonesa, queso y chile; él sostenía un ramo de flores en una mano y con la mano disponible la abrazaba. No se trataba de una imagen inusual en México, donde es sabido que se come mucho maíz, pero sí la celebré al contrastarla con la imagen de algunas parejas de enamorados de mi país. Aquí en Concepción, increíblemente por el frío que hace, se toman muchísimos helados y es común ver a niños, jóvenes y ancianos sentados en la plaza o caminando con un barquillo en pleno invierno mientras intentan que las bolitas no salgan disparadas por una ráfaga o por la corriente de una ventolera al entrar o salir de una galería. Pensé que sería más comprensible que en las calles de Concepción, en vez de helados, se comieran choclos con mantequilla. Aquí también hay y en verano los venden en la playa, pero no en el centro de la ciudad.
Que México, gran consumidor de carne, sea uno de los mayores productores y consumidores de maíz no puede atribuirse a un vegetarianismo o un veganismo de último minuto con sus dietas afectas a productos sofisticados como el tofu, la leche de almendras, las hamburguesas de lenteja y el arroz basmati (así como van las cosas, los consumidores de carne no perdonan nada que camine, repte o vuele sobre la tierra, pero los veganos con sus inmensos bowls con ensalada y crutones amenazan con no dejar un brote verde con vida sobre el planeta). El consumo de elotes en México tampoco puede considerarse una moda del movimiento woke que, al menos en la foto, parece consciente y responsable de sus hábitos alimenticios y de la repercusión ética de los mismos en la explotación animal y su impacto medioambiental. Creo que en mi país no hay un alimento cultural equivalente al elote mexicano; aquí el choclo que se prepara y come en cazuelas, humitas, pasteleras o ensaladas es muy común, sobre todo en verano, pero no es una golosina que las parejas coman en las plazas. Si alguna vez existió algo parecido, ahora desapareció del mapa; en el Chile de mi infancia se vendían cachitos de avellanas tostadas (las nacionales, no las europeas) en la calle y en las micros, pero eran más bien un abreboca que no constituía el atractivo de una cita o una salida. Ahora, para colmo, las avellanas prácticamente desaparecieron y sólo se encuentran en algunas tostadurías. Lo mismo sucedió con los digüeñes, hongos endémicos del centro y sur de Chile, que pudieron ser parte de nuestra identidad culinaria, pero que se han invisibilizado. De repente aparecen en alguna receta gourmet de exportación y, por consiguiente, reducidos al rol de fetiche que responde más al deseo que a la realidad nacional, o como un alimento minoritario defendido por activistas de un élite gastronómica a la que parece movilizarla más el valor comercial del producto que el compromiso con su valor intrínseco y representativo de nuestra identidad. Si de hongos y maíz se trata, algo bien distinto sucede en México con el consumo del huitlacoche.
La alimentación, como se sabe, es una marca de identidad política y cultural; como tal, también se ha visto supeditada a roles de género. Las sociedades carno-falogocéntricas ostentan una virilidad carnívora ligada al especismo y ejercen una dominación contra otros a quienes deshumaniza, fragiliza y reifica: mujeres, animales, vegetarianos, veganos, masculinidades disidentes, entre otros. En ese contexto, las mujeres y otros grupos minoritarios con los que establecen alianza, se relacionan con un mayor consumo de frutas, verduras y dulces. Pero algo interesante sucede con los elotes cocidos o asados, a las brasas o a la plancha; parecen un producto al margen de las marcas políticas, sociales, etarias y de género que operan sobre la gastronomía mundial; su presencia, sin embargo, atraviesa densas capas superficiales y subterráneas de la amplia geografía americana. Hombres de maíz, la novela de Miguel Ángel Asturias que abreva de uno de los mitos de Popol Vuh, pone el maíz en el centro de la creencia que define la identidad cultural de los pueblos indígenas latinoamericanos. El origen de este grano surge en la novela de Asturias de la colaboración entre las hormigas, un pájaro carpintero, un rayo y una mujer, la Dueña del maíz; un encuentro entre especies, géneros y elementos que desafía los privilegios de los grupos hegemónicos. El carácter transversal de los elotes, a diferencia de las pepitas de calabaza, de la pasta de sésamo, del couscous, del hummus o del kale, difiere de la naturaleza selectiva que determina los colectivos de foodies y también de lo que en la actualidad se denomina comida queer o cuir: un tipo de alimentación que desafía las normatividades binarias y que, de acuerdo con las perspectivas marxistas, feministas y anticolonialistas, se relaciona con determinados platos y recetas, y sus productores, cocineros y consumidores. Hoy en día, cuando la industria cosmética, los estereotipos estéticos y la doctrina higienizante de la biopolítica promueven que parezcamos dipsómanos a tiempo completo y que andemos con botellas y termos de agua por todas partes, me parece que una pareja de enamorados comiendo un elote con mayonesa, queso y chile a las 5 de la tarde, cuando “el calor brota de las banquetas” en Querétaro, es una imagen tan común y al mismo tiempo extraña como la de un “perro negro sobre un gran prado verde”.
Esta semana, cuando recién está llegando mi alma a Chile, vi un reel de Instagram con motivo del 14 de febrero en el que una chica decía que las mujeres no queremos flores, si no completos, y a continuación le daba una mordida con ganas a un italiano con tomate, palta y mayonesa. Bienvenidos sean entonces el completo y los elotes; es saludable que la comida abandone definitivamente sus trincheras de género con sus supuestas feminidades y masculinidades, así como las fronteras sociales y etarias que nos separan. Una pareja de enamorados que come elotes con la nariz y la pera embadurnadas de mayonesa y ají en una plaza es una escena perturbadora; y es que el amor y los elotes pueden parecer muy comunes, pero “¿es posible que en un país como éste aún exista un perro / negro sobre un gran prado verde?”. Quizás es posible, pero, como dice Antonio Cisneros, “en este país un perro negro sobre un prado verde es cosa / de maravilla y de rencor”.