La niña que junta madejas
Debo poner mi mejilla sobre la paja de tu pecho,
quiero escuchar los rumores de la brizna que me dicen:
una flor rota no es más que la vida que rota.
Puede ser que el último pétalo de una margarita hizo caer el amor
dentro de los inútiles intestinos de las estatuas,
en el dedo índice de una muchacha que señala el cielo desnudo,
en las terrazas donde la luz es la lepra de la sombra,
en la taza donde descansa el vacío o en ese tu hueserío
que se amontona en mis ojos, que me calcifica los fonemas,
me encala y me lleva al jardín donde la muerte
se vuelve la niña que junta madejas de cabellos
y borda tu nombre y juega a formar palabras con tu polvo.
Una herida, un relámpago
¿Qué vaya me pides
a mirar, que aún vive
la señora que alimentaba a las palomas?
Cada ave era una herida, un relámpago.
No quiero ver cómo lo salobre le corrompe los labios
cómo se agita con el currucucú de una canción
y la cal de su llanto le ensucia su traje de bodas.
No quiero saber cómo la neblina le mastica la sonrisa.
Me pregunto si alguna vez sobre sus piernas
descansó su propia niña.
Los brazos de la sombra
Quise atardecer mi cuerpo, amigajarme como una nube,
entender el bochorno de los eucaliptos, la tos de las hormigas.
Quería saber si el crepúsculo
guardaba en su fugacidad el color de la ternura.
He visto mi cansancio postrase sobre la hierba
y cómo en mi hombro la tarde se acomoda,
me trae las flores que germinan en los funerales,
el vivísimo olor de los enfermos, la vejez como un cristal roto.
En cada yema de mis dedos hay un cordel
con el que amarro al animal de la zozobra.
Cuando la tarde me abandona, corro hacia los brazos de la sombra.
Cada una de mis palabras
Escucho la voz de una niña latir en mi garganta.
De ella escapan los gritos
que no hice cuando mi infancia se apostillaba
entre las faldas de una mujer pretérita.
Esa pequeña debiera observarme desde un sembradío de cebada
y burlarse de mi presente porque vivo al día y de ese a diario
voy con la carne de mi cuerpo por la casa o por la calle.
Tiemblan los albañales por donde mi sangre pasa
y empujan un ruido de níquel, un ruido de papel, un ruido de tela.
Si la niña encendiera un cerillo para quemar las cáscaras del llanto,
y en esa quemazón murieran los animales del odio,
los botiquines serían usados para curar cada raspón de la niñez
y así yo no escucharía a la yo que grita
y me señala con el dedo dónde colocar cada una de mis palabras.
Niñas trigueñas
Como crin de caballo, un hilo ondula,
será el desequilibrio de los puentes,
el margen de un río acosado por el viento,
o dos niñas que son despojo del trigo
y sienten cómo en su estómago mueren mariposas.
Puede ser el escarpelo de un viejo crisantemo,
la onda en el agua, el marrón de la tristeza,
o ese dúo pueril que se encaracola
porque lo pluvial es palabra que azota.
Y ellas van tras la alegría, cometa de cola cenceña,
huidiza, espejismo y juramento en lo celeste.
Telar de cintura es la ausencia,
les teje asombros en los ojos, adioses en las manos
y un perro apiñonado parecido al horizonte.
Hortensia Carrasco Santos (Acatlán, Puebla, 1971), es poeta y editora. Ha publicado varios libros de poesía, como Poemas del encierro, El libro del mal amor y En las heridas de los cactus nacen flores. Ha recibido diversos premios de poesía, como el Certamen Nacional de Poesía María Elena Solórzano, el Interamericano de Poesía Navachiste Jóvenes Creadores, el Torneo de Poesía Adversario en el Cuadrilátero, el de Poesía La Maga, otorgado por la Editorial Bruma y el XVII Premio de Poesía Editorial Praxis. Sus cuentos han sido publicados en antologías como Banco de maridos defectuosos y Cuentos del sótano, Terror en Xochimilco y Tláhuac, entre otras.